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Cuerpos mortales

 

En su última novela, Inés y la alegría, Almudena Grandes emplea el siguiente ritornello: “La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales”, para luego añadir que quizá no son cosas tan raras, sino sencillamente que no se han tenido en cuenta cuando se ha construido una explicación social, ideológica o económica de la Historia. Leyendo esta primera entrega de los nuevos episodios nacionales que Grandes quiere escribir—“episodios de una guerra interminable”, como le gusta llamarlos— he entendido por qué siempre me ha gustado tan poco la Historia: porque en ella sus protagonistas son inmortales, parecen responder con sus actos a una lógica que los historiadores señalan y recomponen, una lógica en la que no tiene cabida el azar, el sentimiento irracional, el juego, la improvisación. Cuando la Historia inmortal presenta los acontecimientos, nos aleja a sus héroes de la vida común de los mortales y de esa manera, nos impide juzgar de una manera precisa los hechos.

       De todas las historias, la más inmortal es la Historia de la Filosofía. Incluso existe este imperativo para devenir filósofo: “adquiere el color de los muertos”. Es en sus controversias y batallas espirituales —se nos cuenta— donde hay que buscar las explicaciones de sus teorías; los cuerpos de los filósofos son transparentes, están de más, deberían estar muertos antes de estarlo verdaderamente, en contraste con sus teorías, que, en cambio, son inmortales. ¿Qué puede explicarnos del pensamiento de Platón saber que estuvo prisionero en Siracusa? ¿Qué luz puede arrojar sobre las proposiciones de la Ética de Spinoza enterarse de que, a pesar de ser tan parco comiendo, deseaba recibir una confitura de rosas rojas de manos de su amigo Johannes Bouwmeester? ¿Qué relación puede existir entre las meditaciones de Descartes y su experiencia como soldado en tiempos del Cardenal Richelieu?

       Sin embargo el hilo que une los cuerpos mortales de los filósofos a sus ideas geniales existe. La primera vez que entré en la oreja de Dionisio, como se llama la prisión que el tirano tenía en Siracusa y en la que seguramente encerró a Platón, tuve un shock de reminiscencia: ante mis ojos vi la famosa caverna del capítulo VII de La República de Platón. Comprobé que este libro lo escribió después de su primer viaje a Siracusa. Fue quizá allí donde debió tener la imagen de esos prisioneros encadenados mirando las sombras proyectadas en el fondo de la caverna. La experiencia del cuerpo mortal de Platón no estaría, entonces, de más a la hora de explicar uno de los mitos fundadores de la cultura occidental. Pero, sea o no mi intuición verdadera, lo bien cierto es que los historiadores de la Historia inmortal consideran irrelevantes estos detalles.

       Ahora bien, este último siglo nos ha brindado una historia de amor carnal entre dos grandes pensadores, que nos puede servir para ilustrar la pertinencia de establecer un nexo entre cuerpos mortales y teorías inmortales.

       En Friburgo, en 1925, tuvo lugar el encuentro entre Hannah Arendt y Martin Heidegger. Arendt tenía 19 años, Heidegger casi le doblaba la edad, tenía 17 años más, 36 años por lo tanto, casado y con dos hijos. Hannah Arendt acudía a Friburgo para seguir sus lecciones: la fama del profesor Heidegger ya era tan grande —a pesar de que todavía no había escrito ni publicado ninguna gran obra— que incluso había recibido una oferta de trabajo por parte de una universidad japonesa. Arendt recuerda aquellos años, en un texto homenaje que escribió con ocasión del ochenta cumpleaños de Heidegger. Afirma que Heidegger estaba llevando a cabo una rebelión contra la manera clásica de enseñar; su método, que más tarde los mejores profesores han empleado, era absolutamente nuevo. Consistía no en hablar de esta o aquella filosofía, sino en seguir línea a línea el texto de un filósofo hasta que, a través de esa lectura, la doctrina apareciera a la luz de las preguntas que se planteaba la actualidad. Podía pasarse un semestre leyendo algunos trozos del Sofista de Platón, por ejemplo. Al final, los estudiantes recibían el patrimonio del pasado como algo que les hablaba directamente a ellos. Eso que lograba el gran pedagogo que era Heidegger es a lo que llamamos pensar. Arendt recuerda que había corrido la voz entre los universitarios de que “el pensamiento vive de nuevo” y como no, esa llamada era irresistible.

       Y así, una mañana temprano del mes de noviembre de 1925, a las 7 de la mañana —Heidegger imponía esa hora para desanimar a los menos decididos— entró en el aula una joven atractiva, todavía algo adolescente, vistiendo un traje verde, con un rostro radiante, una mirada profunda. Heidegger repetirá más tarde que todos esos detalles se le quedaron grabados en la memoria. Dos meses después, en el despacho de Heidegger al que había ido Hannah Arendt para hacerle una consulta, el profesor dejó que se hiciera de noche sin encender la luz, se arrodilló ante ella, la atrajo hacia sí y la besó. Cuerpos mortales que se enlazan, que se besan, que se apasionan: nada nuevo bajo el sol, nada sorprendente. Pero esta es una historia inmortal, esa es la diferencia. O mejor dicho, es una historia en la que un casi inmortal, ya que su fama como profesor presagiaba la que le seguiría como pensador reconocido, se encuentra con una mortal, muy lejos todavía de devenir ella, a su vez, inmortal.

 

 

       En el modo en el que se cuenta la historia de amor entre Hannah Arendt y Martín Heidegger, hay algo que no me gusta. Y es justamente que se deja suponer que ellos ya eran Heidegger y Arendt, esos nombres inmortales que estudiamos como parte de la Historia de la Filosofía. Heidegger ya era Heidegger, o ya estaba a punto de serlo del todo, puesto que un año después publicaría Ser y Tiempo; pero Hannah Arendt era tan sólo una joven, inteligente sin duda, pero entre un público estudiantil en el que se encontraban otras chicas inteligentes y atractivas. Y esto que sólo parece un detalle es fundamental para entender la historia. Antonia Grunenberg, en su libro Hannah Arendt y Martín Heidegger. Historia de un amor (no existe traducción española), manifiesta la siguiente perplejidad: es del todo comprensible que Heidegger se quedara fascinado por Hannah Arendt, pero no lo es tanto al revés. Cuando leí esta afirmación, comprendí que la autora nunca ha conocido a un auténtico maestro, nunca ha viajado para seguir las clases de un profesor, nunca se ha desplegado ante ella un pensamiento vivo, uno grande. Porque si no, no diría lo que dice. El Eros del discurso sabio es inmenso. Es como una fuerza que te tira hacia arriba, que te hace seguir apasionadamente unas palabras que resuenan en ti, que te hacen pensar que eres mejor de lo que creías, porque te sientes más inteligente, porque te sientes su privilegiado destinatario. Si entonces, en ese momento de atracción suprema, el amado y deseado se vuelve y se dirige solicitando a su vez al que desea, sucede un terremoto. Hannah Arendt se enamoró hasta los calcetines. Pero, ¿asimismo Heidegger? ¿Se puede emplear la misma palabra —’amor’, ‘enamorarse’— para hablar del sentimiento de Arendt hacia Heidegger y del de Heidegger hacia Arendt? A mí no me parece que haya simetría. Grunenberg es ingenua: lee las cartas de Heidegger, sus poesías, y concluye que Hannah Arendt fue el gran amor de su vida. Pero no hay porqué creer a pies juntillas en las encendidas declaraciones de quien se dice enamorado. Todos sabemos que, para juzgar en materia de sentimientos, hay que remitirse a los hechos.

       Y a los hechos me remito. Después de ocho meses de encuentros clandestinos, la relación, por parte de Heidegger, se enfría. Sólo poseemos de esos momentos las cartas de Heidegger ya que le indicó a Arendt que debían destruir la correspondencia, lo que obviamente hizo él, asustado por los celos de su mujer Elfride, y lo que, obviamente también, no hizo ella, demasiado prendada de su amor. En el otoño de 1926, Heidegger le comunica que está absolutamente entregado a la redacción de su libro Ser y Tiempo, y que por eso la tiene olvidada. Hannah Arendt decide entonces abandonar Friburgo, e irse a Heidelberg a las clases de Jaspers. Fue una decisión desesperada. Cuando se casa en 1929 con Gunther Stern, le escribirá a Heidegger, declarando que no ama a su marido porque su único amor, ése que ha bendecido toda su vida, sigue siendo él. Un año después, en 1930, se cruzan por casualidad en una estación y Heidegger ni siquiera la saluda porque no la reconoce: Hannah Arendt sufre un pánico casi infantil, como el que de niña tenía cuando se imaginaba que su madre podía abandonarla. A pesar de lo cual, Arendt, cuando le señala el hecho a su ex-amante, sigue afirmando que su amor por él da continuidad a toda su vida.

       Martín Heidegger era un don Juan. Tuvo muchas amantes de entre sus alumnas y sus admiradoras. Y lo justifica ante su mujer, explicándole que, para él, Eros es una necesidad cuando se encuentra en una fase creativa: “el golpe del ala de Eros —dice en una carta a Elfride— me toca cada vez que doy un paso esencial en el pensamiento y que me aventuro en una vía inexplorada”. Luego, para excusarse, añade que el fallo no está en dejarse llevar por Eros, sino en el hecho de que no sabe mantener un buen equilibrio entre Hera y Eros. Un modo culto de disculparse por la poca atención que le dedica a Elfride-Hera, cuando se encuentra en brazos de su amante de turno. La jovencísima Hannah Arendt no fue sino una de tantas. Pero la Historia inmortal ha querido que, veinticinco años después, comenzara a devenir, también ella, inmortal, con la publicación de Los orígenes del totalitarismo. Y eso introdujo una serie de cambios. Lo que tendría que haber sido para Heidegger una relación más, olvidada quizá en la noche de los tiempos, renació de las cenizas.

       Durante veinticinco años, los que van desde 1926 hasta 1950, Arendt no olvidó su amor por Heidegger, a través de los acontecimientos que tuvieron lugar en Alemania y en Europa: vivió como paria durante más de diez años en Francia, fue perseguida por ser hebrea, se divorció y se volvió a casar, perdió la nacionalidad alemana, y fue una refugiada en los EE.UU. Le habían llegado noticias del papel que había jugado Heidegger como rector de la universidad de Friburgo durante diez meses, en los que aplicó obedientemente las leyes raciales, incluso a su amigo y colega Husserl. A pesar de lo cual, ya una mujer madura y una pensadora que empezaba a darse a conocer, en 1950, en su primer viaje a Europa, buscó a Heidegger. Si el primer acto de este amor fue dramático, al menos para una de las partes, el segundo acto tiene mucho de comedia. No tengo ninguna prueba de que, pasados los años, Hannah Arendt lo recordara riéndose, pero estoy segura de ello, dada su inclinación a ver el lado cómico de las situaciones humanas.

       En 1950, Arendt tiene 44 años, Heidegger 61. El “ala de Eros” vuelve a tocar a Heidegger, pero esta vez no quiere que la historia se desarrolle de manera clandestina, por lo que le pide a Hannah Arendt que vaya a su casa a conocer a su mujer Elfride. Increíblemente Arendt acepta y ante sus ojos se desarrolla una escena de reproches y celos alucinante, en la que Elfride, fuera de sí, nombra a Heidegger como “su marido”, en lugar de “mi marido”. Arendt dirá más tarde que, mientras ella —Hannah Arendt— exista, Elfride estará a favor del exterminio de los hebreos. Cuando un año después vuelve a Alemania y asiste a las clases de Heidegger acerca de “Qué significa pensar”, éste le pedirá que no aparezca por su casa y que no se le ocurra ni siquiera escribirle. De nuevo una separación, aunque esta vez Arendt está muy lejos de sentirse desesperada. Desde 1952 hasta 1966 no volvieron a encontrarse. Comienza entonces el tercer acto, de relaciones amistosas y cordiales, cuando Arendt tiene ya 60 años y Heidegger 77, en el que está ausente el ala de Eros. Para calcular los celos de Elfride basta saber que tan sólo en 1975, pocos meses antes de que Arendt y Heidegger fallecieran, Elfride consintió, por primera vez, en dejar a los dos ex-amantes solos mientras discutían de filosofía.

 

 

       La distancia entre los cuerpos mortales, desde el final del segundo acto en adelante, le permitirá a Arendt formular su propio pensamiento inmortal. En algunos puntos, no dejará de ser una respuesta, una reformulación de algunas de las ideas de Heidegger. El conocimiento profundo que Arendt tenía no sólo de la filosofía de Heidegger, sino también de su modo de vida, le marcarán el camino para su propio pensamiento.

       Heidegger reflexiona sobre lo que es pensar: es alejar lo cercano, tener en cuenta lo que no está presente, separarse del mundo y tomar distancias para después acercarlo. Pensar pone al sujeto que piensa fuera del mundo común de los humanos, fuera de su diálogo y de su intercambio. Ejemplo de Arendt: si mientras estoy hablando con alguien, me pongo a pensar sobre esa misma persona, inmediatamente un muro, una lejanía se instalará en el diálogo entre los dos. Todo el que piensa, se aleja, mientras piensa, de los demás. Ahora bien, Arendt dice que Heidegger ha desarrollado una pasión por el pensamiento y que, como todas las pasiones, como el amor, ésta también es anti-política. Los amantes, los apasionados, están solos, ante ellos aparece algo indecible, tienen que buscar otro mundo, porque el de todos los humanos no puede darles cabida. En una ocasión Arendt le mandó a Heidegger estos versos de Elisabeth Barret: “Te amaré aún después de la muerte”. Ella no los interpreta como una declaración romántica sino como una constatación de que el amor sólo perdura en ausencia del mundo, “después de la muerte”, cuando ya no hay mundo.

       Pero Heidegger hace algo más que producir un pensamiento apasionado: hace del pensamiento su morada. Una morada que Arendt llama “su madriguera” y “su trampa”. En la madriguera el pensador se siente fuera del mundo; como además es una trampa, no podrá salir de ahí y, si lo hace, se equivocará, hará el ridículo, porque su estancia en la madriguera-trampa no le ha ayudado a entender las cosas de este mundo. Arendt compara la intervención en la vida pública de Platón, intentando influir sobre el tirano de Siracusa, con las tomas de posición a favor del nazismo de Heidegger. Y establece una pequeña reflexión acerca de la risa: los filósofos, apartados del mundo, temen el ridículo cuando están en el mundo con los demás, y por ello a veces, deciden actuar para demostrar que también ellos saben hacerlo. Paradójicamente es entonces cuando más hacen el ridículo. Sin embargo, nadie se ríe. Será —añade— porque los humanos aún no han descubierto para qué sirve reírse, quizá porque los filósofos no han sabido hablar de la risa.

       A Arendt le parece que pensar es algo que todos los humanos pueden hacer, y que no es patrimonio de los intelectuales, de los científicos, de los educados. Ciertamente hay que retirarse del mundo para pensar, pero se trata de una retirada momentánea, como la que llevaba a cabo Sócrates, que antes de entrar en una reunión con otros ciudadanos, permanecía solo y aparte, pensando. En la vida pública, es deseable que los ciudadanos piensen, cuantos más mejor. Se evitarían así algunos peligros que acechan a la esfera política.

       Arendt dice que ella no es una filósofa, sino una “pensadora política”. Si la filosofía comienza con Platón, se puede entender el rechazo de Arendt a considerarse como una filósofa. Si vivir como un filósofo es hacerlo como Heidegger, comportarse como un cobarde en la vida privada y en la vida pública, es lógico que ella no quiera para sí ese galardón. Por eso elige a Sócrates contra Platón. Al ofrecernos una interpretación no platónica de Sócrates, al elegir a Sócrates como modelo de unión virtuosa entre el pensar y el actuar, se separa abiertamente de la filosofía de su maestro Heidegger.

       Pero además creo que la admiración de Arendt hacia Sócrates no sólo se debe a que supiera vivir como un ciudadano en medio de los ciudadanos y a que enseñara a pensar para mejor dirigir los destinos de la ciudad. Me parece que contiene algún otro elemento no declarado, pero sí vinculado a la experiencia de su amor mortal por el cuerpo mortal e inmortal de Heidegger.

       Cuando Sócrates habla de Eros, afirma que es una energía que eleva a los humanos desde los cuerpos mortales hasta las ideas inmortales. Eros es filósofo porque es el camino que lleva desde la ignorancia hasta la sabiduría. Pero Sócrates es coherente, es alguien que dice la verdad y practica la verdad. Después de haber tomado la palabra en El Banquete, entran en la sala una pandilla de borrachos, encabezados por Alcibíades, antiguo alumno de Sócrates. Alcibíades se dirige al anfitrión de la fiesta, el joven y hermoso Agatón, que está tumbado al lado de Sócrates y le dice, despechado, que es inútil que se haga ilusiones, que Sócrates no le tocará ni un pelo. Alcibíades amaba a Sócrates y éste no había respondido a sus encantos juveniles. Para mí, ese reproche hace honor a Sócrates, porque sé que no hay nada más fácil que ser amado o deseado cuando se es un maestro.

       Si condeno a Heidegger por haber seducido a Hannah Arendt, si critico que Eros sea una necesidad para impulsar la creatividad, no es porque Arendt fuera muy joven, ni porque yo esté a favor del matrimonio. Que Heidegger, un maestro deseable, de casi 40 años, se enamore de una alumna brillante y eso le ayude en la redacción de su obra, no me parecería mal, si fuera un caso y solamente un caso. Pero cuando se convierte en una regla, como al parecer lo era en la vida de Heidegger, eso lo hace muy similar a la mayoría de los varones. Que muchos varones (no quiero hablar en términos de universal, me basta que sean muchos o la mayoría) necesiten, para amar, que las mujeres sean más jóvenes, o más pobres, o más bajitas, o más tontas, o menos poderosas, o sea inferiores a ellos, es una realidad que vale la pena analizar. Y podemos hacerlo desde el propio discurso de Sócrates acerca de Eros. Amar y desear algo mejor y más alto es natural, dice Sócrates, porque el amor es una carencia, es un impulso hacia la posesión de algo que no se tiene. En cambio, amar y desear lo que es inferior requiere una explicación y, si es una necesidad, es algo despreciable.

       Si Sócrates es el que Arendt nos dice, si piensa para mejor actuar, si entre lo que piensa y lo que hace establece una continuidad, se entiende que no deseara como amantes a los jovencitos que le seguían: ¿qué podría haber en ellos, en términos generales, deseable? El Eros pedagógico hay que dejarlo actuar, pero a quien está llamado a servir es al que tiene que crecer, no al que ya está arriba para hacer que se sienta aún más fortalecido.

       Una Historia de la filosofía que contemple el vínculo entre los cuerpos mortales y la formulación de teorías inmortales tiene al menos estas dos tareas: determinar qué es la risa y para qué sirve, y analizar por qué la gran mayoría de los varones necesitan amar en la disparidad a lo que es inferior a ellos. A lo mejor pueden mezclarse las dos investigaciones.

 


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