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Frontera DigitalLos cortes mediáticos al trumpismo

Los cortes mediáticos al trumpismo


Ha causado mucho revuelo que tres televisiones estadounidenses, ABC, CBS y NBC, cortaran el discurso del presidente Donald Trump en la noche del 5 al 6 de noviembre, hora peninsular. Y que a esa práctica se haya sumado la Fox, que ha hecho lo mismo con la secretaria de prensa de la Casa Blanca, Kayleigh McEnany, en la noche del 9 de noviembre. Mientras una parte de los opinadores consideran que la decisión de los periodistas de estas televisiones es censura puesto que no deja escuchar en su integridad el mensaje de las fuentes, que marca un oscuro precedente o que es un antecedente con el que difícilmente se va a poder ser coherente en lo sucesivo cuando otros portavoces mientan; otra parte entiende la interrupción en la emisión de mensajes falsos, sin apoyarse en pruebas, que pueden contribuir al deterioro de la democracia y al descrédito del sistema, abriendo la puerta a los más oscuros fantasmas.

Aquí se defiende esta segunda postura. Para empezar, parece que existe un problema de fondo: nos hemos malacostumbrado a las retransmisiones en directo de los discursos de los políticos en su integridad y sin interrupción. Los programas en estricto directo que cubren los acontecimientos políticos, que han convertido la política en un espectáculo con banda sonora dramática y todo, casi hacen obligatoria esa reproducción simultánea. Pero ello es el equivalente a, en la prensa escrita, abrir dos puntos y entrecomillar el contenido íntegro, folios y folios, de una intervención. Se antoja, cuanto menos, excesivo.

La comparecencia en directo de un líder político, de un presidente, era considerado hasta hace poco algo excepcional. Y conservamos en la memoria unos cuantos de esos momentos excepcionales en que un gobernante tuvo que salir ante las cámaras a pronunciar un discurso clave, importante, decisivo. Forman parte de la historia. Ahora ello se ha convertido en algo de lo más habitual, se ha generalizado, se ha banalizado.

Quizás, además de al valor creciente que se le da a la inmediatez, responde también a la desintermediación que busca todo el mundo en todas las facetas de la vida: hágaselo usted mismo, móntese sus muebles, haga sus propias transferencias bancarias, rellene su depósito de gasolina, haga su propia caja en el supermercado, constrúyase usted mismo la idea de cómo funciona el mundo, que no se lo cuenten, véalo, escúchelo, no necesita esa labor mediadora.

La desintermediación está muy bien, porque a uno le hace sentir libre y autónomo. Pero, además, es mucho más barato: los supermercados, los bancos, las gasolineras e Ikea no necesitan tanta mano de obra. Que una tele enchufe el discurso de un político rellena minutos con mucha menos inversión en factor trabajo, en gente que lea, que analice, que se trabaje sus fuentes, que se patee la calle. Y ésa es una de las claves que nos lleva a pensar que la retransmisión de los discursos poco tiene que ver con el periodismo. O, poniéndonos un poco más radicales, podríamos decir que es enemiga del oficio de informar.

El periodista escucha, observa y selecciona lo importante, una acción que el público delega en él. Esta manera de entender la profesión no es paternalista ni infantiliza al público. No implica pensar que el periodista le tiene que dar mascadita la realidad al lector o al espectador porque si no éste no se entera si accede a la «información pura». Como tampoco era paternalista mi padre cuando montaba los muebles de la tienda para la que trabajaba en las casas de la gente ni ahora Ikea fomenta el empoderamiento en todos los hogares en ese hágaselo usted mismo que recorta los precios de los productos que vende y amplía sus márgenes de beneficio. Convendremos en que no es lo mismo Ikea que esa otra manera -desgraciadamente antigua- de hacer las cosas. Convendremos en que prepararse en una profesión te da los usos y las herramientas de los que el resto de la población no dispone. La especialización y la división del trabajo puede ser alienante. Pero no hemos encontrado mejor forma de organizar todo lo que hay por hacer. Y hay que reivindicarla.

Poner dos puntos y comillas interminables -el equivalente a dejar que un político (o quien sea) hable minutos y minutos en un discurso televisado- es un privilegio otorgado a las fuentes que tiene que estar sometido a los principios de la profesión: la importancia -no el interés- (puede ser muy interesante que ahora se especule con el divorcio de Trump o el perrito adoptado de Biden en la Casa Blanca, pero no es importante, no tiene implicaciones reales y directas en la vida de la gente) es lo que ha de guiar la agenda mediática y la jerarquización de la información. A ello hay que sumar que las fuentes, ninguna, han de usar los medios en su propio beneficio -eso tiene el nombre de propaganda-, no hay que permitírselo, más bien al contrario: los medios son el lugar de la rendición de cuentas, del sometimiento a escrutinio, del control.

Las decisiones adoptadas por las televisiones americanas conjugan muy bien ambos principios. En primer lugar, cortaron el discurso presidencial para destacar lo importante: que Trump estaba diciendo sin pruebas, mintiendo, que los demócratas le estaban robando las elecciones. En segundo lugar, estaban evitando que el aún presidente usara los medios al servicio de su interés de sembrar la duda sobre la limpieza de las elecciones, con los enormes riesgos que de ello se podrían derivar. ¿Qué habría ocurrido en Estados Unidos si los medios, incluidos los más cercanos a Trump, no hubieran puesto coto a las mentiras del próximamente expresidente? Dejo ahí la pregunta porque ir más allá da pavor y además sería especular.

¿Era necesario cortar el discurso?, ¿sería suficiente con dejarlo correr en su totalidad y después comentarlo? Una situación excepcional como en la que nos encontramos requería una acción así de contundente. ¿Aportaba más su discurso más allá de las primeras frases que sí se emitieron? (Éste también es un criterio periodístico), ¿o aportaron más los periodistas al aclarar inmediatamente que el presidente decía todas esas cosas sin pruebas y sin respeto por los hechos? Además, la acción lanzaba un mensaje muy potente a quienes estén tentados de seguir los pasos de Trump: no hay cabida a la mentira, a una mentira que, además, pone en riesgo a la democracia.

Pero hay que dar un paso más allá: el espacio mediático está bajo soberanía del criterio periodístico. Cuando es Trump quien habla y cuando es cualquier otro. Cortar, editar, seleccionar es el día a día de la profesión. Al servicio del público siempre, no de las fuentes. ¿Dejar a Trump hablar hubiera beneficiado más a éste o a los ciudadanos que desde su casa veían la televisión?, ¿no fue mejor servicio al público que los periodistas no permitieran que la toxicidad de su discurso se emitiera, sin que ello supusiera hurtarle información, aunque sí dejar claro que la sombra de la duda que quería extender no tenía fundamento?

¿Significa que de ahora en adelante hay que cortar a todos los políticos cuando mienten? No lo sé. Pero sí hay que dejar claro que no se puede mentir impunemente. Estamos en una era en la que es más importante que nunca defender la verdad.

¿Existe el riesgo de que podamos llevarlo al extremo y se pueda cortar a las fuentes cuando digan algo que no nos gusta? Aquí sólo hay que aplicar otro de los principios de la profesión: las opiniones son libres, pero los hechos son únicos.

En todo caso, sí hay que replantearse cómo se informa de lo que dicen los políticos, de cuándo hay que darles un titular con sus palabras textuales (si es que hay que dárselo alguna vez), de que las declaraciones institucionales a lo mejor no hay que retransmitirlas en directo, de que la profesión tiene que reivindicar su labor mediatizadora y contextualizadora de la información. La labor de notaría del inmediato presente no es dar todas las versiones de una cuestión, sino discernir dónde está la verdad. Es difícil. Todos tenemos nuestra mochila, nuestras anteojeras, hasta nuestras servidumbres. Pero como todos sin excepción las tenemos, lo mejor es que nos guíen los viejos principios de la profesión. Además, es la única defensa que nos queda para recuperar y conservar la confianza del público.

 

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