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A la busca del tesoro: Antonio Rodríguez-Moñino, un bibliófilo en la Guerra Civil

 

La incursión que iniciamos hace un par de blogs ¿Qué obras salvar en un incendio? y Bibliotecarios en guerra por la apenas conocida actuación de los bibliotecarios durante la Guerra Civil española y la suerte del patrimonio bibliográfico, debe culminar en el enfrentamiento –esta vez dialéctico– que mantuvieron los directores de la Biblioteca Nacional de ambos bandos. Miguel Artigas, director antes del levantamiento militar y que firma con su cargo a pesar de encontrarse a muchos kilómetros de los libros, lanzó una proclama en la portada del Heraldo de Aragón el 5 de junio de 1937 dirigida “A los hispanistas del mundo”, con el antetítulo: “Clamor de infortunio”. Denuncia que las destrucciones y rapiñas que se están produciendo en la zona republicana sobrepasan “todo el horror imaginable” y obedecen a un “torvo designio, una sistemática y preconcebida tarea de exterminio”. No han quedado ni archivos parroquiales, ni libros sacramentales ni otros documentos jurídicos: “La vida económica y social de ayer y de hoy, reflejada en los protocolos y los registros, aventada”.

 

Se explaya Artigas en la pérdida de bibliotecas con sus tesoros y en la ruina de las iglesias con millares de retablos y obras de imaginería “hechos astillas”. La España de Franco, sin embargo, va recogiendo y ordenando  los restos, los pedazos que encuentran en los territorios liberados. El director de la Biblioteca en la zona nacional se dirige a los hispanistas –Huntington, Croce, Farinelli, Fitz Gerald, Coster, Espinosa y Vossler, entre otros–, a los que trata de concienciar de la tragedia. La España donde no pusieron los pies las hordas, sigue siendo la de siempre, “vuestra España”. Les conmina a que envíen una “espiritual adhesión” a su segunda patria. “Nuestros soldados están ganando la guerra; para ganar la paz, en una cruzada de cultura auténticamente española, agradecemos de antemano vuestra colaboración”.

 

Tomás Navarro Tomás, vicepresidente de la Junta de Protección del Patrimonio Artístico y director de la Biblioteca Nacional nombrado tras el levantamiento, replica a Artigas en varios artículos que confluyeron en un folleto publicado en Valencia en 1937: “Lo que no se ha realizado nunca en la historia es el ataque sistemático y repetido de los establecimientos culturales absolutamente desplazados del teatro de la lucha y sin ningún contenido militar”. La protección de los fondos propios y de otras bibliotecas incautadas en la sede de la Nacional, impidió daños irreparables en los bombardeos aéreos que se produjeron sobre la Biblioteca Nacional y el Museo del Prado a mediados de noviembre de 1936. Acusa a las fuerzas italianas y alemanas de reducir a cenizas los archivos en Guadalajara y añade que, salvo lo destruido por la guerra, todo lo demás está protegido y guardado celosamente. Es más, “todo lo que andaba perdiéndose o pudriéndose en rincones de sacristías, ha pasado a los depósitos del Estado”. El investigador que a partir de ahora, señala en alusión a los hispanistas, quiera trabajar en los archivos de la nobleza “no tendrá en adelante que ir a mendigarlo del señor Duque o del señor Conde”. Contesta a varios ejemplos de obras supuestamente dañadas, como la Biblia de San Luis –probablemente uno de los libros más bellos de la historia– que se custodia en la catedral de Toledo, y afirma que el tesoro quedó intacto cuando entraron los fascistas en la imperial ciudad. Invita, en fin, a los hispanistas a que desmientan las acusaciones de Artigas, que volvió a la dirección de la Biblioteca Nacional después de la guerra.

 

En realidad, el encargado de preparar la réplica fue el bibliófilo y técnico de la Junta de Incautación del Tesoro Artístico Antonio Rodríguez-Moñino, que recuerda que Navarro Tomás  era aficionado a “engalanarse con plumas ajenas” –práctica pertinaz entre los directores–. Su testimonio es esencial para seguir el curso de los tesoros bibliográficos durante la contienda y fue recopilado por su sobrino, Rafael Rodríguez-Moñino, en una extensa biografía publicada en 2000. Fue requerido para salvaguardar las bibliotecas y, a través de diversas relaciones que escribió cuando hubo de someterse  a un largo proceso de depuración, sabemos el nombre del bibliotecario encargado de elegir las joyas de la Biblioteca Nacional –Julián Paz y Espeso; no Paz y Melia, como supone su sobrino en nota a pie de página– y cómo se protegieron las bibliotecas en el palacio del Paseo de Recoletos. Vocal de la Junta de Protección del Tesoro Artístico, defiende la labor llevada a cabo porque, de otra forma, “… a estas horas el noventa por ciento de las bibliotecas y archivos personales de Madrid estarían hechos cenizas”. Su lucha por arrancar de las manos de milicianos descontrolados las joyas bibliográficas fue incesante y lo desgrana caso por caso, desde las Academias hasta el monasterio de El Escorial.

 

Su relato nos traslada a las calles del Madrid sitiado. En ocasiones no llegó a tiempo o no pudo evitar los destrozos, pero recuerda también que entre los libros de la biblioteca Lázaro Galdiano encontró varios con sellos borrados y tachaduras y no le fue difícil identificar algunos que se daban por perdidos, como el códice con las obras de Berceo desaparecido de la Academia de la Historia hacia 1927 o 1928. En casa del conde de Viñaza constata que “una mano familiar” ha estado vendiendo los mejores libros de la colección. Describe con emoción el descubrimiento, después de búsquedas infructuosas por todo Madrid, del tesoro bibliográfico del marqués de Toca. A las órdenes de Wenceslao Roces, subsecretario comunista del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, protagonizó el suceso más luctuoso de la guerra en el terreno patrimonial: la incautación a punta de pistola del monetario del Museo Arqueológico, saqueado en gran parte y al que se perdió la pista en un yate que llegó a México con los refugiados republicanos. Oro, plata, pero también ejemplares únicos que constituían una de las mejores colecciones del mundo y se perdieron para siempre.

 

La justificación de Rodríguez-Moñino según la cual hizo la vista gorda para que los aterrados funcionarios pudieran despistar algunas piezas durante la requisa, no parece muy sólida. Sí, en cambio, su explicación del destino del manuscrito del Cantar de Mio Cid, propiedad de la familia Pidal y depositado en las cámaras acorazadas del Banco de España. Miguel Artigas, desde el otro bando, acusó a los republicanos de que cuando fueron a buscarlo, en su lugar se halló una pistola. Explica Rodríguez-Moñino que la pistola apareció en la arqueta en la que se solía exponer el manuscrito fundacional de la lengua española, que no estaba en el Banco de España con el poema, sino en casa de los Pidal, junto a un verdadero arsenal de armas.

 

Salió airoso de su proceso de depuración política después de la guerra, pero fue apartado de la carrera académica y exiliado fuera de Madrid; su expediente no se resolvió hasta 1966, tras la intervención de destacados hispanistas y de la Hispanic Society of America, de la que fue vicepresidente. Aunque dio cursos en Estados Unidos nunca quiso exiliarse y su candidatura a la Real Academia, tras ser rechazada dos veces por motivos políticos, fue finalmente aceptada en 1966. Convocó la tertulia del Café Lyon y en 1953 publicó el primer número de la Revista española, en la que veló sus primeras armas toda la generación española del medio siglo, desde Ignacio Aldecoa a Juan Benet, Jesús Fernández Santos y Rafael Sánchez Ferlosio. En 1949 había fundado la editorial Castalia. A su muerte, en 1970, había reunido una biblioteca de más de 15.000 volúmenes que donó a la Real Academia Española.

 

Su relato del Madrid de los primeros años de la guerra, un bibliófilo al rescate de tesoros que no puede detenerse a contemplar –como habría querido a menudo, según repite en sus cuadernos–, constituye una aventura apasionante. Una película reciente, Francofonía, expone la relación entre dos hombres extraordinarios: el director del Louvre, Jacques Jaujard, y el oficial nazi conde Franziskus Wolff-Metternich, enemigos pero colaboradores finalmente en el salvamento de las obras del museo parisino. A pesar de la pomposidad pretenciosa del director, el ruso Alekxandr Sookurov, el filme plantea la altura de miras de dos hombres que supieron entender que el patrimonio cultural está por encima incluso de las guerras más enconadas. Algunos en España también lo hicieron, pero su historia está por contar.

 

 

Antonio Rodríguez-Moñino con su mujer, la bibliotecaria María Brey.

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