Que no viniese Cristina al congreso me había entristecido bastante y las noticias de Madrid recibidas una vez en Edimburgo habían multiplicado esa tristeza: es preocupante cuando la política de los mediocres tuerce las decisiones científicas, cuanto más sin que se arguya razón alguna. Además, ese día mi hermano Juan del Río-Hortega había reservado una agotadora excursión de un día, ida y vuelta, a las Highlands… y yo debía estar hasta media mañana en el congreso.
St. Andrews siempre había sido una espinita que me había dejado clavada las veces que había visitado Escocia antes: las Highlands tiran siempre mucho… Así que decidí darme un capricho y evadirme unas horas para poder pensar tranquilo. Tradicionalmente, cuando he estado preocupado me ha venido bien conducir, aunque hacerlo por la izquierda… Pero en la oficina de alquiler de coches tuve un pequeño golpe de suerte: ¡por fin iba a poder alquilar un Mini Cooper, volver a conducir uno después de… catorce años…! Desde aquel recorrido por un parque de la Dordoña al volante del Mini de Luis Sala, recién estrenado, el zumbido apenas audible de su motor, la seguridad de los neumáticos nuevos, esa caja de cambios casi virgen que parecía aspirar el final de cada movimiento de la palanca de cambios, como quitándotelo de la mano para que el motor tomase nuevo brío… 2003 fue el año de la famosa ola de calor en Francia.
No tardé en disfrutar de nuevo del Mini, recreación moderna y refinada de aquel modelo revolucionario que encandiló a tantos conductores en el mundo entero a finales de la década de 1960: uno así era el que tenía mi padre cuando yo recuerdo, color hueso y con el techo avellana, el único coche que disfrutó mi padre además del Citroën 2CV legendario al que llamábamos La Carroza, ese milagro color verde pálido y mate con el que recorría incansable las escasas carreteras asfaltadas de Ibiza, los abundantes caminos de ripio o las sendas trastabillantes y trufadas de piedra de marés por los que nos llevaba a descubrir cada cala, cada rincón… Entonces había pocos turistas y apenas algunos se atrevían a internarse por esos caminos que se estrechaban y se estrechaban encajonados entre las sabinas retorcidas, polvorientas y resecas.
Hacia el norte aparecían nubes grises, casi negras, y el mediodía parecía que iba a torcerse. Pero el cielo pareció despejarse cuando, antes de lo que pensé, llegué a St. Andrews. Allí sí había turistas, casi tantos como en la Royal Mile, quizá más. Muchos autobuses descargaban en las afueras de la ciudad, cerca ya de los campos de golf más famosos del mundo. Casi todos los turistas se apiñaban alrededor de quien debía ser su guía y que, como si de un talismán se tratase, levantaba un enorme paraguas de empuñadura recta, cada uno de un color diferente, cual hueste medieval siguiendo a su estandarte. Pregunté y me pareció entender (el acento escocés es muy difícil…) que encontraría menos afluencia para visitar los campos de golf cuando fuese la hora del almuerzo. Así que caminé por las breves calles de la ciudad antigua, atravesando algunos colleges y edificios de la Universidad, que cuenta con una de las más antiguas y afamadas Facultades de Medicina del Reino Unido. Pero fui a dar con unas ruinas que había atisbado al entrar en la ciudad, desde la carretera: las ruinas de la Iglesia de St. Mary-on-the-Rocks, colgada sobre un pequeño pero pronunciado acantilado y abajo el mar, con su inagotable mensaje de olas que van y vienen, cada una diferente y tantas aparentemente iguales.
Un campanario milagrosamente en pie, sostenido por dos escaleras laterales recortadas sobre el cielo gris, daba entrada a lo que fuera la nave principal de la iglesia, sin otros muros que los del fondo, con sendas torres vigilantes a ambos lados, parecía un dibujo de Victor Hugo, o quizá un diseño para una película. Aquellas piedras de color claro y cubiertas de líquenes escondían tanta historia como poesía. Y en silencio… Y el mar… Aspiré profundamente varias veces para refrescar hasta el alma, con ese aire fresco, húmedo y ligeramente salado. Anduve entre las ruinas, aquí y allá, asomándome al Mar del Norte siempre que podía e intentando encontrar los diferentes caminos que a él llevaban. Con muros no hubiese sido tan sencillo. Un joven gaitero se había encaramado en un pretil que colgaba casi sobre el recoleto puerto de St. Andrews (un somero canal artificial abrigado por un murete de césped de unos veinte metros de anchura, antes de dar con una playa muy profunda y no muy larga, con atraques para apenas unas decenas de pequeños barcos de recreo) y tocaba con su instrumento una melodía detrás de otra: unas me eran conocidas, de otras sólo podía decir que eran inequívocamente escocesas. Ataviado con su kilt de cuadros rojos, blancos y verdinos, su plaid con tartan a juego, pero sin boina, lucía una elegante chaqueta gris oscuro, con ese corte imposible, casi como de ceremonia que tienen las chaquetas escocesas, e inflaba y desinflaba sus mofletes con gracia, mientras estos iban coloreándose y, de vez en cuando, hacía una extraña mueca, asomando unos dientes bastante grandes. O así me lo parecieron… Al lado izquierdo de lo que había sido la nave central había unas filas de tumbas delicadamente desordenadas en busca del mar sobre la pradera de césped, todas las lápidas verticales de piedra similares, pero cada una ligeramente diferente, con sus breves inscripciones de nombres y fechas, de estrellas y cruces labradas en el granito tosco y erosionado, inscripciones colonizadas por los líquenes amarillos, verdosos y negros que, secos o todavía vivos, parecían decirnos algo de aquellas gentes que pasaron a quienes visitábamos su camposanto aquel día. Al fondo, tras lo que fue otro muro, el flanqueado por las sendas torres alrededor de las que una bandada de pájaros de plumaje oscuro daba vueltas, vueltas y más vueltas sin parar, había más tumbas. A la derecha, lo que fuera el claustro de la iglesia, un cuadrado de grandes dimensiones, apenas delimitado por dos de sus cuatro muros, uno de ellos, el mejor conservado de la nave central, semiderruido, con once arcos espigados, milagrosamente conservados todos ellos. Aquel lugar era paz. Yo la buscaba; me entretuve bastante tiempo entre todas aquellas piedras que, como guedejas que habían colocado cuidadosamente la Historia y las brisas, componiendo un lugar inolvidable. De cerca, los sillares y las piedras parecían ser, cada uno, una especie de fotograma del mar vecino, inmortalizando ondulaciones, almacenando la erosión de brisas, salitre e historias del Mar del Norte.
Tenía que comer algo, aunque ya era tarde para los locales, así que me encaminé hacia el campo de golf viejo, dejando a mi izquierda los edificios de la Universidad y a mi derecha, ocultándome el mar aquí y allá, las ruinas del viejo castillo, un museíto y la iglesia católica de la ciudad, más rumbosa y acogedora que los austeros templos reformados, y di con un recoleto hotelito, victoriano hasta el exceso, el Hotel du Vin. Me acomodé en una de las mesitas, y apoyé la espalda sobre el capitoné de cuero marrón bien cuidado que forraba las paredes del pequeño comedor, que contaba con un ventanal panorámico al fondo, a mi derecha, para disfrutar de los greens y de las olas que se arremolinaban a todo lo largo de aquella playa inmensa.
Aunque el hotelito invitaba a reposar más tiempo, lo tarde de la hora convirtió mi comida en apenas un frugal tentempié, con una copa de tinto, eso sí: aunque no resultó ser muy bueno, parecía obligado en el lugar, pues sólo había copas con vino blanco (sobre todo) o rojo; mía era la única botella de agua sobre una mesa. El mar siempre da sed.
Aunque me desanimaba ver nuevas hordas de turistas en pos de los ventosos campos del Royal & Ancient Golf Club of St. Andrews, el lugar merecía un paseo incluso para un ignorante de este deporte, como yo. Y aunque anduve por aquí y por allá, recordando a mis amigos golfistas (no tengo tantos, quizá sólo y de verdad Betty y sus hijos, Ana y mi ahijado Ignacio), creo que llegué a envidiar a aquellos que, por su condición, podían entrar en el club y solicitar su tarjeta para hacer unos hoyos. Caddies de todas las edades con distintivos de colores acompañaban a quienes tenían derecho a jugar. La brisa de Levante había aventado por completo las nubes; el sol comenzaba a entibiar el día. De hecho, cada vez había más gente en la playa, unos tomando el sol (bueno, tomando más bien brisa…), otros haciendo deporte, muchos paseando en chanclas o en botas de agua, pues un día tan escocés como aquel había acabado por mezclar a todos después de comer, con niños, con perros, con cometas… Los perros y algunos niños de siete u ocho años eran los que más se divertían, sin parar un instante, y algunos se adentraban en el agua hasta cubrirles por encima de las rodillas, incluso se revolcaban en las olas. Los pájaros que antes revoloteaban alrededor del campanario en ruinas ahora se posaban cada uno en una estaca de la empalizada que separaba la playa de los campos de golf: tomaban el sol; al verlos de cerca supe que eran estorninos pardos. Aquel playón septentrional, escenario de algunas películas inolvidables para todos, mostraba el encanto de una ciudad de provincias británica una tarde de viernes de julio. Un lugar ideal para pensar y disfrutar discretamente.
No sé cuánto tiempo pasó, pero tocaba regresar. El camino hasta el coche fue breve, aunque volví sobre mis talones varias veces para tomar algunas fotos y, sobre todo, para grabar con mis cinco sentidos aquella experiencia. Quería disfrutar contándola algún día, como hoy, quién sabe a quién, aparte de a la parroquia de acérrimos y habituales que me sufren.
* * *
Como soy de secano, me gusta el mar y siempre que tengo oportunidad me llama a sentirlo cerca. Así que lo normal es que hubiese decidido retornar a Edimburgo por la costa, deshaciendo el camino que había hecho al mediodía, quizá incluso parar en el puertecito de Anstruther, o en St. Monas, y tomar algo, pero, no sé por qué, decidí regresar por el interior y fui a detenerme en Falkland. Había oído hablar mucho de las islas Falkland (o Malvinas) y, de una forma mucho menos concreta, de mis lecturas escocesas, tan frecuentes antaño en épocas en las que, más que nunca, necesitaba soñar para seguir adelante.
Aparqué cerca de una plaza presidida por un pináculo de piedra con cuatro leones de color rosado sentados sobre sus patas traseras y con el escudo de armas local en la mano (uno en cada esquina), junto al castillo. Visité éste como una obligación impuesta, más interesante por fuera que por dentro, como muchos lugares del Reino Unido. Al aparcar, me había llamado la atención una de las casas de la plaza, de piedra grisácea, como todas en el pintoresco pueblo, con un pequeño torreón de panza sobresaliente a la altura de la cabeza de un viandante sobre una tienda, y apenas una ventana en primer piso y otra, más pequeña, en el segundo piso abuhardillado. Entre ambas ventanas había un escudo de piedra, una especie de madeja o de dos letras en espejo. Me acerqué directo, vi que la casita con el torreoncito era una tienda… ¡de violines…! Así rezaba un cartel en el escaparate-mirador: “Violins (bought & sold)”, con la silueta de un gran violín y un fragmento de partitura, todo en negro sobre blanco, y un rosetón junto a la puerta en el se podría leer “Gifts”. La gran puerta de madera pintada de negro con discretos adornos en blanco estaba cerrada, con un pequeño cartel escrito a mano que anunciaba: “back in a minute”. Anduve por otras calles, dando una vuelta por el pequeño pueblo, hasta la estatua en bronce en memoria de Onesiphorus Tyndall-Bruce, decimonónico señor de Falkland, y, al volver, la tienda ya estaba abierta, así que decidí fisgar un poco.
Es verdad que dentro había varios violines y algunos otros instrumentos, aquí y allá, pero lo que predominaba en el atrayente caos eran los objetos antiguos de todo tipo: muñecas desvencijadas, veleros de madera, postales en blanco y negro, algún juguete de latón, soldaditos de plomo en su eterno desfilar, algún salacot colonial, cuadros con escenas de caza y paisajes, diversas aves de taxidermia… Brujuleé un rato, buscando y sin buscar, y mi inmisericorde bibliomanía arrastró mis pies hasta una esquina donde había varios libros: ¡ah, libros, qué vicio…! Se trataba de un par de decenas de ediciones baratas ya leídas, pero también había unos pequeños folletitos recién impresos, con una portada en color, que ponía: Police stories, también en venta. Tomé uno de los folletitos y lo hojeé: “By Bob Beveridge, 5£”. No sé por qué, pero me recordó a un librito de la editorial Longman que utilizaba en mis clases de inglés, el siglo pasado, Inspector Thackeray calls, y que me gustaban mucho. Decidí llevarme uno. Esperé un rato para pagar y por fin apareció un junco de hombre con gran pelambrera blanca, gafas y rostro con muchas millas náuticas. Resultó ser el dueño. Se movía bastante ágil en aquel universo de cachivaches (y violines…) y se disculpó por la tardanza:
—Creí que se demoraría más en la visita al castillo.
Un tanto sorprendido, mientras contaba las monedas no sé si le comenté algo sobre el librito de Longman o qué, pero de pronto nos vimos hablando de historias policiacas. Comenté que me gustaban mucho, de siempre, y que quizá influyese también que un tío mío fuese el pionero de la novela policiaca en España.
—Oh, yes…? Who was him?
Le contesté que seguramente no lo conocería, que era Francisco García Pavón y que había parido un detective en forma de policía local en la España de Don Quijote.
—Wait a minute, sir, please… –me dijo apartando una cortina que daba paso a lo que entiendo que era una trastienda.
Sonaron unos pasos en el piso de arriba y su descenso rápido por las escaleras. Al aparecer al otro lado de la cortina, estaba sonriente y con un libro en las manos:
—Is this, maybe?
Y allí estaba una edición inglesa de Las hermanas coloradas, quizá la más conocida de las novelas protagonizadas por Plinio, con la que mi tío Paco ganó el Premio Nadal 1969. The crimson twins era una edición en tapa rústica, con una cubierta de color negro y dos cabezas en relieve mirándose, las dos hermanas en color anaranjado-rojizo e iluminadas desde abajo. Lamentablemente no pude tomar una fotografía (la cámara y el teléfono móvil se habían quedado sin batería). Él siguió:
—Lo leí hace tiempo. Me gustó una historia tan sencilla, sin aspavientos, en un escenario tan ajeno al que yo me movía… y un policía tan diferente a los que yo estaba acostumbrado…
Hizo una pausa y tomó un cuadernillo como el que yo acababa de adquirir y dijo:
—Estas historias las he escrito yo. Fui inspector de Policía en Glasgow durante quince años. Tardé en leer historias policiacas, cuando me instalé aquí, pero… ya ve…
Bob Beveridge era muy delgado, de unos setenta años (quizá más…), piel rosada alrededor de una sonrisa amplia pero distinguida, franca y frecuente, ojos claros. Me fue difícil explicarle en inglés que su llamativa pelambrera me recordaba a la sedosa de mi inolvidable tío Luis Torres, paisano de Plinio, de quien alguien escribió un día que “tenía pelo de galán maduro”.
Al poco rato estábamos cerrando la tienda (en julio anochece muy, muy tarde en Escocia, que está muy al Norte…) y encaminándonos a la Lomond Tavern, un pequeño y simpático pub sito en una casita de dos plantas, centenarias hechuras acicaladas de blanco y con los marcos de ventanas y la puerta pintadas de negro brillante y algo misterioso:
—The Covenanter es mucho más elegante, pero aquí podremos tomar unas pintas y charlar tranquilamente –me dijo Bob.
Presidía la barra del pub un gran retablo de madera de nogal colgado en lo alto con una especie de poema grabado a fuego: “Address to haggis”, por lo que pude colegir en la traducción inglesa (también grabada, a la derecha del largo madero), una descripción de esa curiosa especie de morcillas escocesas en las que se mezclan todas las vísceras, no sólo la sangre, escrita por un tal Rabbie Burns en el siglo XVIII. Bob bebía Tennent´s desde sus tiempos de Glasgow pero, ante mi insistencia en probar algo más exótico por local y tras consultar con el dueño de la taberna, ordenó que me sirviesen una Seggie Porter, producida en St. Andrews. Ahora mismo no sabría decir cuántas Seggies tomé charlando con él: perdí la cuenta.
Bob Beverage me preguntó por otras historias de Plinio y tomó nota con un lápiz en una libretita resobada que sacó del bolsillo de su pantalón. Obviamente, los apuntó en español, y aunque tuve que deletreárselos y corregir lo escrito entre risas, se empeñó en escribir todos esos nombres él mismo:
—Como en los tiempos heroicos, cuando elegí investigar crímenes…
Mi máxima recomendación fue El último sábado, por lo que la subrayó, y cuando le dije que El hospital de los dormidos nos la dedicó a mi padre, a mi madre y a mí por prestarle la finquita que teníamos en tierras de Herencia, La Casa del Duende, como escenario para parte de la novela, Beverage también la subrayó y brindamos por el nombre de la finca, del que quedó maravillado.
El antiguo detective me contó su vida entre tragos y risas: creía que su amor por los violines y los cellos se había abierto camino en su subconsciente desde el primer momento en que sus padres descubrieron una habitación entera de estos instrumentos en The Poplars, la gran casa que heredaron en Kingskettle, no lejos de Falkland, camino de St. Andrews. Aunque él era apenas un adolescente entonces y nunca le había llamado la atención un instrumento musical como tal, pidió conservarlos y sus padres dieron su nihil obstat. Bob me contó que aquello era más un capricho de la edad, por lo exótico e inesperado del hallazgo, pero también por la exquisita delicadeza de aquellos objetos y, de alguna forma, por constituir una colección formidable en una edad en la que, quien más, quien menos, sueña con coleccionar una y mil cosas diferentes… Sin embargo, sólo fue plenamente consciente de su amor por los violines ya siendo policía. No supo decirme exactamente cuándo, pero poco a poco se fue abriendo paso en su mente la idea de retirarse de Scotland Yard y volver a sus orígenes… para dedicarse a restaurar, comprar y vender violines… Aquello mereció, per se, la tercera o cuarta ronda de cerveza: parecíamos amigos desde antaño, a pesar de la diferencia de edad y de idioma. Aquel encuentro había terminado con mis lóbregos pensamientos…
En un momento dado le conté que, desde que conservo memoria, soñé con conocer Escocia y que vine la primera vez en el verano de 1989: aquellas semanas en Edimburgo y los Highlands me impactaron de tal forma que cuando empecé de verdad a experimentar problemas, ya operado mi padre de su cáncer de laringe, busqué en Escocia y lo escocés un refugio, una evasión, el sueño… Al inevitable Walter Scott (a quien tan bien creía conocer desde que leía de niño aquella fantástica colección de cómics titulada Joyas Literarias Juveniles), al intermitentemente perenne Sherlock Holmes y a mi ya entonces creciente pasión por el torneo de las Cinco Naciones de rugby (ni que decir tiene que soy acérrimo seguidor del quince del cardo…), se fueron añadiendo las aventuras de Richard Hannay que arrancan con el inmejorable Los treinta y nueve escalones, por supuesto algunas historia de Stevenson… De alguna forma, aquel verano escocés me cambió mucho la vida…
—‘Off in aboat’, too…? This is just unbeliable…! –exclamó asombrado cuando le dije que había leído, también, la novela del nacionalista escocés Neil Gunn sobre sus andanzas en el pequeño velero por las Hébridas Interiores.
—Te tengo que confesar, Bob, que… mi primera dirección de correo electrónico, entre 1992 y 1996, mientras hice mi tesis doctoral en el Instituto de Neurociencias, en la costa mediterránea, fue McCastro@ua.es…
Beverage se desternilló de risa con mi confesión y aún más cuando comprendió que el “de” español en un apellido se correspondía, perfectamente, con el “Mc” o “Mac” escocés.
—Deberías cambiarte tu nombre de pila para encarnar, de veras, al más bravo de los separatistas escoceses: Ferdinand McCastro, no… quizá Neil McCastro…
—¡No, no, no…! Me siento demasiado europeo como para alentar ningún tipo de separatismo, querido amigo –contesté de inmediato. Hay cosas sobre las que no me gusta bromear ni lo más mínimo y la sutilidad del idioma (más bien la falta de esa sutilidad cuando no dominas una lengua extranjera como la materna) no me permitía ningún margen de ambigüedad para con mi propia tranquilidad de espíritu.
Bob me contó algunos de los casos en los que trabajó en Edimburgo, en Glasgow… o su paso por el Royal Protection Squad que aumentó su dotación en 1974 a raíz del intento de secuestro de la Princesa Ana de Inglaterra, con sangriento tiroteo incluido, que perpetró un esquizofrénico armado:
—El año pasado, uno de los miembros del RPS murió en los atentados de Westminster… Era ‘Detective Constable’, como era yo cuando me destinaron al Scottish Crime Squad.
Le pregunté si había participado en la investigación del asalto al tren de Glasgow, pero me dijo que no, que aquello fue en el verano de 1963 y él apenas tenía veintiún años, entonces.
—Además, aquello ocurrió en Buckinghamshire, en el lejano sur, casi Londres: ¡no hubiera sido mi jurisdicción…! –rió. Bob respondía de alguna forma al cliché del humor británico que todos tenemos, con esa forma de contar las cosas que las series de la BBC y el de aquellas islas nos han transmitido, pero con el sabor que recordaba yo en Escocia, con esa forma en la que un tendero local ya experimentado de años te describe el whisky que dudas en comprar: sin duda, el acento ayuda a encontrar similitudes, pero estoy convencido de que la niebla y el agua de turba han obrado maravillas al respecto durante siglos, quizá milenios de largas noches junto al fuego en el que crepitaban humedad y miedos.
—Sin duda, el caso más conocido que llevé fue el del pobre niño desconocido de Tayport…
No conocía ese caso, la historia triste del cadáver de un niño de dos o tres años que llegó arrastrado por las corrientes marinas a la boca del estuario del Tay, justo al sur de Dundee:
—Lo encontró un cartero que paseaba con su hijo, un poco mayor por la playa… Era primavera, después de comer… La BBC hizo un documental hace unos años porque fue un caso muy conocido, la gente se conmovió: como nadie reclamó al pobre niño, los gastos del entierro se cubrieron por suscripción popular. Llegó dinero desde todos los rincones de Escocia. Está enterrado en el pequeño cementerio de Tayport, muy cerca de donde fue encontrado… Nadie. Nunca, reclamó al desdichado niño. La autopsia dictaminó que murió de muerte natural, quizá de una neumonía. Todavía me duele no haber dado con el culpable… Los niños… Cuando mueren niños siempre resulta todo aún más dramático… Sigo sospechando de quienes quizá fueran sus padres, unos pobres diablos, que fueron vistos discutiendo, drogados, o borrachos, en los alrededores de Glenrothes un tiempo antes de que el cartero Robertson avistase el cadáver entre las rocas…
Recordé la terrible escena a la del niño kurdo-sirio Aylan que, como si sólo estuviese dormidito, nos heló la sangre a todos desde aquella playa turca en 2015. Aylan al menos tenía nombre para todos, no como el ahogado en la costa de Fife. Beverage se había interrumpido en su relato y miraba fijamente al tendido, muy serio; lentamente se giró hacia mí: parecía el detective Beverage en un interrogatorio.
—Se desvanecieron: nunca más se supo de ellos… ¿Sabes?, creo que fue por aquel entonces cuando leí la novela de tu tío y, de alguna forma, al llegar a casa soñaba con esa lejana tierra seca y soleada, donde el ejercicio de mi profesión de policía era más amable…
Los dos sonreímos y brindamos por nuestras huidas respectivas… Inmediatamente, Bob añadió otro brindis:
—A toast for the Big Turkeycock…! –le había hecho mucha gracias cuando le desgrané el significado del apellido de Francisco García Pavón: yo utilicé “turkey” para “pavo”, a él debió parecerle más literario “turkeycock”.
La concurrencia en The Lomond Tavern llegaba, consumía, departía y se iba. Ya habíamos visto circular a varios turnos. Las botellas de whisky boca abajo, fijas en sus dosificadores, me revolvieron algo el estómago. La historia del niño desconocido contribuyó mucho. Bueno, y ese número “incontado” de cervezas. Habíamos perdido la noción del tiempo y el expolicía pidió algo de comer. Trajeron unos haggies, claro, y una hermosísima montaña de frambuesas, arándanos y grosellas de diferentes colores:
—No puedes tomar otra cosa aquí…: ¡demuéstranos que eres, en verdad, merecedor de ser un McCastro, aunque sea sólo en tu dirección de e-mail…!
Beverage me contó que él había escrito más de doscientas historias policiacas y que había publicado semanalmente en el Fife Herald, un periódico importante en el condado:
—… se publica desde 1823, no creas, y algunas de mis historias han visto la luz en Canadá, también… Este librito que te llevas es la reedición del primer volumen de historias que publiqué. Se vendió bien… ¿Sabes que regalé uno a Johnny Cash, el famoso cantante? Estuvo por aquí, buscando sus raíces escocesas… Son historias curiosas, pero… pequeñas historias, digamos, me gustan los pequeños misterios cotidianos: un robo en una carnicería, un tratante de caballos capaz de vender cualquier cosa menos un animal, colecciones de cromos…
García Pavón también buscaba ese tipo de historias pequeñas, sencillas, a escala completamente humana y que en absoluto pretendía cambiar el devenir de la Humanidad. Exclamó asombrado y frunció el entrecejo, como añadiendo una eñe a su alfabeto gestual. No sé por qué le hablé de un librito maravilloso que había leído años atrás, Vies minuscules, del francés Pierre Michon –nombre que me hizo repetir para poderlo escribir–, y de mi absoluta preferencia por los pequeños templos románicos con respecto del grandioso gótico: el subsconsciente nadando en cerveza se torna más caleidoscópico que de costumbre… Volvió a anotar precipitadamente algo en la libreta; movía el lápiz con abrupta destreza, cuando le comenté que García Pavón era un gran escritor de cuentos:
—¿Cuentos de mamá? ¿Los liberales? ¿Los republicanos y Los nacionales, me dices? ¿Sabes?, de alguna forma lo que yo quería contar era pequeñas historias de Fife: más que grandes los crímenes, de lo que quería hablar era de personajes, de atmósferas, de pequeños detalles de pueblecitos y casas, de recónditas calas, de bosquecillos que exhalan niebla casi todo el año…
—Te gustará mi tío… Aunque no sé si podrás leerlo: es difícil conservar la frescura del leguaje local en una traducción… De hecho, no sé si estarán traducidos al inglés, siquiera… –comenté. Mi lengua me jugaba ya malas pasadas, mi mediocre inglés me resultaba ya ininteligible.
Recordé que al día siguiente me esperaban en Edimburgo algunos negocios relevantes para los que había venido a este congreso. Me tranquilizó pensar que tenía una cajita casi llena de Vitamina B6 en el apartamento que había alquilado, mi primera experiencia con AirBNB. Pero Beverage era todo un descubrimiento y, a la espera de leer sus historias, había hecho que olvidara las preocupaciones que la casi siempre nefasta política científica española había hecho estallar nada más pisar suelo escocés.
—¿Qué caso te hubiese gustado investigar, Bob? ¿Hay alguno que te haya interesado de forma extraordinaria? A mí me pasó con el caso Kelly… –y entonces le recordé el misterioso suicidio del científico especialista en guerra biológica, David Kelly, en el verano de 2003.
El antiguo detective lo recordaba, también: ¿cómo no iba a recordar aquella muerte en medio de una fuerte lluvia en la campiña de Oxforshire? Las crujías de Gran Bretaña crujieron como pocas veces con aquella muerte. Uno de los mayores especialistas mundiales en guerra biológica y armas de destrucción masiva, muerto en el marco de la Guerra de Irak, un británico de pura cepa que sale en la noche a pasear bajo la intensa lluvia… pero deja la gabardina en el perchero de su casa…
—Tienes que esperar algo más de sesenta años para saber los detalles de la investigación que encabezó lord Hutton, querido Fernando… Quizá por querencia evidente, el caso que me hubiese gustado investigar es el del robo del Stradivarius Ames, amigo… No te sonará, acaeció en los Estados Unidos cuando apenas acababa yo de instalarme en Falkland. Es tarde, no te aburriré, pero siempre pensé que la pista buena estaría en conexión con un famoso ladrón de obras de Arte que operaba desde el Sur de España, Eric, el belga. ¿te suena? ¿Sí…? Incluso llegué a ofrecerme para estudiar el caso in situ, pero Scotland Yard y el FBI desatendieron mi ofrecimiento: yo ya no era poli… –Beverage miró al trasluz de la media cerveza escasa que seguía en su enésimo vaso y calló unos instantes, antes de continuar–. Según parece, estaba equivocado, pues apareció hace dos años entre las pertenencias de un antiguo estudiante del dueño, el gran Roman Totenberg… No te aburriré, pero aquel estudiante de Boston… no pudo hacerlo solo… –dijo apresuradamente antes de terminar su cerveza–. It´s too late for you to come back driving…!
Como si se tratase de un arma, Bob extrajo un viejo teléfono móvil de los que se abrían y tocó unas teclas:
—Capers? I need you in 15 min at the Lomond Tavern… Yes… To Edinburgh… OK, thanks –y cerró el teléfono.
Me miró divertido, con la sonrisa de un fumador en pipa, tras echar una ojeada a su reloj, como si comprobase algo:
—Una persona de mi total confianza te conducirá hasta Edimburgo. ¡Ni siquiera la cerveza de Fife es buena compañía para conducir un coche… en el siglo XXI…!
Intenté excusarme: le hablé del coche de alquiler, de que quizá en The Covenanter tendrían una habitación para mí, que no se preocupase…
—No, no, ¡no…! Has de llegar sano y salvo, devolver tu Mini alquilado, cumplimentar tus negocios en el congreso y… no se hable más… Eso sí, si el 2019 es el centenario de tu tío, ¿nos planteamos un pequeño acto aquí, en Falkland…? Un pequeño homenaje, entiéndeme, una lectura, una charla entre amigos y gente alegre… ¡No te puedes imaginar el número de detectives aficionados que hay en este rincón del mundo…! Y no sólo los viejos, como yo: por cada uno que nos deja, florecen tres o cuatro.
—Sería muy bonito, sí… Estoy intentando convencer a mi prima Sonia, que también es escritora, de empezar a tocar las teclas adecuadas para poder organizar el homenaje que bien merece su padre, un homenaje como Dios manda. Les comentaré esto, también…
—The Big Turkeycock at Falkland: An Scottish tribute to García Pavón, podríamos titularlo.
Reímos… La cabeza no llegaba a darme vueltas, pero ya se hacía muy evidente que ni el agua abundante, ni el plato de berries que me había trajinado, ni las cada vez más frecuentes visitas al privy podían hacer más de lo que habían hecho.
Capers no tardó en aparecer: un tipo delgado, con barba rala, de edad indeterminada, con un ligero impermeable negro:
—Llovizna fuera, Bob…
—Muchas gracias, Capers… Mi amigo alquiló un Mini en Edimburgo y hemos estado hablando por lo menos ocho rondas de cerveza: Fernando te dará su dirección exacta.
—Pero, de verdad, Bob, no creo que sea necesario molestar a nadie… –intenté terciar.
—OK, Bob: como me indiques, cuando me indiques…
Capers contestó como lo hubiera hecho un subalterno de servicio, como alguien acostumbrado a obedecer, sin horas, sin peros, sin nuncas. A duras penas conseguí pagar en la barra… aunque, cada día que pasa, estoy más convencido de que la cuenta que pagué era lo que podríamos llamar la cuenta B, porque… bebimos mucho más que apenas 25 libras esterlinas… En el ticket figuraba un primer concepto, beer, por apenas algo más de cinco libras y, eso sí, obraban los haggies, las frutas y todas mis botellas de agua.
Nos despedimos junto a la puerta de la Violin Shop. Lamento todavía no haberme sacado una foto con el detective Beverage.
—A big Spanish hug, my friend…! –su voz ronca resonó en la solitaria plaza de Falkland, mientras nos dimos un abrazo como acostumbramos todos aquí y en muchos más sitios los borrachos.
—La próxima vez, pronto, a whisky de Islay y sin prisas —no sé si entendió lo que balbuceé como pude.
Capers y yo cruzamos la plaza en silencio; apenas lloviznaba, pero debía haber caído bastante más antes, pues el suelo brillaba muy mojado, como los coches aparcados. Al llegar al Mini le alargué las llaves a mi improvisado chófer: “Fernando, a caballo regalado, no le mires el diente”, pensé.
Justo cuando me acomodaba en el asiento del copiloto, Capers encendió el contacto y tarareó una canción:
— “Tarará-rará, Fernando…”.
* * *
Entrando en Edimburgo, Capers volvió a tararear la canción de Abba: yo había dormido todo el trayecto, como un bendito. Cuando leí el librito de Beverage me di cuenta que su subtítulo interior era True-Life Scottish Crime Capers. ¿Provenía de ahí las alcaparras del nombre (¿o apodo?) de mi chófer de la noche anterior?