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Mientras tantoA estas alturas del encierro

A estas alturas del encierro


Fotograma de la película 'El resplandor' (1980), de Stanley Kubrick.
Fotograma de la película ‘El resplandor’ (1980), de Stanley Kubrick.

A estas alturas del encierro yo ya no sé si el silencio se ha convertido en un sueño o en una pesadilla para mí. Lo que está claro es que, como escribió el novelista gallego Juan Tallón en las páginas iniciales de ‘Fin de poema’ (Alrevés, 2015), se ha convertido en un vicio irrenunciable. «La música de los objetos en la maniobra de hacer vida normal e invisible (…) provoca cierta relajación. Pero conviene tener cuidado con el silencio: es un vicio. Si por cualquier motivo se acumula demasiado, acaba apoderándose de uno y ya nunca más es posible interrumpirlo». Ajá. Y en esas estamos, intentando que no se acumule demasiado en las cortinas, entre las estanterías o debajo de los muebles. Creyendo que, si no somos capaces de evitarlo, caeremos presos del mutismo y no sabremos celebrar nuestra victoria cuando todo esto se acabe.

En concreto, en su novela, Tallón hablaba del silencio triste y melancólico del autor italiano Cesare Pavese, quien, en un poema titulado ‘Los mares del sur’, apuntó: «Callar es nuestra virtud. / Algún antepasado nuestro debió de encontrarse muy solo / -un gran hombre entre idiotas o un pobre insensato- / para enseñar a los suyos tanto silencio». Y, si bien es verdad que el sigilo de estos días pone de manifiesto la completa necedad de algunos, así como el admirable autocontrol de otros, yo prefiero la concepción metafísica que tenía el poeta checo Vladimír Holan, cuando, en otra composición, dijo: «Todo, hasta el mismo silencio / tiene algo que callar. / Pero todo, hasta lo inexpresable, / acabarán por decirlo los celos».

De un tiempo a esta parte, parece como si la sospecha se hubiese instalado en nuestros corazones. Recelamos del vecino, que sale a comprar arroz para el almuerzo; recelamos del médico que está en la calle porque -¡por fin!- vuelve a su casa tras una jornada de guardia interminable y mal pagada; y, por último, recelamos hasta de los cajeros del supermercado, a quienes pedimos que se vayan a vivir a otro edificio mientras dure la pandemia, cuando sin ellos difícilmente podríamos limpiarnos según qué partes del cuerpo con papel higiénico o ni tan siquiera llevarnos a la boca el último mendrugo de pan, en vista -también- de cómo está el asunto de las levaduras. De hecho, es extraño: porque sube el pan a todas horas, pero nadie se preocupa luego de aquellos que lo amasan y lo dan sin rechistar.

Los versos de Holan, sin embargo, guardan otro misterio. Porque, ¿qué será aquello que «hasta el mismo silencio tiene (…) que callar»? Esta es la duda que me asalta por las noches, y me hace pensar que el silencio es, en realidad, una pesadilla posmoderna. Al fin y al cabo, ¿por qué callamos los que callan? ¿Qué es lo que nos desampara tanto como para evitar que alcemos de nuevo la voz? Espero que sólo sea un vicio, una costumbre pasajera, pero asusta. Desde luego, jamás les estaré lo suficientemente agradecido a mis vecinos, a la mala contención acústica de mi edificio y a mis compañeros de piso por el hecho de no haberme dejado nunca solo ante la inmensidad.

No en balde, otras noches me relajo, en silencio, y pienso: «pues no se está tan mal, en el fondo». Entonces, me acuerdo de la historia de los dos amigos artistas que nos contaba Célestine en ‘Diario de una camarera’ (Bruguera, 1974), de Octave Mirbeau, quienes, al final de cada tarde, escuchando el ruido de fondo de las calderas de los barcos y de sus sirenas, se acostaban sobre una triple hilera de almohadones de color de alga y se dejaban embaucar. Concretamente, «era la hora en que los dos amigos guardaban indefectiblemente silencio… para poder soñar mejor».

Quizás sea ésta otra de las manifestaciones de la enfermedad, que a veces nos regala sueños cargados de esperanzas, y, otras, sueños febriles donde apenas puede uno echarse una cabezadita de las de verdad, y no sabemos verlo. Evidentemente, a estas alturas del encierro yo ya no sé ni distinguirlos, y lo único que me vuelve loco es ese maldito silencio cargado de silencios y de celos que no me deja descansar. Hay vicios que matan, desgraciadamente. Pero, por suerte, también hay quien vive sin gritar.

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