Asomada a la ventanilla, Alice Ernestine Prin ve pasar las estaciones. Chatillon queda ya lejos. Su abuela casi tiene que empujarla para subir al tren. Por equipaje, una botella de Pinot noire y un bocadillo que apesta a ajo. Tan solo tiene trece años. Demasiado joven para beber, demasiado mayor para llorar. ¿De qué sirve tener trece años? París la espera. También una madre a quien apenas conoce. Esa madre que tras abandonarla quiere convertirla ahora en alguien de provecho y alejarla de una infancia miserable, de un futuro ya escrito, en el que beber y cantar en los tugurios parece el único modo de salir adelante. No conoce otro mundo que su pueblo, ni más cariño que el de su abuela, y sus cinco primos con los que se ha criado en la rue du Cigne. Una sensación extraña bulle en su interior. ¿Euforia? ¿Miedo? Se adormece dibujando en su cabeza esa nueva vida a punto de estrenar y no nota el tacto de una mano que agita su hombro. ¡Despierta!, oye a lo lejos. Al abrir los ojos solo sabe que ya ha llegado, pero ni siquiera sonríe. Le cuesta.
La vida que la recibe en la ciudad de las luces no es sin embargo la que imagina. Sus sueños de romances imposibles vuelan por los aires cuando, tras abandonar la escuela, a las cinco ya está en pie para trabajar en la panadería. Presumida, sus ojos tiznados como dos carbones brillan suplicantes y sus labios piden guerra. Pero ella no está hecha para pasar las horas en la trastienda. Ya no es una niña. Los hombres la buscan y ella se rinde. No se calla. Cuando por deslenguada la despiden de su trabajo no encuentra mejor refugio para la maltrecha economía familiar que posar desnuda para un artista a cambio de unos francos. Difícil de entender, y más para una madre que prefiere sentir la vergüenza de ver a su hija en la calle, antes que atrapada entre las pinceladas de un destino que poco a poco, como una mala pasada, se le escurre de las manos.
Sola en la calle, sin dinero, convierte el café La Rotonde en su casa, ese lugar donde los pintores juegan a ser inmortales entre vahos de trementina y vapores etílicos. También ella que, mientras saca pecho, los observa y flirtea en la barra en busca de un momento con el que hacerse imprescindible en un universo del que sin saberlo ya es la reina. No le falta un plato de pasta ni un vaso de Chianti en chez Rosalie. Tampoco a Modigliani, que desde un rincón mata el hambre retratando su mirada a carboncillo. Pero ella prefiere a Mendjisky, un pintor polaco que entre arrullos la llama Kiki y la convierte en la dueña de su buhardilla y poco a poco también de su vida. Con su pelo a lo garçon y su flequillo cortado como Louise Brooke, se diría escapada de una fiesta del Gran Gatsby. Pero ella es algo más que un simple personaje de novela. Se ha convertido en Kiki de Montparnasse: el espejo desnudo en el que Kisling, Soutine, Fujita y tantos otros se asoman dispuestos a invitarla a su mundo de mentira a cambio de la fama.
Al caer la noche olvida su soledad en antros que como el Jockey la ven agitar su falda dejando adivinar que tras sus enaguas, esas que mueve con descaro, no lleva ropa interior. Canta canciones atrevidas, y entre bocanadas del humo de cigarrillos se deja llevar. Se siente viva. Su poética es mecer el silencio con su voz, ahogar sus penas en alcohol desgranando estrofas mientras el público, fuera de sí, la jalea entregado.
Nadie hasta ahora sino ella ha reparado en ese fotógrafo que cada noche se sienta en la misma mesa. Dicen que es americano, elegante y amable. Man Ray, se llama. Su mirada misteriosa la encandila desde el principio, su voz es un susurro. Posa para su cámara, se adueña de su cama y se convierten en amantes. Cada noche le afeita las cejas y luego las repinta con diferentes grosores, después los parpados, coloreándolos un día de azul cobalto, al siguiente de jade. Después la desnuda. Su estudio se convierte en testigo callado, donde los fantasmas escapan con el click de cada retrato borroso. Ríen, a veces también lloran. La cama se les queda pequeña. Pero nada importa. Se quieren con prisa, con avaricia incluso. Ella no concibe el amor sin placer y a él se entrega cada noche como si fuera la última. Una relación que sin embargo le duele. Se separan, vuelven. Nada parece bastarles.
A veces Kiki convierte sus lágrimas en pinturas de vivos colores. Lo hace bien. Su exposición de mayor renombre no pasa inadvertida. Al vernissage no falta ninguno de sus colegas, ni siquiera sus amantes. Hasta el ministro del Interior se asoma encantado de formar parte de esa gran familia de artistas. Vende sus cuadros entre sus amigos, ante los que tantas veces ha servido de musa. Después lo celebra como solo ella sabe hacerlo, en la Cupole. Sus canciones, las más indecentes, se abren paso sinuosas mientras echa de menos a Ray, que de viaje por Estados Unidos también se divierte a su manera. Le escribe, le suplica que la lleve con él. Pero el fotógrafo parece entregado a otros planes. La guerra ha conseguido enfriar esa pasión, pero no sus ganas de vivir en este Montparnasse que languidece casi tanto como ella.
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Los años han marchitado su enigmática belleza, se siente cansada pero se resiste a perder su corona. Sigue recorriendo los cafés, las mismas canciones de siempre, solo que ahora nadie la escucha. Pasa el platillo y vuelve a una casa vacía, donde la botella es el único alivio. “Todo lo que necesito es una cebolla, un poco de pan y una botella de vino tinto, y eso siempre habrá alguien dispuesto a ofrecérmelo”. De vez en cuando añora aquellos años, se acuerda de cuando llegó a París, de su abuela, de Chatillon, cree escuchar las risas de sus amantes y entonces mira aquellas fotos grises, aquellas en las que un día brilló y como una niña llora.
Manuela della Fontana (Madrid, 1972), escritora oculta. Después de trabajar muchos años en el mundillo editorial decidió dar el gran salto y retomar su vocación. Fue entonces cuando empujada por algunos amigos salió a la luz su blog Soñando con maletas y empezó a escribir en las revistas VoZed e Hyperbole, donde colabora habitualmente. EnTwitter: @enmanuelle2002