En el poema “Romero sólo” de León Felipe se hallan los célebres versos: “Para enterrar a los muertos / como debemos / cualquiera sirve, cualquiera… menos un sepulturero.” El poeta esgrimió esta sentencia al modo romántico, queriendo darle un uso contrastado dentro de un dramatismo de estética shakesperiana, ya que en la misma composición, describiendo una visión de Hamlet, se dice “cómo cavaba una fosa y cantaba al mismo tiempo / un sepulturero.” Quizá en tiempos se pudo dar que enterradores realizaran su trabajo sin el debido respeto, cantando y embriagados; pues ponerse a enterrar no era muy complicado: cavar la fosa, poner el féretro en el hueco y volver a taparlo con la tierra extraída. Hoy inhumar no es tan sencillo. Luego hablaremos.
Saco este tema a colación porque hace sólo unos días falleció mi padre. Tenía 90 años y, pocos meses antes, su estado de salud era bastante idóneo. Vivía en una residencia de ancianos, o de mayores, en Toledo, ciudad en la que residía desde hacía más de sesenta años. Hasta diciembre del año pasado poseía un automóvil, y lo conducía. Antes de la llegada del coronavirus, sus tres hijos íbamos a verlo y lo sacábamos de su asilo, yéndonos a tomar café, a comprar algo en el centro comercial La Abadía, frente a la residencia, a su casa, al banco, a ver Toledo desde el Valle, a visitar la tumba de nuestra madre, que murió hace quince meses. No hace un año que yo, y su nuera, viajamos a Albacete, su ciudad natal, donde ilusionado pudo acercarse a ver los nichos de su padre y hermanas en el cementerio, y visitar a sus cuñados y sobrinas dándonos una vuelta por la animosa ciudad. Nos alojamos en el Parador de la villa manchega y al regreso nos detuvimos a disfrutar de las cascadas de las Lagunas de Ruidera. En el restaurante Alhambra, de Tomelloso, nos invitó a comer. En fin, que hasta ese momento llevaba una existencia soportable. Incluso en el estado de alarma, en el confinamiento, se mostraba muy comprensivo, esperanzado en que el problema pronto se subsanase. Pero llegó un momento en que ya se sentía como en una prisión. Su paulatino estado de ansiedad le trajo los graves problemas que le han ocasionado la muerte: fuertes arritmias, disfunción renal, dificultad respiratoria y otros graves males, todos ya, por desgracia, irreversibles.
En el momento de su óbito, ya llevaba ingresado casi un mes en el Hospital del Valle de Toledo, antiguo sanatorio antituberculoso, situado en un oreado cigarral con la inigualable panorámica de Toledo al frente. Hoy funciona como centro geriátrico. Sólo tres o cuatro días antes de fallecer, tres vejetes de su planta pillaron Covid y mi padre, que en anteriores ingresos siempre había dado negativo en la PCR, esta vez dio positivo. Pocas salidas tenía el pobre; darle el alta en el hospital y volver a la residencia, totalmente enclaustrado para cumplir la cuarentena, hubiese sido terrible. Pero él no ha muerto de la pandemia, sino de sus serios achaques. Y esta situación literalmente se lo ha cargado. Soy lego en la materia, claro, pero pienso que los grandes avances en la ciencia médica, persiguiendo alargar la vida a toda costa, hacen en general más penosa y larga la agonía de un ser humano. Por otra parte, yo estoy seguro de que si el virus no hubiese hecho acto de presencia o mi padre hubiese vivido con nosotros en lugar de en la residencia de ancianos, soportando todas las limitaciones preventivas (tan inhumanas, si bien, tal vez, ineludiblemente necesarias), mi padre seguiría viviendo.
Ya cadáver, fue trasladado al tanatorio de Toledo, frente a la misma entrada monumental del cementerio toledano. Funcional edificio asimismo con llamativas vistas al casco antiguo de la gloriosa “peñascosa pesadumbre, gloria de España y luz de sus ciudades”, al decir cervantino. Al morir, si no de Covid, sí con Covid, se le puso doble sudario envuelto aún con ancha cinta, fuertemente sujeta al cuerpo, a la vez que el ataúd era precintado con firmeza; todo según los protocolos. Tras el cristal, podíamos ver la salita mortuoria suavemente iluminada, una corona y un ramo de flores frescas y la caja cerrada. Sobre ella (buena iniciativa de mi hermano), un expresivo retrato suyo:
Dentro de cada estancia de velar no podíamos estar juntas más de diez personas, número controlado por sendas acreditaciones. Y el tanatorio se cerraba desde las diez de la noche hasta las ocho de la mañana. Nos dieron un pequeño refrigerio y unos vales para unas cuantas comidas. En un momento dado, mi mujer me solicitó un significativo recuerdo sobre mi padre. Habiendo llevado una larga vida donde ya la memoria mucho se acumula, no supe, de momento, qué contestar. Yo me llevaba bien con él. Bien es verdad que, de jovencito, en un tiempo no me llevé tan bien, cumpliendo la figura freudiana de “matar al padre” que a muchos acontece como obligado lenitivo. Pero se me ocurrió responderle así a mi esposa: Hace muchos muchos años, digamos en la estrenada década de los años 70 del siglo pasado, asistir a un restaurante no se daba, ni mucho menos, con la frecuencia de ahora. Y comer en estos sitios, y no en los consuetudinarios humildes hogares, era algo que siempre se tomaba como un lujo. Los comensales solicitaban al camarero bacalao al pil-pil, merluza a la vasca, añojo de Ávila, siempre de postre flan con nata, que a mí me pareció, durante mucho tiempo, un dulce distinguido. Una vez que viajamos la familia al pueblo de mi madre, en el Bierzo, con mi tía Amelia, hermana de mi padre, y mi tío Fernando, penetramos en Castilla la Vieja en un restaurante de la carretera nacional de Galicia y al dirigirse el mozo a mí yo pedí unas simples lentejas. Mi padre entonces, medio indignado, medio sonriente, replicó: ¿Eres gilipollas? No concibiendo que yo demandase sólo lentejas en un restaurante.
Al aproximarse la hora del entierro, hora de sacar la caja del tanatorio, no se nos permitió acercarnos a darle el último adiós, y en la entrada del camposanto se rezó un insulso responso. Un empleado nos contó y comprobó que éramos once, no pudiendo reglamentariamente acompañar al finado hasta la tumba más de diez. Por tanto, una persona se tuvo que separar del grupo. Al llegar al sepulcro, unas cintas lo rodeaban, encargadas de alejar al grupo de los enterradores en el momento de realizar su oficio; oficio que supone actuar para estos hombres, pues esto siempre lo hacen en público. Eran cuatro. Uno de ellos se introdujo en la huesa, recibió el féretro que bajaban con cuerdas sus compañeros y se aplicó a cubrirlo con rasillones untados con yeso o cemento. La lápida, claro, estaba descorrida durante este menester. Habría que cubrir de nuevo la sepultura, cosa que comenzaron a hacer los cuatro enterradores. Tardaron lo suyo, porque mover una losa tal, de tanto peso, no es una tontería. Se requiere mucho cuidado para no partirla y una precisa técnica para colocarla. El trabajo se hizo minuciosamente, contando con la ayuda de borriquetas, tablones, cuñas, maderitas cilíndricas, hierros tubulares sabiamente aplicados a la labor. Se concluyó con éxito. Al acabar, estos hombres deshicieron el perímetro de cintas que los rodeaban y nos permitieron aproximarnos al sepulcro. No me atreví a aplaudirles, que es lo que merecían. Sí a uno de ellos le elogié la labor, a lo que me respondió: “Lo seguimos haciendo como los romanos”. Yo, ya un poco irónicamente, agregué: “¿Y en Alemania se hace así?” El buen obrero sonrió añadiendo, con gesto expresivo, que mucha falta hacía esa gran máquina.
Al salir del vasto cementerio toledano, sobre algunos túmulos se solazaban cuadrillas de gatos. Yo me pregunto: en un territorio así, ¿qué sacan estos pequeños y lindos felinos? La gente que va al cementerio no suele llevar merienda, ni los pocos niños que acuden portan chuches. ¿Qué sacan? Conclusión: un enigma, como enigmáticos son los gatos.