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AcordeónNáufragos sin tierra. A bordo de la misión más dura del ‘Open...

Náufragos sin tierra. A bordo de la misión más dura del ‘Open Arms’

A Alicia G. Montano, por la magia de hacerlo posible.
A todas las personas que huyen del infierno, sea cual sea.

En la vida, el sueño que perseguimos puede convertirse súbitamente en una condena. Y lo que muchos contemplan con horror, como algo insufrible, puede acabar siendo nuestra tabla de salvación. Las dos cosas ocurrieron a bordo del Open Arms el verano de 2019. Todavía hoy me pregunto quién ayudaba a quién: si con cada operación de salvamento no naufragaban nuestros valores y si aquellos náufragos no eran al fin y al cabo el único rescate posible de una Europa que está perdiendo el alma.

La semana que se convertiría en un mes

Unas semanas antes de aquel viaje, me había sincerado conmis jefes: me sentía estancada, sin retos. Quizás se debía a mi espíritu inquieto, que se niega a acomodarse, quizás a mis ritmos vitales, que cada cuatro o cinco años me producen lo que los valencianos llamamos desfici, un desasosiego o sensación de aburrimiento que reclama cambios. Desde que llegué a Madrid, en 2007, había pasado cuatro años en el área internacional de los servicios informativos de TVE, cuatro más como corresponsal en Jerusalén y ahora se cumplían otros cuatro en el programa En portada.

El último reportaje, No es país para cineastas, rodado en Irak, me había llevado de regreso a Oriente Medio, el lugar en el que más había aprendido como periodista y como persona. Mi trabajo allí, especialmente la cobertura de la última guerra en Gaza, en verano de 2014, me granjeó el reconocimiento del público y de la profesión; pero implicó también el fin de mi etapa como corresponsal. La dirección de Televisión Española, que confundía periodismo con servilismo, se plegaba en 2015 a los intereses políticos y diplomáticos no solo del Gobierno de Israel, sino también del español y, en el mejor momento de mi carrera, me mandaba a casa.

Recuerdo la llamada de Gundín, el director de Informativos, para comunicarme el cese: “Cuento contigo en Madrid”. Le espeté un: “Quieres decir que no cuentas conmigo”. El cinismo de los serviles no conoce límites. Ya lo dijo el maestro Kapuściński en su libro Los cínicos no sirven para este oficio, que me quedé con ganas de regalarle a él y a alguno de sus adláteres. Era tan evidente que se trataba de un movimiento para sacarme de escena que tuve que insistir durante más de dos meses para que la dirección me diera a conocer el destino en el que supuestamente “contaba conmigo”.

No fui la única corresponsal española a la que las presiones sacaron de allí, pero mi destitución había montado tal revuelo en la prensa nacional e internacional que la dirección de Informativos decidió darme una salida más o menos digna, que no sonara a castigo evidente. La directiva que ahora se atreve a tuitear con el hashtag #diariodeunacesada –como si ella no hubiera orquestado y ordenado el cese de otras compañeras y compañeros competentes– me propuso una salida “adecuada a mi perfil” en el programa En portada, un espacio de periodis-mo internacional de calidad relegado a horarios intempestivos y cambiantes, que hay que ir buscando con verdadera militan- cia por la parrilla de programación de La 2.

Durante mi etapa en este programa he hecho algunos reportajes que me han reconciliado con el periodismo y con TVE, como Esclavas del Dáesh, Ex yihadistas o Prisionero 151/716, que abordaban temas relacionados con la región del mundo que mejor conocía, pero desde otros escenarios, sin poner un pie en Oriente Medio. Por eso, cuando volví a Bagdad para el rodaje del último En portada, fui feliz. Y no solo eso: durante aquellos días, fui consciente de mi felicidad, algo que ocurre pocas veces en la vida (solemos añorar momentos felices vividos en el pasado, pero nos cuesta identificar la felicidad del presente, en el preciso instante de vivirla). No obstante, al acabar el reportaje no logré conservarla y sentí una profunda nostalgia por volver a pisar el terreno, sin importar lo duro o escabroso que fuera, por volver a ser testigo de primera mano de los acontecimientos con los que se va escribiendo la historia. A veces las mejores cosas de la vida llegan por una serie de coincidencias o por casualidad. Hay quien a esa conjunción de factores le llama destino. Quienes no creemos en él sabemos que, además de la suerte, hace falta la voluntad y la ocasión de que quienes pueden darte una oportunidad te la ofrezcan. Ese verano, por primera vez desde que cubrí la ofensiva israelí en Gaza en 2014, había pedido que mis vacaciones fueran a mediados de septiembre, para coincidir con alguien que después me dejaría tirada. Pero como dice el maestro Serrat, en su canción Bienaventurados, “todo infortunio esconde alguna ventaja”. Esa elección de fechas me dejaba en la redacción casi todo el verano.

Mis jefes, que sabían de mis inquietudes y ganas de acción, me propusieron colaborar con el programa Informe semanal, que andaba escaso de reporteros para esos meses. Cuando me preguntaron si estaba dispuesta a embarcarme en el Open Arms no lo dudé ni un segundo y dije que sí, sin saber ni qué tipo de barco era ni cuánto duraría o cómo sería la misión.

La idea era abordar el flujo migratorio desde Libia hacia Europa desde dos perspectivas: primero, desde el Mediterráneo, a bordo del buque de rescate, para Informe semanal; y a continuación, desde Libia, para En portada. Pedimos visados a la Embajada libia en Madrid conscientes de que tardarían en tramitarlos y de que probablemente nunca llegarían.

Cuando hablé por primera vez con Laura Lanuza, de Comunicación de la ONG Proactiva Open Arms, pensé que nos embarcaríamos a principios de agosto, pero todo se precipitó y en menos de una semana teníamos que estar en la isla del Mediterráneo de la que partiría el buque humanitario.

Costó encontrar un reportero gráfico de TVE que aceptara unirse a aquella aventura. En principio, debíamos zarpar el 24 de julio y estaba previsto que estuviéramos a bordo solo una semana, la mitad de lo que solía durar una misión. La proximidad de las vacaciones de agosto dificultaba encontrar a un cámara disponible y, tras varios intentos, solo pude respirar con alivio cuando, a punto de agotarse el plazo, el reportero Joaquín Relaño, que también había pedido visado para venir a Libia, aceptó formar parte de aquella misión.

Sabíamos que debíamos compartir camarote y que no sería una experiencia fácil. Además de nuestro trabajo, había que hacer guardias y compartir las tareas con la tripulación. Joaquín y yo habíamos trabajado juntos en Egipto, en una situación que tampoco era sencilla, así que me alegré mucho de que fuera él. Lo recordaba como un cámara con buen talante y con la suficiente sangre fría para no perder los nervios en momentos difíciles. A día de hoy, después de todo lo vivido a bordo de ese barco, creo que fue más que una suerte, una especie de bendición, que él fuera mi compañero en aquella travesía.

Aquel 24 de julio los dos tomamos un vuelo directo de Madrid a Sicilia. Hasta pocos días antes no supimos el puerto de partida. Del aeropuerto de Catania fuimos por carretera a Siracusa. El alcalde de la ciudad había intercedido para que el barco atracara allí. El Open Arms, recibido unos años antes como un ejemplo heroico de humanidad, ya no era bienvenido en los puertos italianos. De eso se había encargado el entonces ministro del Interior Matteo Salvini. Él, como toda la ultraderecha europea, había hecho del discurso antimigratorio su caballo de batalla, que había calado entre algunos sectores de la población. Poco importaba la realidad: Europa es el continente más envejecido y con menor índice de natalidad. En esta cultura de la instantaneidad, tan poco propicia a la reflexión, los populismos de extrema derecha han conseguido convertir la solución en un problema.

Necesitamos a los migrantes para rejuvenecer nuestra población y salvar nuestro sistema de pensiones. Y no solo eso: en la mayoría de los casos, ellos desempeñan los trabajos que a nosotros ya no nos apetece o conviene hacer, como el cuidado de ancianos, la recogida de la fresa o las tareas domésticas. Seguro que no soy la única que ve en su barrio a niños y ancianos cuidados por migrantes, que, junto a los abuelos, facilitan la única conciliación posible hoy en día en nuestra sociedad. Pero siempre es más fácil culpar al débil de todas nuestras desgracias que enfrentarnos a una realidad que nos resulta incómoda e intentar cambiarla.

En aquel puerto de Siracusa, al subir por la pasarela del barco, sentí con su tambaleo el vértigo de embarcarme en una nueva aventura. Mi experiencia en navegación se limitaba a un crucero por las islas griegas hacía más de veinte años y excursiones de algunas horas para ir a bucear. En ese momento llevaba cuatro años sin tomarle el pulso a la información diaria.

Pero no sentí miedo, sino un mariposeo en el estómago que nos entra a los periodistas cuando pisamos el terreno y nuestro sexto sentido olfatea historias que merecen ser contadas. El día que deje de sentir esa excitación tendré que dedicarme a otra cosa.

Nos dio la bienvenida a bordo Anabel Montes, o Ani, como todo el mundo la llamaba, la jefa de la misión. El azul de su pelo, a juego con los ojos, y sus tatuajes, la mayoría de motivos marinos, anunciaban un carácter fuerte y unos principios inquebrantables.

Recuerdo que al acceder a la cubierta había que agachar la cabeza para no golpearnos con la lancha rápida. Aquel movimiento y otros, como el de subir la pierna a la altura de la rodilla para pasar al interior del barco o el de bajar las empinadas escaleras de espaldas o inclinados hacia atrás, parecían incómodos, pero con el tiempo los acabaríamos automatizando.

Nos indicaron cuál era nuestro camarote, en proa y al lado de la despensa. Me hizo ilusión ver en la puerta un cartelito, que aún conservo, con el nombre de Joaquín y el mío impresos bajo el número de camarote, el P3. Los chalecos salvavidas y los cascos rojos colgados a la entrada me recordaron que aquello iba en serio.

El camarote no tenía ningún tipo de lujo, pero era más espacioso que el de los voluntarios. La organización sabía que los equipos de televisión siempre necesitamos un sitio amplio para trabajar, porque cargamos con un montón de material. Y eso que esta vez íbamos con el equipo de batalla, el básico, con un monopié en lugar de trípode y una cámara más pequeña que la que habitualmente utilizan los reporteros de TVE.

Saltaba a la vista que el barco tenía sus años. El mobiliario –una litera, un armario de una puerta y un escritorio– era viejo y barnizado en color oscuro. La silla, que parecía sacada de la cocina de la serie Cuéntame, tenía las patas oxidadas y el asiento suelto. Los cerrojos y pestillos en puertas y cajones auguraban el zarandeo al que la mar podía someter a aquel buque, ahora amarrado. Me alegré de que hubiera un lavabo. Aunque de aquel grifo solo cayera un hilo de agua, era suficiente para lavarse los dientes y las manos.

Nunca me han gustado las literas, ni cuando era pequeña; pero al ver que el colchón de arriba era más estrecho, le ofrecí a Joaquín, que es más corpulento, quedarse en el de abajo. Enseguida comprobé que no hacía falta ser demasiado ágil para encaramarse a aquella cama empotrada, aunque mis rodillas y mis espinillas acabarían con varios moratones por golpearme con el armazón al subir. La primera noche, aquel colchón de espuma me pareció duro e incómodo. Con el paso de los días, aquel camastro se convertiría en un auténtico lujo.

Joaquín y yo colocamos la ropa y los enseres que habíamos traído para una semana. El camarote no estaba muy sucio, pero preferimos adecentarlo un poco más y organizamos el espacio para poder trabajar y descansar a bordo. El calor y la humedad de aquel 24 de julio auguraban que no nos darían tregua. Y el aire que entraba por aquel ventanuco resultaba a todas luces insuficiente. Para mi sorpresa, en el techo había una salida de aire acondicionado, que a veces no funcionaba, pero que hizo más llevaderas sobre todo las noches.

Para vestir nuestras camas, nos dieron sábanas desemparejadas que procedían claramente de donaciones. También nos facilitaron un par de camisetas y bermudas de la ONG, que debíamos utilizar cuando navegáramos y, sobre todo, si se procedía a un rescate. Les expliqué que, como periodista, no era adecuado que yo vistiera con su marca. Ante la autoridad portuaria, Joaquín y yo formábamos parte de la tripulación; pero quisimos dejar claro que nosotros solo éramos profesionales que íbamos a dar testimonio de lo ocurrido en aquel barco, sin pertenecer al voluntariado de la organización, por loable que fuera su labor humanitaria.

Los dos íbamos ligeros de equipaje. Yo solo llevaba un trolley pequeño, de los que se pueden transportar en la cabina del avión, con ropa de verano para poco más de una semana. Era consciente de que nuestra estancia a bordo se podría prolongar algunos días, dependiendo del estado de la mar, de la isla en la que hubiera que desembarcar y, sobre todo, de que hubiera algún rescate. Lo que nunca imaginé es que nuestra travesía, prevista para una semana, acabaría durando prácticamente un mes.

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Este texto es el primer capítulo de Náufragos sin tierra, que acaba de publicar la editorial Roca.

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