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Mientras tanto¡A bas Maleni!

¡A bas Maleni!


 

Tanto oír hablar de cacería que uno hoy ha acabado viendo a Magdalena Álvarez corriendo por todas partes con maneras de gallina, perseguida por portugueses y españoles al mando del cruel De Guindos, el mercader de esclavos, como si fuera una guaraní en las cataratas de Iguazú. Dicen que con la dimisión la ex vicepresidenta del BEI se ha quedado en taparrabos como las aborígenes, con una pensión de mate y de mandioca que no es suficiente para llevar una vida digna. Pero esto no es lo importante. En realidad uno no sabe que es lo importante en todo este asunto. Hay mucha confusión empezando (y casi terminando) con que la señora Álvarez dice que en la dimisión manda ella, expresión que viene a sumarse a su lista personal de sentencias preclaras y desordenadas, que ya es tan amplia como para reírse de los ensayos de Montaigne, quién también pensaba a brincos y escribía a flujos como la ex ministra habla, cuya repetitiva condición de ex funciona a modo de impulso. Un currículum poblado de ex hasta el infinito. Es oírse  un “ex” y justo después un “¡pitooin!” de goma de tirachinas tras el que Maleni, que es nombre de barrio (incluso de guaraní), como su dicción, vuela hacia un nuevo y más alto destino. El gran humanista francés se hubiera visto desbordado ante esta mujer, rotativa de máximas como si las imprimiera de noche y las sacara por la mañana con la alegría de los niños repartidores lanzando las suscripciones a las puertas de las casas, o con el oficio de los hombres soltando los fardos de golpe sobre la fría rúe en la madrugada de los quioscos. Uno cree que en realidad es una heroína española, La Gran Heroína Española que a pesar de atropellarse a menudo con sus superpoderes, siempre se endereza igual que si estuviera hecha de metal líquido como aquel Terminator malvado. Pero Magdalena es buena. Una presa desvalida que jadea de angustia ante las cámaras como en la selva, parándose a observar la distancia que le separa de los cazadores. Magdalena Álvarez es buena y humilde y heroica, natural de San Fernando, Cádiz, proclive al tremendismo taurino de las plazas pequeñas y también a las vicepresidencias y directorios de los grandes bancos e instituciones. Uno teme por ella, tan frágil, en esa dualidad vital como de niña prodigio que en estos días le pueda hacer caer en el delirio, como Apollinaire, cuando el día del armisticio en mil novecientos dieciocho la multitud gritaba por las calles de París: “¡A bas Guillaume!», y el poeta, herido de muerte, creía que iba por él.

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