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¿A dónde vas Europa ?

Por lo que puedo intuir de estas últimas semanas, Europa se dirige hacia una mayor unidad que deriva de una firme y decidida postura unánime contra la invasión rusa de Ucrania. Las diferencias, otrora, entre los países llamados “frugales” y los “despilfarradores” en torno al uso y cuantía de los fondos de ayuda europeos y a la gestión de la crisis, tanto económica, como, más tarde, sanitaria, o las diferencias entre los países occidentales de la UE, por un lado, y los orientales, por otro, en torno al tratamiento de los refugiados sirios o al respeto a los derechos del colectivo LGTBI, se habrían difuminado en pro de una condena de la intervención brutal rusa. Esta condena se ha visto rápidamente plasmada en cuatro baterías de sanciones muy duras contra el Estado ruso. La unanimidad en la reprobación de un acto injustificado desde cualquier punto de vista, empezando por el Derecho internacional, se ha visto reforzada por dos decisiones de gran calibre y de naturaleza distinta.

En primer lugar, la Unión Europea ha activado, el 2 de marzo, la Directiva de Protección Temporal, aprobada en 2001, tras las guerras yugoslavas, y nunca aplicada, por la cual los derechos de los refugiados (a la vivienda, al trabajo, a la protección sanitaria, a la escolarización) son asegurados desde su llegada a los países de la Unión. En segundo lugar, la ayuda militar destinada a Ucrania, primero por parte de unos cuantos países europeos, generalizada, después —por ejemplo con la participación de España— ha sido, días más tarde, corroborada y organizada de una manera unificada el 28 de febrero por las propias instituciones europeas gracias a la atribución inédita de una línea presupuestaria (unos 500 millones de euros), que en principio estaba dedicada a proyectos de preservación de la paz. A esta ayuda militar excepcional se ha unido el compromiso expresado por los dirigentes europeos (el primero el canciller alemán) de aumentar hasta un 2% el presupuesto militar.

Europa da un giro inédito en su política común. Decide acoger a un número considerable de refugiados respetando por primera vez la letra y el espíritu de la Convención de Ginebra de 1951. Y también por primera vez decide utilizar fondos propios en el envío de armas a un país en guerra. Son dos novedades de naturaleza diferente. Si la primera rompe con la carencia de una política común con respecto a los refugiados en territorio europeo, la segunda rompe con el carácter no militar de la Unión Europea. Pero en el primer caso no se trata solo de que no haya habido antes unas políticas consensuadas de asilo en los 27 países, sino de que, en especial, ninguno de estos países —es cierto que algunos más que otros—ha actuado en conformidad plena con los principios que fundaron las Naciones Unidas y la antedicha Convención de Ginebra.  Este giro o, más bien dicho, esta rectificación en la dirección errónea y confusa que había tomado en las últimas décadas no deja de tener un gusto agridulce. El dulzor viene de que por fin se cumplen las leyes de hospitalidad que fueron aprobadas a raíz de las grandes catástrofes humanitarias que se produjeron entre 1922 y 1947 (guerra de Manchuria y chino-japonesa, invasión de Etiopía por Italia, Guerra Civil española, Segunda Guerra Mundial, Guerra Civil griega) y que generaron la cifra escalofriante de 70 millones de personas desplazadas, exiliadas y muertas. El amargor viene de que queda a la luz de manera brutal la discriminación flagrante de la que han sido víctimas los numerosos exiliados del África negra, de Afganistán, de Irak, de Siria y de otros países asiáticos que no han tenido un asilo digno en Europa, ni siquiera en la mitad de los derechos mencionados por la Directiva de Protección Temporal. ¿Es por ello la Unión Europea una comunidad de países cuya solidaridad termina allá donde la melanina está más presente en la piel de las personas? ¿De qué modo puede defender la legitimidad de su universalismo democrático, y de los valores que dimanan de él, si no lo reconoce por igual en el trato a los refugiados? Son preguntas lacerantes que todos los europeos mínimamente conscientes nos hacemos estas últimas semanas.

En el envío de armas a Ucrania y en el refuerzo considerable del gasto militar el diagnóstico es aún si cabe más inquietante. Rompemos un tabú, pero también rompemos una ley que nos impedía enviar armas de manera mancomunada a países beligerantes. Pero ¿hay tal ruptura en este sentido? En los últimos años, ¿no han enviado los países europeos de manera reiterada armas a Arabia Saudí en su guerra contra los rebeldes yemeníes? ¿No ha habido ventas de armas a otros países dictatoriales como Egipto? Es verdad que nunca lo habían hecho como ayuda o venta de la propia UE. El problema es que roto este tabú, ¿quién nos asegura que en otra ocasión no se vuelva a utilizar? ¿En favor de qué país en guerra?

La Europa de Schuman y Adenauer se había construido a partir del carbón, la Europa actual parece reconstruirse en torno a otras energías que no sean ni el gas ni el petróleo. La Europa del Tratado de Roma se construyó en la voluntad de sintonizar las economías nacionales para que no hubiese, nunca jamás, ningún conflicto interno en el Viejo continente. La Europa actual parece reconstruirse en un nuevo sistema de alianzas a nivel mundial en el que ella misma parecería ser un bloque, una potencia. El multilateralismo parece ahora convertirse en una pseudo-multilateralismo de bloques militares, en el que el propio Consejo de Seguridad de la ONU se está partiendo en dos, lo cual es una perspectiva inquietante, por mucho que estuviese en estado latente ya anteriormente.

Algunos comentaristas loan el nuevo patriotismo europeo que se ha generado con la guerra en Ucrania y valoran el hecho de que incluso los ucranianos ruso-hablantes se hayan unido con los demás compatriotas en la lucha contra el invasor. Así pues, dos patriotismos habrían surgido en el fragor de la guerra: el europeo y el ucraniano (pro-europeo). Es de todos sabidos —y la historia es testimonio dramático de ello— que las invasiones sirven de revulsivo a la hora de la afirmación de una identidad nacional. La renovada o metamorfoseada UE del 2022 se definiría así por su rechazo militar al modelo ruso (autoritario y expansionista) y por su prevención (antiterrorista, en algunos casos, teñida de prejuicios religiosos, culturales, en otros casos, y en los demás claramente racistas) frente a lo africano y lo asiático.

Hasta ahora, Europa no negaba, no se definía claramente por lo que negaba, sino que se afirmaba a sí misma, bien es cierto que con múltiples taras. Ahora claramente niega o muestra sus implícitas negaciones. Esto no es una garantía de futuro.

¿Son estas dos bases, la hospitalidad que yo llamaría tuerta y el pseudo-multilateralismo de bloques, unas bases sólidas para construir un mundo en paz? Sé que algunos me pueden llamar un aguafiestas, pero he de decir que tengo mis serias dudas al respecto. Si la agresión rusa no puede despertar en nosotros más que rechazo, el peligro de una escalada militar exponencial, incluso nuclear, no es un seguro de paz para el porvenir. Si las dosis de auto-estima europea pueden ser bienvenidas, no podemos sino advertir de que esta satisfacción se pueda trasmutar en soberbia, mal europeo que ya denunció en su momento Albert Camus, o lo que es aún peor en una ceguera respecto a los inmensos errores cometidos en la ampliación del Este tanto de la UE como sobre todo de la OTAN. Si es bueno que la dignidad ucraniana y europea sean defendidas, nos sentimos obligados a rechazar cualquier veleidad imperialista de Europa. Como dijo Sloterdijk hace años, no podemos transitar nunca más por la senda de Carlos V, de Napoleón y, la peor de todas, la de Hitler.

Parece un tanto provocativo decirlo, pero hay que afirmarlo con toda claridad. Europa se tendrá que construir también con Rusia, en esa añorada y utópica “casa común europea” en la que soñaba el ruso Gorbachov, de ascendencia ucraniana, pues Rusia, pese a la ferocidad de su Estado, es tierra de espiritualidad, aunque haya sido también del nihilismo. Europa se tendrá que construir también con lo que no es Europa, pero que la ha formado, tanto en las influencias y transferencias culturales como en las oposiciones y conflictos religiosos, tendrá que construirse con África y Asia, y beber de la sabiduría y modos de pensar de sus civilizaciones y culturas, tan adulterada, pese a todo, por su occidentalización irreversible. La Europa en la que soñamos no podrá ser solo “carolingia”, franco-alemana, erasmista, la de Schumann, Monnet, Adenauer (y también la de Madariaga), también tendrá que ser mediterránea, “despilfarradora” de la vida y acogedora, apolínea y dionisiaca, todo y cuando subrayando que “nuestro mar” es el de todos, el de la ribera norte y sur, que es preciso compartirlo, gestionarlo, evitar a toda costa que muran personas naufragadas, sin cinismos ni hipocresías, sin desconfianzas ni amenazas, vengan de donde vengan; la Europa en la que soñamos también tendrá que estar abierta al Oriente Próximo (sin perder ojo al Oriente Medio), pues de ahí vienen las tres religiones monoteístas y, en último término, las civilizaciones y uno de sus bienes más preciados el alfabeto, la escritura. La Europa en la que soñamos también tendrá que ser la bizantina, la ortodoxa —¿no lo es acaso nuestra madre Grecia y de cuyo carácter europeo nadie duda?—pues de ella nos vienen formas únicas de lo sagrado y de la belleza que no hay que obturar. Pensemos en la obra de Tarkovski o en la de Dostoyevski, o en Gogol y Bulgákov (ucranianos ambos, de lengua rusa). Ucrania —si se confirman los términos de la paz que están negociando ambas naciones hermanas, ahora enemistadas a sangre— llegará a integrarse en la UE, probablemente dentro de diez o quince años, después de ayudarla masivamente a reconstruirse. Rusia podrá algún día, si se dota de un régimen democrático, firmar con la UE un tratado preferencial de cooperación.

Europa renacerá, es el único continente que sabe renacer de sus cenizas. Esto lo supo ver con especial agudeza María Zambrano, en el momento de la mayor tragedia europea. Confiemos en ese renacimiento y en la buena dirección que deba tomar. Desnacer era para la pensadora española lo propio de lo oriental, pensando seguramente en las enseñanzas de Buda. No ha aprendido Rusia a equilibrar lo que en ella hay de desnacer y de renacer. Tal vez, paradójicamente, Rusia haya sido ferozmente europea, y no oriental, invadiendo a Ucrania. Tal vez tenga que ser algo oriental para convivir con esa Europa presuntuosa e ingenua. Tal vez tenga que buscarse a sí misma para que no se sienta humillada. Tal vez —y en esto coincido en parte con el pensamiento de Derrida cuando habló de lo pernicioso de una auto-inmunización suicidaria, con los atentados del 11S—la lección que hemos aprendido del covid y de Ucrania es que debemos buscar nuevas formas de inmunidad al horror y a la muerte que no nos destruyan a nosotros mismos. Muchas dudas y algunos atisbos es lo que, por el momento, puedo ofrecer al paciente lector.

 

Le Mans, a 30 de marzo de 2022

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