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Mientras tantoMuda Medea

Muda Medea


Ana Belén interpretando el papel de Medea

Quise volver entre los vivos / abandonar el don / de los abismos. Quise / cerrar los ojos que mantienen / despierta en las tinieblas y volver / a abrir los que distinguen / las cosas por su luz. / Lo deseé. Lo quise. Ahora / añoro el reino de las sombras.

CHANTAL MAILLARD (Medea) 

 

Ahora vivo en Madrid, en Villaverde Alto, a dos pasos de la Puerta del Sol y el agradable centro chulapón. En Chisináu, capital de la República de Moldavia, a la que había llegado con mi familia desde nuestra natal Georgia, conocí a Jasón, un moldavo guapísimo y muy bien esculpido, del que enseguida me enamoré. Mi hermano Apsirto se oponía tenazmente a nuestras relaciones, enfrentándose no solamente conmigo sino con Jasón, hasta la saciedad. No lo pude aguantar y ese mi detestable chache mereció su fin. Siempre he tenido un don: inocular veneno, de una manera sibilina, esquivando las pruebas del delito, a los productos alimentarios. Así que cuando Apsirto, gran aficionado a irse a los húmedos campos otoñales los domingos por la mañana con su cestita y su navaja a coger setas, volvía con la canastilla llena, dispuesto a prepararse el suculento guiso con lo recogido, yo me metí en la cocina mientras él se duchaba y puse en plan mi técnica de crear un vapor por el cual el potente, mortal, tóxico alfa-amanitina, principio que pude adquirir, no sin ciertas dificultades, a través de Internet, envolvió a las setas erróneamente identificadas por mi hermano como comestibles debido a su apariencia engañosamente atractiva que invita al seductor consumo. Días después del entierro de Apsirto, Jasón y yo nos vinimos a España.

Fueron unos años muy felices. Jasón y yo dábamos largos paseos a lo largo de la urbe recién descubierta, siempre risueños y agarrados con tesón por la cintura. Cocinábamos los platos recién aprendidos, limpiábamos nuestro pequeño y coqueto apartamento, éramos muy amables con los vecinos, y viceversa. Ya dominábamos el idioma castellano y de vez en cuando nos adentrábamos en un cine para saborear los graciosos diálogos de las comedias españolas, especialmente las protagonizadas por la versátil actriz madrileña Maribel Verdú. Nos compenetrábamos perfectamente, nuestra conversación era calmada, nuestros gestos siempre nos hacían sonreír, nuestros silencios eran muy locuaces. Disfrutábamos grandemente en la cama haciendo el amor, un amor que gozábamos una vez tras otra como si fuera la primera vez que nos uníamos sexualmente. Sin que nuestra economía fuese boyante, nos apañábamos muy bien con los trabajos ocasionales de Jasón y con mis esporádicas clases particulares de ruso. No nos faltaba tomar frecuentemente unas cervezas en algunos de esos acogedores bares de Villaverde regentados por hispanoamericanos. ¡Cómo recuerdo esos besos apasionados que intercambiábamos cuando salíamos a la calle ligeramente embriagados!

Me quedé embarazada. Y aunque carecía, no sólo yo sino también Jasón, de los documentos legales que afianzasen sin obstáculos nuestra residencia en España, lo cierto es que me sentí perfectamente atendida por la universal seguridad social española, tanto en el proceso de mi embarazo como en el parto. Tuve mellizos, niño y niña. Nuestra felicidad se acrecentó al asistir a los estirones de esos pequeños que iban desarrollándose plenos de salud. Jasón colaboraba con entusiasmo en las tareas que conllevaba la crianza de esos niños iguales en edad. Aunque llegara muy cansado a casa regresando de cumplir duras jornadas en rudas labores (descarga de camiones, limpieza de pozos ciegos, bastos trabajos de albañilería y hasta conducción de ganado), no dejaba, diligentemente, de cambiar el pañal de los bebés, asearlos, procurar, con paciencia, que ingirieran sus papillas o jugar, de modo incansable, con ellos, accediendo a sus irracionales caprichos. Nuestra manera, equilibrada, de hacernos con peculio, nos permitió comprar un cochecito; y cuando hacía buen tiempo realizábamos excursiones a los alrededores de Madrid: esas praderas rutilantes de la Sierra del Guadarrama o Somosierra; en invierno, cuando nevaba, éramos felices deslizándonos en las muy dulces rampas  de Navacerrada. Nos procurábamos un festivo pic-nic y todos, especialmente los niños, disfrutábamos de lo lindo.

El bienestar de los cuatro era absoluto. Y aunque manteníamos relaciones cordiales con los vecinos y no éramos ariscos con nadie, la dicha en el  sistema de concebir nuestra subsistencia sólo la gozábamos los cuatro asistiendo al esplendor del existir en perfecta armonía. Si bien en nuestra vida fecunda estaba presente, en primer lugar, la maravilla de gozar de la presencia de nuestros hijos, la actividad sexual que manteníamos Jasón y yo no decayó en ningún momento. Pero hubo un encuentro fatal que echó todo a perder.

Jasón llevaba un tiempo sin encontrar trabajo. Al levantarse una mañana me comentó que se quería pasar por un polígono industrial cercano con la esperanza de hallar un empleo; cuestión que nos urgía pues mis clases particulares de ruso se iban también agotando. Tomó el cochecito, lo aparcó en el polígono e intentó de inmediato contactar con alguien para que algo surgiera, sin conseguirlo. Antes de regresar a casa, pasó a un bar, repleto de operarios de la zona, a tomar un café. Sentado a un velador, succionaba en la taza y miraba la sección de anuncios ojeando el periódico del día, cuando tomó asiento a su lado una joven preguntándole si estaba en el polígono para buscar trabajo. Jasón asintió y ella quiso averiguar si dominaba algún idioma y si sabía usar el ordenador para poder diseñar carteles, programas, cartas de restaurantes, pequeñas webs. Él contestó diciendo que hablaba inglés bastante bien, también francés y un poco de alemán, y que algo conocía de esos manejos informáticos. Ella se presentó diciéndole que se llamaba Creúsa y que su padre, Creonte, tenía una empresa, conducida por ambos, donde se daba salida a aquellos productos. Lo que apremiaba en esa razón social era un traductor de correspondencia y un refuerzo para los trabajos que ella hacía, ofreciéndose a él con el fin de emplearlo. Jasón puso una pega: carecía de papeles para llevar a cabo legalmente un contrato. Ella le replicó que si estaba de acuerdo en trabajar con ellos, todo se arreglaría. Y le dijo: Mañana pásate a la misma hora por aquí.

Al volver a casa, Jasón no me contó nada de esto. Sólo me refirió, mintiéndome, que al día siguiente entraría a colocar adoquines en las muchas aceras defectuosas de ese polígono industrial. Pero en lugar de estar a la intemperie, un día tras otro se introducía en la cálida oficina de Creonte y Creúsa el muy tunante. Oh, Dios, ¿por qué concediste a los hombres pruebas claras del oro que es falso y en el cuerpo de los varones, en cambio, ninguna marca existe con la que una pueda discernir al que es malvado? A partir de ahí yo notaba que sus efusiones amorosas decaían, sólo hacia mí, porque el amor hacia sus hijos, muy al contrario, aumentaba sobremanera. Y además yo percibía que sus manos no habían adquirido las callosidades que, naturalmente, la faena de poner adoquines durante toda una jornada hubiese producido. Y otra cosa: llegaba de trabajar muy limpio. No me traía ropa sucia que lavar. Su excusa fue que ropa de trabajo le daba y la lavaba la empresa que lo había contratado verbalmente, y que al finalizar las horas trabajadas se podía duchar en un local dispuesto para que los obreros se asearan. Pero un día me contó la verdad y añadió que Creúsa, una linda muchacha rubia (yo soy morena), se había enamorado de él y le había pedido que me abandonase a mí para casarse con ella. Y es más: él estaba de acuerdo, mas argumentando el muy canalla que eso acabaría en matrimonio de conveniencia al objeto de conseguir los papeles necesarios para establecerse sin trabas en España. Al cabo de un tiempo se separaría y, ya español, se casaría conmigo.

Como es muy lógico pensar, reaccioné con extremada furia. Pensé que de cuantas cosas están dotadas de vida y tienen pensamiento, nosotras, las mujeres, somos el ser más desgraciado. Le grité que se dejara de cuentos chinos. Le golpeé con mis puños cerrados. Y, con terrible firmeza, le di treinta minutos para que hiciera la maleta y se fuera. Él respondió a mis berridos queriéndose interesar, ya en la puerta, antes de salir, por la pauta que iríamos a establecer para que él pudiese ver a los niños. Sin contestarle, le empujé sacándolo del pasillo y di un portazo. Mucho me incomodó enviándome mensajes al móvil para saber cuándo podía visitar o recoger a nuestros hijos para pasar un buen rato a solas con ellos. Yo daba la callada por respuesta. Lo pasé fatal. Lloraba sin cesar, ante las tristes miradas que habían adoptado mis hijos. Y pasaba horas y horas, desesperada, en ayunas. Descargué mi pesar, sobre todo, en una buena alumna a la que daba clases de ruso. Y aunque ella proponía que me tranquilizase, asegurándome que las cosas del amor son así en ocasiones, aseverando que ella había pasado por trances parejos, yo no podía contener mi indignación confesándole que me habría de vengar de un modo insospechado. Y la venganza, le insistía, sería lo único que me podría sosegar. Y comencé a tramar esa venganza, cavilando sin cesar y diciéndome para justificarme: Es la mujer un ser lleno de miedo y cobarde a la hora de afrontar la lucha y el hierro, pero cuando se siente ultrajada en cuestiones conyugales, no hay mente más sanguinaria que la suya. Así, llega la hora del honor para la raza de las mujeres, la disonante fama ya no será dueña de las mujeres.

Una mañana, muy temprano, llamé a Jasón anunciándole que había meditado el asunto y que me urgía reconciliarme con él, sobre todo por el bien de los niños. Le dije que quedaba a la espera de lo que pasase en el futuro, confiando en sus palabras. Y le propuse que en lugar de ir a la oficina de Creonte, se pasase por casa para celebrar mi afectuosa capitulación. Él se puso la mar de contento asegurándome que en un pispás o santiamén (palabras que yo no comprendía y que él había aprendido de la zorra de Creúsa) se presentaría. No llevé todavía a nuestros hijos al colegio, pensando hacerlo un poco más tarde. El día anterior había comprado una gran caja roja con bombones, a los que había inoculado, sin abrir los precintos, gracias a mi perversa técnica, ese potente veneno que se halla en las setas venenosas, el tóxico letal alfa-amanitina. Al llegar Jasón nos besamos en la mejilla y lo primero que le dije es que se acercase con los pequeños a la firma donde él ahora trabajaba y que ellos le regalasen a su novia Creúsa (como grácil regalo de boda) esa gran caja de bombones y que después regresasen de inmediato los tres a casa. Ya de vuelta, llevé a mis hijos al colegio, recogiéndolos a la hora de comer. Al día siguiente los periódicos difundieron la noticia de la extraña muerte de Creonte y Creúsa por la ingesta de unos bombones. El fabricante de esas golosinas se atuvo al cierre instantáneo de sus factorías y se abrió una urgente investigación para aclarar por qué esas piezas de fino chocolate contenían ese fuerte veneno propio de las setas.

Solos Jasón y yo, los churumbeles en la escuela, nos encerramos en el dormitorio para acoplarnos sexualmente. Lentamente iniciamos un juego, consistente en vestirnos y desvestirnos: “Sus ojos enfocan a los míos y como si filmara una peli porno con mi lencería me ilumina la piel de parte a parte, se transforma en mi amigo, mi amante, mi soldado, mi chica, mi novio, mi marido, mi ordenador, mi hermano, mi pareja, mi corderito añil.” Y “me enciende el corazón, me afina el cuerpo, me castiga, me nubla la conducta, me pone los tangas justos bíblicos, el liguero de terciopelo azul, la camiseta de encaje Mark & Spencer, las medias con tacones, una bomba en la mano y en el sexo.” Después “luego todo me lo va quitando lentamente, con mimos, con cariños del sur; me lava lo mítico y lo último, me da masajes de aceite con palabras firmadas en la oreja, me ausculta debidamente mamas y tobillos, él me llama su niña, yo mi rey, mi papi, mi papito, mi adorado, mi pececito eternamente soñoliento y dulce.” Jasón “se irá de mi vida para siempre, que mañana se casa por la iglesia” (ja, ja). Tras culminar un moroso orgasmo, salimos de la alcoba, entramos al salón, me visto y salgo a recoger a nuestros dos mellizos al colegio.

Ya los cuatro reunidos, nos dispusimos a comer el menú que preparé: muy adornado plato de espaguetis y cuatro tartitas redondas que había cocinado yo misma. El engullir la pasta fue divertido, con graciosísimas ocurrencias proferidas por todos nosotros, aspirando chistosamente los espaguetis, soltando carcajadas, riéndonos en ocasiones realmente a mandíbula batiente. ¡Y toca ahora comer el rico postre!, dije mientras colocaba una brillante tartita delante de cada uno. Jasón acabó su porción rápidamente. Yo, de momento, ni la toqué. Cuando los niños terminaron, le dije: He aquí mi venganza contra ti, cabrón; he echado cianuro en las tartitas de los nenes, no en la tuya ni en la mía. Me dije amargamente: Aunque sea por un instante, olvídate de tus hijos y después… llora, pues, aunque los mates, no por ello te son menos queridos. ¡Una desgraciada mujer es lo que soy! Primeramente cayó muerto, sobre la mesa, el niño, después la niña. Jasón abrió los ojos despavorido y prefirió no exclamar nada. Salió corriendo a la cocina y volvió al salón asiendo un gran cuchillo que se clavó en el pecho frente a mí. Se desplomó en el centro de la sala y empezó a desangrarse. Yo musité: ¡Ya está! Y con la cucharilla corté pedacitos de mi tarta que me fui echando a la boca. También mi porción contenía cianuro; la acabé, esperé un rato y vomité toda la comida junto al charco de sangre de Jasón. Soy capaz de retener el veneno en mis jugos gástricos con la facilidad de arrojarlo limpiamente por el tubo digestivo sólo instantes después sin herir, ni mucho ni poco, mi organismo.

Ya consumado el plan, llamé al 016 y al responder la operadora balbuceé palabras inconexas, gimoteé, exhibí sollozos en los que afloraban las voces veneno, niños, pasteles, Villaverde… Cuando llegó la policía, la ambulancia, el juez, fingí que había perdido el habla. Y el habla la he perdido realmente. Esa pérdida ha sido mi castigo. Un furgón mortuorio trasladó los cadáveres de los niños al Instituto Anatómico Forense, y otro furgón trasladó el de Jasón a ese mismo Instituto para realizar las autopsias. Yo por señas y por escrito relaté a una psicóloga (presente un policía) lo que había hecho mi expareja: envenenarnos a los tres, para luego él suicidarse. Y si yo estaba viva es porque había tenido la suerte, una en verdad terrible suerte, de vomitar con fuerza, desechando el veneno. Nadie, absolutamente nadie, ha sospechado la verdad. Y al cabo se ha pensado que en la autoría de la muerte simultánea de Creonte y Creúsa por ingesta de bombones envenenados también ha tenido que ver el depravado Jasón. Prensa, radio y televisión publicaron el suceso como enésimo acto de violencia de género, convocándose alguna que otra manifestación en favor de la pobre Medea, que perdió a sus hijos, referían las crónicas, a manos de un desaprensivo y que estuvo a punto ella también de perecer, no recuperando ya el habla a consecuencia de la tan vil contemplación asistiendo tan en vivo a una muerte tan injusta de los muy amados frutos de sus entrañas. Nuestro pisito de Villaverde ha sido para mí un carro de salvación, tirado por sombríos corceles de inutilizadas alas; una estática huida de la cadena perpetua (prisión permanente revisable) que en justicia hubiera merecido; desde el apartamento, del que nunca salgo (cobro, como víctima, una pequeña pensión; y encargo, porque no puedo hablar, la compra de comida a una vecina), desde este apartamento, digo, veo a los viandantes apresurarse en la calzada como si fueran vívidos nietos del sol. Yo soy atroz carámbano, maldito vástago de las más oscuras sombras.

Nota.- Los fragmentos entrecomillados pertenecen al poema “Oreja auscultando mamas” de Isla Correyero, y las frases en cursiva a la tragedia Medea, de Eurípides (traducción de Alfonso Martínez Díaz).

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