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Mientras tantoMadrid, segunda primavera

Madrid, segunda primavera


«En el parque del Oeste, ya asomando la noche, ha venido a morir mi paseo».
«En el parque del Oeste, ya asomando la noche, ha venido a morir mi paseo».

Madrid tiene, en realidad, dos primaveras. La primera, la canónica, es la que va de marzo a junio, donde estallan los capullos de las flores y los parques se llenan de color. La segunda, por su lado, ocurre en septiembre, en ese periodo incierto en el que ya no se siente el verano y al otoño le faltan todavía dos o tres semanas para acontecer, donde también estallan los capullos -pero, esta vez, otros distintos- y los parques se llenan de toallas y esterillas de color, de parejas, de chiquillos, de gente montando en bicicleta y de un par de rezagados que aún se creen que están a tiempo de ponerse morenos bajo el sol. Y, de estas dos primaveras que tiene Madrid, yo no sé cuál es la que más me gusta.

Por norma general, disfruto mucho paseando en septiembre por los barrios universitarios, y, como a Santiago Isla en ‘Buenas noches’ (Círculo de Tiza, 2020), muchas veces «en el parque del Oeste, ya asomando la noche, ha venido a morir mi paseo». Éste es, sin duda, el mejor lugar donde podría suceder; y, aunque el propio Isla diga que «lo que hay que ver en esta ciudad no está en el Templo de Debod», desde el que sólo se «contemplan unas vistas de Madrid un poco raras, una postal deforme que no refleja realmente nada», yo opino que estas vistas, si se atina un poco, pueden ofrecernos más de lo que creen. Pero esa es su opinión, claro; y entiendo la crítica, enfocada en los turistas que se emboban viendo los lejanos tiovivos del parque de atracciones. Pero a otros, como a mí, nos gusta dirigir la vista hacia lugares menos asfixiantes: a las pequeñas colinas y a los polvorientos caminos que bajan por la calle del Pintor Rosales, donde, además de runners y de paseantes, se tumban las parejas y los rezagados para ver morir el día, el verano y el amor; aunque tampoco estoy seguro de esto. Lo que sí es rematadamente cierto, por otro lado, es que el parque del Oeste a estas alturas está lleno de jóvenes tumbados sobre el césped dándose la mano y aprendiendo a enamorar; y a mí, particularmente, es algo que me gusta.

A mediados de 1935, por ejemplo, Miguel Hernández le escribió una carta a Josefina Manresa -con la que más tarde terminaría compartiendo su vida- desde la capital en la que le decía lo siguiente: «Tú eres muy vergonzosa, no te gusta que te vean quererme (…). La gente de los pueblos es tonta perdida, Josefina mía: por eso me gustaría tenerte aquí en Madrid, porque aquí no se esconde nadie para darse un beso, ni a nadie le escandaliza cuando ve a una pareja tumbada en el campo, uno encima de otro».

Es curioso cómo, siendo Miguel Hernández un poeta de la naturaleza, pastoril y campesino, el autor no explotaba demasiado la figura de los parques. Debe de ser, como le ocurría a Isla, porque no encontraba «placeres en las autopistas ni en los parques de la periferia (…). No me interesan. El paseante quiere fascinarse. Está en un diálogo íntimo con la ciudad», y por ello, en sus cartas, en sus experiencias de recién llegado, siempre la mitificó. La primavera, quizás, era para él una pareja tumbada en el campo, uno encima de otro, y no lo que había experimentado y arado en su Orihuela natal, rodeado del prejuicio de los pueblos. Y, desde luego, no es el único que lo ha podido llegar a pensar.

Ha empezado septiembre, y, en Madrid, la sangre se ha caldeado de nuevo, como si estuviéramos ante el más tórrido de los meses de mayo. Y da envidia pasear por las colinas del parque del Oeste y no encontrar un hueco donde colocar tu esterilla y ponerte a enamorar. Pero, bueno, Madrid tiene en realidad dos primaveras, y seguro que la próxima está a puntito de llegar; si no es bajo el sol, que sea bajo las estrellas.

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