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Mientras tantoA la Costa de la Muerte hay que ir lo más despacio...

A la Costa de la Muerte hay que ir lo más despacio posible


 

Para que las voces y los ecos no nos nublen el entendimiento. Para que los serruchos de los locutores y las sirenas de los portavoces gubernamentales no nos vuelen los tímpanos. Para que los autores que nos han acompañado hasta esta noche de abril no nos abandonen.

 

A veces, cuando me quedo solo, en casa o en la habitación de un hotel, me siento incapaz de desvestirme. Me acuesto en el suelo, o me tumbo sobre la cama, en ocasiones hasta con los cordones sin desatar, en una especie de duermevela esperando que ocurra algo. Aplastado por una pesadumbre que no tiene la menor base lógica, ninguna razón de ser, dejo que las horas pasen como un tajo cronometrado. He llegado al absurdo de poner el despertador cada dos horas hasta que a las seis o siete de la mañana, cuando ya debía levantarme, ponerme a pergeñar febrilmente unas líneas en mi diario, a modo de epitafio o de oración, desvestirme al fin, inaugurar unas sábanas tan perplejas como frías, y apurar una media hora de sueño que me sabe agridulce, como un viaje al siglo XII.

 

Es como si durmiera vestido esperando un atraco, un bombardeo, una orden de evacuación, un exilio. ¿Por eso no has querido tener hijos?

 

 

 

¿Qué dicen las fotos desenfocadas (pixeladas, como dirán algún día los arqueólogos de este tiempo líquido), tomadas con una cámara que sirve para desenfundar más rápido que nadie, literalmente sacar la pistola del bolsillo y apuntar para que la emoción sea como una llamada telefónica al paisaje, a esa luz violeta que nos acompaña de regreso a casa, por la carretera solitaria entre el cruce que lleva a Lires y Pereiriña y el lugar de Castro, hacia Nemiña, camino de la última cuesta entre los altísimos pinos y eucaliptos que se mecen y crujen como si el bosque fuera un navío a merced de los elementos, después de la serrería, con su única ventana encendida, donde tal vez en otra vida fui leñador, aserrador, carpintero, vigilante, con un libro de Cheever entre las manos y un cuaderno forrado de azul, con margen, hojas cuadriculadas y nada que decir? ¿Qué dicen las fotos desenfocadas?

 

 

 

Dos portones cerrados. Dos antiguas cocheras. Dos antiguos establos. Ni un alma. Cerrados a cal y canto. Menos mal que las hortensias humanizan tanta soledad, el rumor de nuestros pasos, el cansancio, no el miedo, que la noche es fresca y amable, una delicia a veces que no te espere nadie y no esperar a nadie, no desear, no temer, no ansiar.

 

 

 

Y por fin, ya cerca del último desvío, de la carretera que baja hasta los maizales y el mar, la luna, como una piedra preciosa, un gajo de melancolía devorado por la gran boca del bosque y de la noche, toda esta antracita de la que están hechos los túneles, los pavores, lo que nos imaginamos, la muerte, la dulzura del no ser, contra la que sin embargo nos debatimos como jabatos que –creamos o no en un vida después de este extraño exilio, tan gozoso a veces, tan amargo otras, y para tantos- no quieren dejar de vivir aquí. En Cuño, Nemiña, Sagres, Inhambane…, en cualquier lugar. A la Costa de la Muerte hay que ir arrastrando los pies. Todavía nos queda mucho que hacer aquí. Aunque a menudo nos dé la impresión de que la existencia no tiene el menor sentido.

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