Cuando Pablo, que es gallego, fue a Ecuador una de las cosas que más le impresionó fue la indiferencia nuestra –mía, sí, mía también- ante los niños de la calle, frase esta que no es poesía, así se les conoce, con ese genérico, a esas criaturitas que deambulan, a las horas en las que otros niños –con más suerte- sueñan, por las puertas de las discotecas, los restaurantes y los bares.
Una vez, mientras tomábamos vino y quesos en un bar de Quito, una de esas pequeñas sin zapatos que a veces llevan a sus hermanitos atados a la espalda nos tocó la ventana y nos hizo el gesto universal de querer llevarse comida a la boca.
Yo miré a otro lado, con dolor, pero miré a otro lado.
—¿Cómo pueden soportarlo?, dijo Pablo.
Lo que quería decir es cómo puedes soportarlo. En Quito, en la madrugada, hace frío. En Quito, en las calles alcohólicas, decadentes, no debería estar un niño, una niña. En Quito, en Nueva Delhi, en Marruecos, no tendría que haber niños vagando ni gente como nosotros mirándolos con la indiferencia con la que se mira una farola.
Pero los hay.
—¿Cómo pueden soportarlo?, preguntaba Pablo cada vez que un niño –en un semáforo, a la salida de un restaurante, afuera de una iglesia- le decía que tenía hambre.
No sé si respondí –por vergüenza- lo que me pasó por la cabeza en ese instante:
—Lo que a ti te enferma, lo que te parece abominable, impensable, monstruoso, pasa todo el tiempo, lo he visto desde que tengo uso de razón, para mí, para nosotros, es normal. Triste, pero cada vez menos triste y más cotidiano. Insoportable, pero cada vez más soportable. Horroroso, pero cada vez más –maldita sea- normal.
La pobreza como parte del paisaje. La pobreza como inmutabilidad. La pobreza como predeterminación. La pobreza sin sorpresa.
Unos meses después del Corralito, recuerdo a mis amigos porteños decir que lo más doloroso de la crisis era ver gente con buenos abrigos pidiendo comida.
Es decir, gente que hasta el invierno anterior era exactamente como ellos e iba –quizás- al Alto Palermo a comprar un abrigo de temporada y que ahora, en cambio, esperaba afuera de los locales de moda para pedir a gente con la barriga llena algo para llenar la suya y las de sus hijos –todavía- con sus buenos abriguitos cruzados: rojos, azul marino, de cuadros escoceses.
La pobreza como algo que no esperábamos, como una catástrofe natural, como una guerra, como una enfermedad grave.
La pobreza como algo nuevo, inmerecido, fatal.
El estupor de la nevera vacía, del no poder encender la calefacción, del tener que dejar la casa de siempre porque resultó que no era «de siempre», que ese concepto es tan ridículo como imposible.
También estaba el miedo a ser los siguientes, a que la misma mano helada toque la aldaba de tu puerta:
—«¿El invierno que viene llevaré este abrigo que estoy comprando para ir a pedir unas monedas?».
Sí, había algo en el que daba billetes al nuevo pobre: algo que recordaba al phobos griego, al terror a que te pase lo mismo. Había algo en el que rápidamente metía el billete en el bolsillo de paño de su abrigo: algo parecido a la soberbia, al maldigo tener que pedir, al querer morirse de la vergüenza ahí mismo, afuera del restaurante en el que –quizás- comió con amigos el invierno anterior.
Años después volví a Buenos Aires. Ya no se daban los billetes con tanta facilidad, aunque seguía habiendo gente con la mano extendida. Había pasado eso tan atroz: se habían acostumbrado. La pobreza como lámina tantas veces observada que ya no se ve.
Tal vez menear la cabeza. Tal vez nada.
Cuando llegué a España, hace casi diez años, estampas que vemos hoy eran impensables.
–La señora –Manoli, Conchi, Carmen- que se sube al metro y pide y llora y te muestra el vientre negro y vacío de su carrito de la compra.
—El vecino que te encuentras abriendo el contenedor de la basura no para echar su bolsa, sino para encontrar algo aún comestible, aún servible (me pasó, yo desvié la mirada y él desvió la suya).
—La pareja sentada afuera de un VIP con un letrero que dice: «nos desahuciaron, no tenemos trabajo, tenemos dos hijos pequeños».
—Las decenas y decenas de personas que esperan el cierre del Carrefour, del Ahorra Más, del Día, para «hacer la compra» en el contenedor.
—Los comedores sociales que ya revientan, los padres que se mueren de vergüenza y de fracaso de que vean a sus hijos en las largas filas afuera de la iglesia.
—Los niños que toman medio vaso de leche rebajado con medio vaso de agua.
—La gente que ahora mismo está muriendo de alguna enfermedad curable, pero no había medicina, ni calefacción, ni los nutrientes necesarios, ni médico –ni médico, ojo, ni médico-.
Y todo eso que sabemos (y todo eso que no sabemos).
Todavía me erizo cuando esto pasa, todavía algo se me remueve en la tripa cuando leo sobre la desnutrición infantil aquí al lado de mi casa y de la vuestra, aún quiero llorar cuando me entero por los amigos médicos de que cada vez hay más gente en la UCI que ha intentado suicidarse –esos casos no llegan a la prensa-, sigo dando un golpe en la mesa cuando sé del aumento de las depresiones, del hambre, de los problemas sicológicos y físicos de los niños de los desahucios.
Todavía. Aún. Sigo.
¿Hasta cuándo? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que sea cotidiano, «normal» y no salga en los periódicos? ¿Cuánto tiempo nos queda hasta que todo esto sea de tan visto invisible?
¿Nos acostumbraremos?
¿Vendrá alguien de afuera a decirnos «cómo pueden soportarlo»?
Y de verdad, ¿cómo podemos soportarlo?