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Hajer: “Libia es un infierno: un día llevé a mi hija al colegio y nunca jamás volví a verla”

“Estoy en Alemania, pediré asilo y seguiré buscando a mi hija”. Hace unas semanas recibí estas señales de Hajer. La entrevisté en septiembre de 2018, nunca nos hemos visto cara a cara, pero desde entonces hablamos de vez en cuando y siempre me informa de sus pasos. Desde nuestra primera charla su testimonio vive dentro de mí. Me impresionó su historia, pero también su fuerza y su coraje. Es una mujer muy fuerte. Las videollamadas dejan entrever la rabia y la desesperación. Ella está en Europa, pero su mente y su corazón siguen en Libia. El paradero de su hija pequeña la mantiene en vilo. Se pregunta si estará comiendo bien, si tendrá problemas de salud, dónde duerme. Preguntas legítimas de una madre a las que nadie es capaz de responder.

Hajer es tunecina. Su nombre viene de la palabra hejra (هجرة), que en árabe significa migración. Su nombre está ligado a su destino. A finales de los años noventa, ante la falta de oportunidades laborales bajo el régimen de Zine El Abidine Ben Alí, ya casada, decide migrar a la vecina Libia con su marido. En 1999 llegan a un país que prometía algo más de estabilidad económica. El dictador Muammar Gadafi estaba muy acomodado en el poder y contaba con una buena reputación en el continente africano. Cuando el hambre acecha la gente no se para a pensar en la forma de gobierno –dictadura o democracia–, importa más cubrir las necesidades básicas que las libertades políticas. Recuerdo que una vez mi abuela me dijo que “los derechos humanos no se cocinan en la olla” para explicarme que la prioridad de las personas es tener un trabajo y comida para los hijos.

Hajer y su marido lograron establecerse en Libia. Tuvieron tres hijos. Vivían en una pequeña casa en Trípoli. Fueron capaces de reconstruir una nueva vida sin lujos, pero sin agobios. Su marido era cocinero. Todo fue bien hasta que estalló la guerra en 2011. Libia llevaba cuarenta y dos años gobernada por un autócrata. No había oposición política y se reprimían los derechos y las libertades. Ante el estallido de la Primavera Árabe, que arrancó en el país natal de Hajer, los libios no iban a ser una excepción. Tenían motivos de sobra para desencadenar su propia primavera. Pero la revolución pronto se convirtió en un invierno duro e interminable que hasta hoy sigue arrasando con violencia y miseria una de las regiones más ricas de África.

La revolución en este país no ha cosechado ningún resultado. Gadafi fue derrocado, pero el derrumbe del régimen desembocó en una guerra interminable entre milicias y tribus que se disputan el vacío de poder que se abrió tras la brutal muerte del dictador a manos de sus súbditos. El escenario libio es un campo de batalla con dos gobiernos que se acusan mutuamente de usurpación, centenares de milicias que abusan de quienes se empeñan en vivir allí, por no hablar de los intereses foráneos que tratan de defender sus intereses económicos y geopolíticos bajo el señuelo de proteger los derechos humanos: Egipto, Turquía, Rusia, Francia, Arabia Saudí son algunos de los actores que de forma más o menos abierta mueven sus peones, por no hablar del extraño papel de la Unión Europea, que ha convertido al Estado fallido libio en un carcelero de los inmigrantes que a través de Libia tratan de alcanzar la fortaleza Europa. Los testimonios de crímenes contra la humanidad que llegan del interior y de las cosas de Libia no cesan.

En 2015, el marido de Hajer desapareció en medio de un país en llamas. Ella se quedó sola y al cuidado de sus tres hijos. Su hijo mayor intentó ayudarla para sostener a la familia. Buscó trabajo, intentó convertirse en vendedor… un adolescente cargado de buenas intenciones que intentaba buscar a su padre y ayudar a su madre. La hija mayor fue violada en varias ocasiones, una vez, cuenta su madre como un desgarro:  salvajemente, por un grupo de hombres. La penetración anal le dejó a la niña secuelas que durante un tiempo hicieron que el mero hecho de caminar fuera algo muy penoso. El trauma la persigue. Cuando lograron alcanzar Italia, un médico compasivo le dijo que seguía siendo virgen. Dentro del espanto, fue un gran alivio.

“Se respiraba inseguridad y un panorama horrible”, dice Hajer. En palabras de la Corte Penal Internacional, los dos bandos en el conflicto libio utilizan la “violación” como arma de guerra. Muchas organizaciones no gubernamentales han alertado del peligro al que tienen que hacer frente las mujeres que se han quedado embarazadas después de ser violadas. En no pocos ámbitos musulmanes la mujer violada sufre una segunda violación por parte de los suyos: se le hace responsable de un crimen contra el honor. Doble víctima.

“Mi hija mayor está viva. Está conmigo y hace poco se ha casado”, explica Hajer, una madre que se hunde en la tristeza cuando intenta contar la desaparición de su hija pequeña. Me enseña una foto y me relata lo sucedido: “Se llama Suad. Tiene 12 años. Un día la llevé al colegio y cuando fui a recogerla ya no estaba. Me dijeron que a todas las niñas se las había llevado una milicia. Yo volví a la escuela cada mañana y cada tarde con la esperanza de encontrarla, pero no apareció. Desde entonces mi vida carece de sentido. No sé qué hacer.”

Pasaban los días y la pequeña no aparecía. Ante la desesperación, empeñada en salvar a sus otros dos hijos, Hajer se entregó al mar. Una noche subieron en una embarcación y cruzaron el Mediterráneo. Al llegar a Europa, y al ser ella tunecina, le dijeron que no tenía derecho a pedir el asilo, y que la iban a deportar a Libia. Sus sueños se hacían añicos una vez más. Pero su aspecto demacrado, su voz temblorosa, el testimonio de sus hijos, las manchas de su piel, su historia y el miedo en su mirada captaron la atención de una trabajadora social en el puerto de Lampedusa. Su trágico caso la hacía merecedora de protección. Ya no tendría que regresar al infierno libio. Están a salvo. Sus dos hijos están a salvo, al fin.

De Italia Hajer se trasladó a Alemania, pensando que allí habría más oportunidades para ella y su mermada familia. Su hijo vive en un apartamento con otros chicos de su edad, también refugiados. Mientras que su hija mayor sigue sobrellevando las secuelas de las múltiples violaciones que sufrió en Libia. “Se casó, pero sigue muy afectada. La atienden psicólogos, pero el proceso está siendo muy lento. Le han destrozado la vida”, dice su madre con la voz rota.

Con 47 años, Hajer ha empezado a estudiar alemán. Vive en una casa compartida con otras dos mujeres africanas. Le han operado tres veces: dos de corazón, una de rodilla. Cuando concluyó la segunda intervención, el cirujano le dijo: “Eres una mujer muy fuerte. Tu corazón estaba sufriendo desde hace mucho tiempo y tú aguantando”. Hajer le respondió: “Tú, cúrame, que tengo una misión importante que hacer”. En cuanto arregle los papeles quiere volver a cruzar las fronteras que hagan falta. Está dispuesta incluso a volver al infierno libio para intentar rescatar a su pequeña Suad. Hajer no se rendirá nunca.

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