Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoSe fueron con menos abrazos de los necesarios

Se fueron con menos abrazos de los necesarios


Hace unos meses supe que una de mis mejores amigas de la Universidad tenía cáncer. Que éste se le había desparramado. Supe, a través de otra amiga, que el llanto de Patricia en el teléfono era devastador, pero no quería que nadie lo sepa.

Le mandé un mensaje de texto diciéndole que podíamos conversar, si ella lo quería. Me respondíó que aún no estaba preparada. Me llegó, a través de nuestra amiga, un mensaje grabado en que Patricia explicaba el diagnóstico de los médicos. Poco tiempo después recibí una llamada con la noticia: se fue.

Esa tarde miré las fotos en que ella era parte de nuestra alegría colectiva. Ella que pogueaba lanzándose encima de todos en el sofá, con sus plataformas enormes. Ella que taconeaba frenética las canciones que se le metían al cuerpo. Ella que me contaba llorando alguna historia terrible de desencanto, de traiciones. Ella que hablaba con su perico y me explicaba el carácter del loro, sus rutinas, sus parejas. Patricia, la de la vida sedentaria perfecta que un día nos sorprendió con que se mudaba a Alemania, que tendría una hija con un alemán.

Esta maldita distancia que nos separa. Parece haberse ido aquel mundo en que nos movíamos como si los kilómetros no existieran. Patricia Olivia Malaverry: la Patty. La que parecía pertenecer a la hermandad de las fiestas interminables, la que decidió tener una hija genia y hablar en alemán, se apagó.

Y el mundo sigue sin ella. Aparte de algunas palabras amables, sólo parece unirnos la impotencia ¿Qué pasó?

Una nueva semana. Ahora es un email: «Con enorme pesar…» Él es un amigo poeta que vivía allá nomás, frente al río, en New Jersey. La familia ha querido guardar la noticia. Yo que creía que podríamos volver a juntarnos, a conversar. A él le gustaba conversar. Hablaba de Vallejo con intensidad. De Nicanor Parra, impetuoso.

Qué es esto de llorar leyendo un email.

Los poemas de mi amigo eran construcciones sólidas. Movía las manos y estrechaba los ojos cuando explicaba esa ambición por la palabra exacta, la precisión de una línea. Armaba los poemas con giros de humor que ya no existen.

Patricio LerzundiPor algún motivo pensé en ese saco que le quedaba tan grande. Ese saco que él decía orgulloso que lo sacó del Salvation Army por unos cuantos dólares. Pensé en Topaze, la revista satírica chilena que él coleccionaba. Pensé en esas tardes pesadas en su despacho. Yo me sentaba frente a su escritorio pensando que serían charlas académicas y él sólo hablaba─largo y tendido─ de lo harto que lo tenía el mundo de las reuniones profesionales, de las responsabilidades. De la fanfarronada de algunos eventos poéticos. Eso no es poesía, decía. Y hablaba mucho de Nicanor Parra.

La noche que supe que Patricio se había muerto, releí el texto que conseguí publicarle: «mAlicia en el país de las maravillas». Texto que ficcionaliza─nunca supe cuánto─ al pobre poeta joven chileno ─sin inglés─ que era él, llegando recién a Nueva York, buscándose la vida.

Patricio Lerzundi estudió la secundaria en el Liceo Amunátegui de Santiago de Chile, como mi viejo: al que nunca conoció, porque nunca coincidieron las visitas a Lehman College de mi viejo con las rutinas de Patricio como profesor.

Pensé que todavía podríamos tomarnos un vino para conversar de Parra, para que me contaras un poco más de mAlicia. Por eso lloro.

Patricio y Patricia ya no. Se fueron del mundo con menos abrazos de los necesarios.

Más del autor

-publicidad-spot_img