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AcordeónPoder migrante. La única verdad es la realidad: Melilla

Poder migrante. La única verdad es la realidad: Melilla

“Esa es la verdadera división en clases, la más te­rrible división en clases: los que nos preocupamos por qué vamos a hacer mañana, los que se preo­cupan por cómo van a comer mañana. Y eso es lo cruel del África: que te lo muestra demasiado. […] Lo cruel, tremendamente cruel del África es que te dice fuerte lo que sabés bajito: que el mundo es una mierda. Y que aceptarlo nos cuesta tan tan poco”.
Martín Caparrós, Una luna

 

—Todavía no te he hablado de lo peor.

—¿Lo peor?

—Sí, lo peor. Lo peor es el mar. Vienen con unas barcas de juguete, es un milagro que los encontremos, que lleguen a tierra en algún momento. Yo pienso mucho, muchas veces, cuántos habrán muerto allí sin que nadie lo sepa.

—Así que en realidad los salváis de la muerte.

—En el mar, sí. En el agua lo que prima no es la ley de extranjería, sino la ley del mar. Y un marinero sabe que tiene que salvar a cualquiera que se encuentre en peligro. Y ellos lo están. Cualquiera que conozca un poco el mar sabe que esas embarcaciones son un disparate. Las pateras son lo peor. Las mafias los engañan. Muchos vienen de zonas rurales, del interior de África y no tienen ni idea de cómo es el mar. Y las mafias les dicen que es todo seguro, que con eso llegarán a tierra. Y los ponen en grupos en los que siempre hay al me­nos una mujer o dos y, si puede ser, un bebé. Y luego, muchos de esos bebés simplemente desaparecen. A veces ni siquiera son sus verdaderas madres las que los traen. Me vuelvo loco de pensar qué pasará con ellos. Las mafias no terminan su labor cuando cruzan. Si pasan, los persiguen después y se cobran sus cuentas: en prostíbulos, en trata… Es horrible.

Guillermo Prada lleva veinticinco años de guardia civil. Desde hace doce trabaja en Melilla, aunque vive allí desde que cumplió seis. La considera su ciudad y me dice, además, que es preciosa siempre, pero sobre todo en verano.

—¿Hay problemas de racismo?

—Para nada, en absoluto. A ver, para mí Melilla es un ejem­plo perfecto de convivencia de distintas culturas en un terri­torio pequeñísimo. ¡No tenemos más de doce kilómetros cuadrados, todo está cerca aquí! Y hay católicos, musulma­nes, hebreos, de todo. Y son tan españoles como yo. Vivimos en paz.

Aunque la tendencia demográfica dice que el equilibrio tenderá a romperse más pronto que tarde, ya que la inmen­sa mayoría de los que allí residen son musulmanes españo­les de origen o ascendencia marroquí, favorecidos por la concesión en 1986 de la nacionalidad a los marroquíes allí residentes. Su presencia tenderá a incrementarse en el futu­ro, “puesto que este sector de la sociedad es el motor de cre­cimiento poblacional de estas autonomías, que cuentan con las mayores tasas de población joven, natalidad, nupcialidad y crecimiento vegetativo de toda España”.

Prada es también delegado de APROGC (Asociación Pro Guardia Civil) y me reitera que todo lo que me va a con­tar lo dice en su nombre. Porque no toda la Guardia Civil tiene el mismo pensamiento sobre la cuestión migratoria. Quiere que esto quede muy claro. Así será, le digo, pero a la vez descubro un resquemor mientras va hablando y entona su discurso hacia un lado o hacia el otro de los temas que va tocando. Si lo escuchas con toda la atención posible, pue­des oír que algo en el fondo de su relato no funciona: algo le duele de más.

Deduzco que se trata de hartazgo. Cuando avanza en su exposición, entiendo casi todas sus razones. Le digo a ver si están cansados de que los usen y me responde que se alegra mucho de que le haga esa pregunta, porque sí, antes eran más ingenuos, pero ahora ya no. Que cuando un político viene a hablar con ellos, van, claro, pero que no les gusta perder el tiempo. Les explican lo que ven, lo que viven, la experiencia que tienen cumpliendo la ley con las herra­mientas que les da el marco legal. Los llamó Pablo Casado, del PP, y también, en otras ocasiones, ha ido a hablar con ellos gente del PSOE y de Ciudadanos. De VOX y de Podemos me dice que no, que nunca los han llamado y que ellos, motu proprio, no van. Pero que no sirve de mucho: que cuando es­tán en el poder no se les tiene en cuenta, sólo cuando están en la oposición. Y los medios de comunicación les causan también bastantes conflictos. Asegura que llegan allí con la historia que quieren contar y encajan las piezas como más les conviene para que el paquetito enlace y salga lindo en cámara: no escuchan, no quieren comprender lo que pasa realmente.

—¿Cómo es un día normal en la valla?

—Aburrido.

—¿No llegan inmigrantes cada día?

—En absoluto. Eso no es así.

Prada me explica que las llegadas masivas saltando la va­lla, en bloque, se dan sólo de vez en cuando. Así que el resto del tiempo se vigila, claro, pero no hay mucho más que hacer al respecto. Por eso es aburrido, metódico, tedioso: habitual. Pero cuando vienen, vienen con todo. Nada hay más podero­so que la desesperación. Son atletas. Pasan no una, sino tres vallas, porque son tres, y un foso. Las saltan ágiles como gace­las y contundentes como leones. Son portentosos.

—Nosotros no seríamos capaces de saltar así: te aseguro que ellos tienen una forma física espectacular.

—¿Os agreden?

—Lo indispensable. Y nosotros también. La lucha no es contra nosotros, y eso lo tenemos muy claro y ellos tam­bién. Ellos quieren pasar, nosotros sólo somos un estorbo más. Algunos han caminado durante años, atravesando países en guerra, para llegar hasta ese punto. Además de su estado físico, tienen un objetivo tremendo: vienen desesperados.

Me pregunto quién para eso, y cómo. Prada me dice que usan la fuerza en la medida en que la ley lo permite. Y que, salvando las distancias, lo que les queda es jugar una especie de partido de rugby en el que quien más fuerza tiene avan­za. Se trata un poco de hacer placajes. Y usar la “defensa”, como mucho.

—¿Qué es eso? –le pregunto.

Me explica que lo que ellos llaman así es lo que yo toda la vida llamé «porra».

—¿Y fuego?

—Alguna vez se ha dado un caso excepcional. Por ejem­plo, si un compañero ve que otro está totalmente cercado por un grupo de cincuenta subsaharianos enormes y hay pe­ligro, sí. Entonces, a veces, se ha usado.

—Cómo te sientes después, cuando te vas a tu casa… –le pregunto despacio.

Hay un suspiro y un momento de silencio fugaz. Luego responde:

—No es agradable. Sabes que vienen a buscarse un futu­ro mejor, aunque sea un sueño, y te lloran y te piden deses­perados que los dejes pasar. Y no puedes hacerlo.

—Como en un desahucio –le digo.

—Sí, muy parecido –continúa—. Tú tienes que ir ahí y cumplir con tu deber, con la orden que te han encomenda­do. Pero, ¿tú sabes lo que es echar a una abuelita de su casa, que a lo mejor vive con su hija y sus cuatro nietos, y dejarlos en la calle y saber, además, que esa casa se la va a quedar un banco para revenderla otra vez?

La voz de Prada es serena, a pesar de todo el drama al que suele enfrentarse con asiduidad. Tiene que tener calma en situaciones de tensión extrema. Su misión es que la ley se cumpla, aunque no esté de acuerdo con ella. Proteger a las personas es parte de su objetivo vital. A todas. Por eso cuando le pregunto qué solución daría él a la situación de la inmigración ilegal es contundente: acuerdo de readmisión. Qué es eso, le digo, y me explica que es algo por lo que lle­van peleando desde 2005 y que sólo se aplica en contadas ocasiones. La última vez, con el ministro Fernando Grande-Marlaska, después de un ataque violento por parte de los inmigrantes que agredieron a los guardias civiles con cal viva, heces y va­rios artilugios contundentes. Fue en agosto de 2018 y la cooperación entre Marruecos y España entonces sí funcionó de manera fulminante. Pero eso no es lo común. Lo habitual es devolverlos a las malas.

El artículo al que se refiere Prada se publicó en el BOE en el año 1992, con carácter de acuerdo de aplicación provisional entre el Reino de España y el Reino de Marruecos y fue firma­do por el entonces ministro del Interior del gobierno socialista de Felipe González, José Luis Corcuera Cuesta, y su homólogo marroquí, Driss Basri. Pero no entró en vigor hasta 2012. En total, se ha utilizado 113 veces, y consta de un procedi­miento individualizado que ha de cumplir con todas las garan­tías legales, como, por ejemplo, una asistencia letrada y un in­térprete, atención médica de ser necesaria y, sobre todo, una identificación adecuada de potenciales solicitantes de asilo que pueden ir desde el caso de los MENA (menores no acompañados) o colectivos LGTBI u otras minorías como los albinos, que son tan denostados en algunos países de África que su vida puede correr peligro.

—Con devolver a las malas me refiero a que no hay lugar para discriminar quién ha entrado ilegal y punto, y quién, a pesar de haber entrado de forma ilegal, necesita asilo por la razón que sea.

Esta es la solución según Prada. Pero apenas se aplica. Lo que tenemos como opción es el “rechazo en frontera”. Le pregunto si esto es otra forma de llamar a las “devoluciones en caliente” y responde que sí. Y que es algo que siempre se ha hecho, pero que sólo el PP puso en la legislación para protegerlos tras las imputaciones que hicieron contra dieci­séis guardias civiles por el caso Tarajal. En aquella ocasión, los agentes utilizaron medios antidisturbios, en este caso pelotas de goma, contra varios inmigrantes que resultaron ahogados en el mar. La causalidad entre los disparos y sus muertes no está clara. En aquel momento se realizaron 23 de­voluciones en caliente cuando aún no estaban “legalizadas”:

“[…] en octubre de 2015, la entonces titular del juzgado nú­mero 6 de Ceuta, María Ángeles Serván, falló que no existía ‘ningún indicio que permitiera concluir ‘que los agentes imputados hicieron un uso inadecuado del material’. La juez consideró que los fallecidos ‘asumieron el riesgo’ y que las cir­cunstancias ‘legitimaron el uso de material antidisturbios por los agentes de la Guardia Civil, quienes estaban obligados a emplearlo en el ejercicio de su función de protección de la frontera española’. No obstante, en enero de 2017, la Audien­cia Provincial de Cádiz ordenó reabrir el caso al considerar que no se investigaron debidamente las muertes. Las 23 devo­luciones en caliente fueron dadas por buenas porque, mien­tras tanto, se legalizaron en la Ley de Seguridad Ciudadana, pasando a llamarse ‘rechazos en frontera’”.

Prada no quiere “poner en frontera” a quienes arriesgan su vida para alcanzar Europa.

Escuchándole queda claro que lo que él desea es que se les den todas las garantías que mere­cen como personas, de acuerdo con los derechos humanos. Y está seguro de que ése es un mensaje muy claro para las mafias: verán que ni Melilla ni Ceuta son pasos posibles y se terminará el tema aquí. Pero sabe que esto no siempre se cumple. De hecho, casi nunca. Por qué, le digo. No lo sabe.

Pienso que esas garantías para un número cada vez ma­yor de entradas puede suponer un coste demasiado alto que el Estado no quiere asumir. Pero, al mismo tiempo, me pre­gunto hacia dónde se dirige entonces el dinero que España recibe para actuar de tapón como frontera sur de la Unión Europea que es. Una opción es mover ese cinturón hacia Marruecos, a cambio de algo, claro.

Para entrar en Melilla desde África es necesario atravesar, de alguna manera, la valla levantada en 1998. Inicialmente fue una sola, después fueron dos vallas paralelas de tres metros de altura que, en 2005, se elevaron hasta los seis metros (el Consejo de Ministros aprobó un suplemento de 28,1 millones de euros en los presupuestos de Interior destinando a Melilla 6.150.000 euros para elevar la altura de la valla, y otros 6 millo­nes de euros para la instalación de la sirga). En 2007 se añadió una sirga tridimensional de tres metros de altura entre ambas, y se retiraron las concertinas. Sin embargo, en 2013 el Minis­terio del Interior volvió a colocar cuchillas en los alambres de la parte alta de la verja a lo largo de un tercio de su recorrido y añadió una malla “antitrepa»”. Se calcula que hasta comienzos de 2014 se invirtieron al menos 33 millones de euros procu­rando convertirla en una frontera infranqueable.

Le pregunto a Prada si cree que el nuevo sistema de cilindros que se quiere instalar en lugar de las concertinas funcionará.

—No lo sé, hay que probarlo, pero las personas que tra­tan de saltar siempre encuentran la forma de solventar to­dos los inconvenientes que les pongamos. Por ejemplo, para subir el alambrado llevan garfios de hierro en las manos, y un sistema de púas en los zapatos, para ir enganchándose a la mimbre de metal, mucho más fina que antes. Pero es que antes, cuando era más grande en sus agujeros, se ajustaban a ella yendo descalzos. Así que, seguramente, cuando se ins­talen los cilindros, idearán otro modelo de avance para lo­grar su objetivo. Pero las concertinas, claro, no tienen unas consecuencias muy elogiosas: a quién le va a gustar –me dice– volver a casa lleno de sangre porque se han cortado al saltar. A nadie, te lo aseguro. Pero las concertinas se han quitado y puesto varias veces. La solución para evitar el salto masivo no es clara.

Prada insiste en que lo mejor es el “acuerdo de readmi­sión”, que sólo eso parará la ruta por Ceuta y Melilla. Aun­que buscarán otras, claro. Dudo si hacer esta pregunta, pero la hago:

—¿Por qué pararlos?

—Porque, si no, tú no podrías escribir libros, ni el bom­bero apagar fuegos, ni el profesor dar clase.

Sonrío para mí misma y fugazmente deseo que esa res­puesta llana siga sirviendo, que Prada pueda defender algo tan sencillo en lo que pueda sostener un futuro posible para todos. Porque no es el monstruo que a veces se quiere hacer de personas como él, sino todo lo contrario. Él cree en el sistema democrático tanto que es capaz de llorar en silencio en su casa antes de incumplir su ley. No sólo trabaja en Me­lilla, tanto en la frontera terrestre como en la vigilancia de las aguas fronterizas, sino que también ha colaborado con Frontex en Lampedusa. Me cuenta que allí, en la isla, cono­ció a un eritreo. No se quería registrar de ninguna manera: que no se identifiquen se evita a toda costa para eliminar peligros futuros. Hablaba perfectamente inglés, así que es­tuvieron charlando un buen rato para ver si le podía hacer entrar en razón. No hubo forma. Pero aún así logró inser­tarle la duda sobre las razones por las que había dejado todo para intentar entrar a Europa.

“¿De dónde eres?”, le preguntó Prada sacando su telé­fono móvil con una aplicación de Google Maps. Y el eritreo rastreó hasta que encontró su aldea mínima. Pusieron al mu­ñequito para poder “caminar” digitalmente por su lugar de origen. Observaron. Allí no había nada, apenas edificaciones. “¿Cuánto necesitas para vivir aquí, cuánto gastas al día?”. El eritreo se puso a pensar, contó con los dedos y finalmente le dijo: “One dollar”. Y Prada le explicó lo que él gastaba nor­malmente, lo que tenía que pagar para vivir en Europa: co­che, colegio, luz, agua, gas, hipoteca… Y los ojos del eritreo se agrandaban a medida que la lista se hacía cada vez más grande y las cifras bailaban en su sueño futuro. Al final, echó las manos hacia atrás y se marchó.

—Piensan que llegarán aquí y tendrán coche, casa, una mujer rubia y todas esas cosas. ¡Que ya son muy difíciles de conseguir incluso para los autóctonos!

—Dímelo a mí. Yo también he tenido que emigrar.

—Vaya.

La diferencia está, convenimos, en que algunos nos va­mos para mejorar. Y otros sólo para lograr una vida posible, una vida sin más. No sabemos de qué pasado huía el eritreo de la aldea mínima. Lo que sí comprendimos es que se dio de frente con una duda oceánica en medio de Lampedu­sa. Para qué irse, de qué, hacia dónde. Qué hay realmente en el paraíso ficcional que las mafias recrean en la miseria de las tripas de África.

Recuerdo que, cuando inicié la conversación con Prada, utilizamos la expresión “salvar vidas” y también generalizamos sobre la idea del sueño europeo. Así que, cuando hablé con el entonces arzobispo de Tánger, Santiago Agrelo, días después, me di cuenta de que él puntualizó dos cosas. La primera es que no creía que los emigrantes con los que lleva tantos años trabajando en Marruecos sean ingenuos, que muchos sa­ben que no les espera el paraíso, sino muchos problemas, pero que, en todo caso, serán “problemas con esperanza”, porque el sitio de donde vienen “no es sólo un lugar inhóspi­to para su presente: sino también para su futuro”. La segunda es que le parecía necesario precisar el lenguaje con el que nos referimos a según qué acciones:

—Me niego a considerar que los medios costeros de Ma­rruecos o de España “salvan vidas” en el mar que nos divide: habrá que buscar otro nombre para quienes obligan a un pobre a echarse al vacío y luego corren a poner una lona para que no se estrelle en el suelo. Es un juego macabro.

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Este texto es un capítulo del libro Poder migrante: Por qué necesitas aliarte con lo que temes, que acaba de publicar la editorial Ariel.

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