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Mientras tantoA la jubilación… (II)

A la jubilación… (II)

Estelas, cual cometas   el blog de Ricardo Tejada

En la Grecia antigua, el trabajo era algo penoso, asociado al ponos, una actividad propia del ámbito no público y que, por lo tanto, no tenía dimensión política ni reconocimiento social. Eran las mujeres, los metecos, y, sobre todo los esclavos, los que las hacían. Con el auge del mundo burgués, el trabajo fue adquiriendo un sentido social, claramente público. Cuando en el siglo XIX, el capitalismo y el desarrollo del Estado administrativo indujo, poco a poco, la generalización del mundo asalariado, se estableció un conflicto entre el trabajo y el capital, que durará décadas. Hoy en día, decir trabajo es decir abusos, pero también legalidad y protección. Esto último se ha logrado, a lo largo del siglo XIX y XX, gracias, en primer lugar a las luchas obreras, a las primerizas cajas de socorro decimonónicas, a las cooperativas, a las huelgas (recordemos la huelga de la Canadiense y la obtención de las ocho horas diarias), a la toma de conciencia progresiva de la necesidad de proteger al asalariado de los accidentes de la vida, algo en lo que se pusieron manos a la obra, a principios del siglo pasado, los liberalismos de tendencia más social, y algo que pusieron en pie, tal y como lo conocemos hoy en día, los socialdemócratas y demócratacristianos europeos, en el llamado Estado del bienestar, a partir de 1945. El plan Beveridge de los laboristas británicos fue el primer jalón decisivo en este sentido.

Por otro lado, hay otra dimensión del trabajo que hay que subrayar: la manera como modela y determina la vida de cada cual. El que vivamos en tal ciudad, en tal región, o en tal país, depende estrechamente de los estudios que hayamos realizado y de las empresas o instituciones que nos hayan contratado. El que hayamos conocido a tal persona  importante en nuestra vida, en un centro del trabajo, depende de estas opciones, que, muchas veces, no son tales opciones, sino caminos estrechos por los que hemos tenido que transitar a falta de calzadas más anchas para nuestra vida. La trayectoria profesional nos conduce por unos senderos que tienen un arcén infranqueable, por mucho que en ciertos ensueños liberales, más o menos líquidos, se nos hable de apearnos de una profesión para adoptar otra en cualquier momento. Con el tiempo vamos sabiendo que solo el papel es reciclable y que nuestra capacidad de reciclarnos, profesionalmente hablando, son más limitadas de lo que pensamos.

Frecuentemente desearíamos que el trabajo y nuestras opciones profesionales no nos hubiesen marcado tanto la vida. ¿No podría ser el trabajo algo menos central en nuestras vidas? Luis Racionero, a principios de los 80, nos hablaba ya de la necesidad de una “civilización del ocio”, teniendo en cuenta que —decía él­— “las computadoras sustituyen unos 100 000 oficinistas al año”. Se estima —añadía— que “en el año 2000 en Estados Unidos la industria solo necesitará el 18% del empleo total”. Los vaticinios no parecen haberse cumplidos, al menos de una manera tan brutal. No obstante, cuarenta años después se vuelven a hacer cálculos sobre los empleos que eliminará la IA. Lorenzo Silva nos advierte, en un artículo de esta semana, que el 44% de las tareas que realizan los profesionales del Derecho serán realizadas dentro de poco por estos cachivaches repletos de algoritmos e información.

Pues bien, hemos llegado a un momento de nuestras vidas, de la historia de la humanidad, en que se cuestiona la centralidad del trabajo en nuestras vidas. ¿Por qué tendría que determinar de una manera tan inmisericorde nuestras vidas? Tal vez, los arquitectos del Estado del Bienestar hayan padecido un espejismo común, que tiene —ojo— visos de realidad, el pensar que porque todos nos hacemos solidarios de los otros, impersonalmente, cotizando en una caja común, podemos labrar nuestras vidas, cada una de nuestras vidas intransferibles, tal y como lo deseamos, contribuyendo, al mismo tiempo, al bien común y a la justicia social. La realidad es que, hoy en día, es cierto, ha bajado bastante el desempleo, todo y cuando son moneda corriente en nuestras sociedades los empleos por debajo del mínimo salarial, vergonzosos, y también los salarios bajos o poco dignos. Tenemos así millones de asalariados pobres que tendrán jubilaciones ridículas que les obligan y les obligarán cada vez más frecuentemente a tener un empleo paralelo; tenemos funcionarios con jubilaciones escasas que se verán obligados a trabajar de jubilado, a tiempo parcial, como ya está empezando a ser realidad en institutos de bachilleratos de Francia. De ahí la insistencia, últimamente, del Gobierno francés, en los llamados “emplois senior”. Conocí hace años a una vecina, una maestra jubilada que se vio obligada a realizar tareas de limpieza para completar su magra jubilación. Esto parece lo que nos quieren imponer. Puede ser agradable, como me ocurrió hace años en Buenos Aires, charlar sobre Ortega y Gasset o sobre Unamuno con un taxista muy mayor, algo inesperado, aunque sería más agradable para él estar en su casa, jubilado, acompañado de los suyos, releyendo dichos autores o haciendo otras actividades que no pudo hacer cuando fue… maestro o profesor. Y, desde luego, sería más agradable para cualquier cliente tener a un conductor que tuviese mejores reflejos…

Por lo demás, el sentimiento de mucha gente, en estos tiempos que corren, es que el trabajo les desprovee de algo fundamental: les desprovee de tiempo, de vida, de actividades no crematísticas, de deseos profundos, de necesidades a veces imperiosas. ¡Qué desolador constatar que en la Universidad, lugar donde trabajamos algunos privilegiados, los colegas sueñan con jubilarse! ¿Cuál será la situación en las numerosas profesiones peor pagadas, de mayor dureza, y que son susceptibles de generar mucho más hastío? ¿No es bien triste aplazar hasta las calendas unos miligramos de vida en estado puro?

Siento que Robert Castel tenía razón, en cierto sentido, cuando sostenía que ante la “disgregación” —eran sus palabras— de la sociedad salarial, desde los años 80 del siglo pasado, la solución para afrontar las incertidumbres crecientes que genera el mundo en que vivimos (él vio la crisis de 2008, pero no el COVID ni la guerra en Ucrania ni la crisis energética ni la inflación) no era negar la centralidad del trabajo, sino procurar seguir dignificándolo y haciéndolo soporte de derechos. Se ha logrado asalariar, por ejemplo, a muchos chicos que trabajan en bici, en el reparto de comidas, pero en mi región eso no es una realidad. La amarga ironía es que se han creado una miríada de microempresas (ni siquiera son autónomos) —parece deslumbrante— no precisamente en los barrios privilegiados, sino en los suburbios más desfavorecidos, para darle al pedal todo el día…Esto sí que es trabajo puro y duro en el sentido de Arendt. Es justificable y defendible el imperativo ético y político de dignificar este tipo de situaciones laborales que más se acercan a las de una cantera infrahumana que a la de un servicio en la restauración, máxime en un contexto en el que la gente siente ansiedad y preocupación respecto al futuro, respecto a su entrada en la tercera edad, una tercera edad que con unos recursos dignos puede y debería ser una nueva vida o un remate sereno a ella.

Pero también siento que André Gorz tenía razón, en cierto sentido, cuando defendía la necesidad de ensanchar el tiempo de la vida dedicado a tareas no remunerativas, reducir el tiempo de trabajo, (ya hablaban él y otros, como Philippe van Parijs, del que guardo un grato recuerdo en Lovaina, en los 90, de los cuatro días semanales) y establecer una renta básica universal. En primer lugar, porque cada vez es menor el número de personas, en los países desarrollados, que consideran que el trabajo es lo más importante de su vida, en segundo lugar, porque si trabajamos menos tiempo podremos desarrollar actividades que sean beneficiosas para todos, en tercer lugar, porque tales medidas reforzarán la dignidad de cada ciudadano, en cuarto lugar, porque el mismo sistema capitalista, a través de su progresiva producción cognitiva, trabaja para que se trabaje menos, para que haya cada vez más ámbitos profesionales (en la administración, en la venta a distancia, en la atención al cliente, al visitante) en donde la gente no tiene por qué ocupar un puesto de trabajo, lo cual plantea incalculables problemas, pero también oportunidades insospechadas.

En el teleférico de Oporto, hace pocos meses, no había nadie detrás de la ventanilla. Había que comprar el ticket a través de un código QR. Mi viejo móvil había logrado proceder a la compra, pero no se sabe muy bien por qué el código de barras no aparecía. Era mi último teleférico. Al final, la persona que se ocupaba en controlarlo todo me permitió pasar en la cabina. Siempre hace falta un ser humano que sea comprensivo. Un robot en su lugar ¿lo hubiera sido?

Gorz apelaba a reapropiarse la vida, individual y colectivamente, a afirmarnos en nuestro pleno desarrollo personal, a tomar conciencia de que “el empleo del tiempo no es el tiempo del empleo”. Trabajo y vida, eso que Marx, en los Grundrisse, quiso utópicamente reconciliar, hoy sabemos que no los podemos unir, pero tampoco separar definitivamente. Los hilos que los unen y los separan debemos renovarlos en profundidad con el fin de que el trabajo no ahogue a la vida, sino que la complete. Recordemos lo que dijo Kant: “Lo que tiene un precio no tiene sino un valor relativo y no una dignidad, puesto que es intercambiable, como cualquier otra cosa. Pero lo que no tiene precio ni, por lo tanto, es intercambiable, está dotado de una dignidad, de un valor absoluto”.

Recuerdo que este estadista europeo del que hablaba al principio de mi ensayito habló en los inicios de su primera legislatura, en 2017, de que él no era el presidente de los ricos, como le acusaban en la izquierda. Él manifestaba —decía en esa primera entrevista televisada que ofreció a los medios— creer en la “cordada”. Lo que deseaba era ayudar a los primeros de la cordada, a los que tenían éxito, a los que tenían “talento”, porque si no seguirían instalándose en el extranjero. A los que tenían “la vida más dura” (no decía los trabajos más duros) confesaba querer ayudarlos. Y a los que son “más frágiles” había que protegerlos. Desde luego —añadía él—no había que tirar piedras a los primeros de la cordada porque entonces todos caerían al vacío. Luego corrigió estas afirmaciones tan reveladoras de su ideología política y sostuvo que el primero de la cordada no tiraba de los de abajo, ayudándolos a subir, sino que detectaba las buenas presas y abría la vía. En cualquier caso, no era él el que aseguraba, sino —lo sugería—el Estado. La metáfora mostraba de entrada, a todas luces, un total desconocimiento del alpinismo pues el que asegura al principio es el de abajo. Además, ninguna apertura de una vía de escalada se hace individualmente sino colectivamente, antes de empezar, leyendo, cotejando planos, fotos, y mirando desde abajo in situ con detenimiento.  Añadamos que si una cordada va por un glaciar lleno de nieve y con rimayas, todo el aseguramiento es horizontal y mutuo, con nudos intermedios en la cuerda, para frenar una eventual caída en la grieta. Estas metáforas más apegadas a la realidad me parecen más pertinentes como modelo de una sociedad justa y lo más equitativa e igualitaria posible, aunque —añadiría—si bien los mosquetones, los nudos y las cuerdas son esenciales para no tener accidentes en la vida, si bien conocer adecuadamente la técnica de escalada es importante, lo esencial es, a fin de cuentas, disfrutar de la montaña, de la vida, en toda su plenitud, sentir el júbilo, la jubilación en las venas, aquello que nunca tendrá un precio.

Le Mans, a 19 de abril de 2023

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