Llevaba tiempo queriendo leer a Eloy Tizón pero no lo había hecho. Había aparcado el libro de Técnicas de iluminación en la estantería de cuando-tenga-tiempo y ayer me regalaron otro suyo -¡de 1992!- llamado Velocidad de los jardines. El título me recordó, no sé por qué razón, a ‘Continuidad de los parques’, aquel magnífico relato de Cortázar. Son títulos extraños: ni los jardines tienen velocidad, ni los parques continuidad. No hay nada que me llame más la atención que un título inesperado o extraño. Leí ‘Velocidad de los jardines’ y desde ayer, ese relato se coló entre esa lista de mis relatos favoritos, que encabezan, cómo no, ‘De qué hablamos cuando hablamos de amor’, de Carver, y ‘Joanna Silvestri’, de Bolaño. No me arriesgo mucho, lo sé. Pero ‘Velocidad de los jardines’ se coló en esa lista porque hacía tiempo que no leía un relato que consiguiera hacerme olvidar todo lo demás. Un relato tan aparentemente sencillo. Sin pretensiones. En escasas páginas, Tizón relata el curso escolar en esas edades tan confusas de los 16 y 17 años. Lo relata desde la madurez, acordándose de los nombres y apellidos de todos aquellos chicos y chicas que le acompañaron durante tantos años y de los que ahora ya no queda más que un anuario. Ahora tenemos Facebook, podemos buscar a la chica más popular de clase, al matón al que todos tenían miedo. Incluso a ese profesor que nunca logró que nos aprendiéramos el present continuous. Pero en 1992, cuando Eloy Tizón escribió esas páginas, todas aquellas caras quedaban ancladas en un pasado remoto.
Es fácil, después de leer este relato, viajar a la infancia de cada uno. Pensar en aquellas cosas de las amigas para siempre, en los repetidores de cada clase, en los niños que tenían un reguero de mocos secos permanente en el parvulario. Cuántos años compartimos. Y ahora, sin embargo, parece que nos queda un vacío. Hay un momento del relato de Tizón en el que dice: “Los quiero a todos”. Porque en realidad era así. Nos caían mal unos, los otros eran unos sabelotodo, pero éramos de la misma clase. O del A o del B. Y eso ya era suficiente.
El relato de Tizón sabe a fracaso, a la velocidad, no de los jardines, sino a la que se escapa el tiempo. Huele a plastilina. A las primeras colonias, al carmín mal puesto que les habíamos robado del neceser de nuestras madres, a los besos atropellados en la esquina. Todos queríamos ser tantas cosas: modelo, actriz. Había que escoger: o eras de Brenda o de Kelly. O te gustaba más Dylan o Brandon. La vida era eso.
Hace años me encontré a un chico que iba conmigo a clase y no lo reconocí. Habíamos sido muy amigos. Jugábamos a fútbol cuando a mi me gustaba el fútbol, o sea que de eso hace siglos. Recuerdo que él quería ser policía porque en nuestra época los policías molaban y atrapaban a ladrones. Ahora está claro que las cosas han cambiado. No quise preguntarle a qué se dedicaba porque su sonrisa, desdentada, las bolsas bajo los ojos, el aspecto descuidado, me hicieron pensar que la vida no siempre nos trata como mereceríamos. Eso mismo dice Eloy Tizón, y lo dice tan bien que lo voy a copiar “¿Por qué la vida es tan chapucera?”. ¿Por qué no nos avisaron en clase de que daba igual las notas que sacáramos? Mi amigo era el más listo de clase. Al final, me digo, no hay ninguna relación entre sacar un excelente en matemáticas y sacarlo en la vida. Eso nos lo hubieran tenido que avisar. Yo, desde luego, me lo habría tomado menos en serio.
Pensando en el relato de Eloy Tizón me trasladé de nuevo al poemario Chatterton de Elena Medel y volví a ese poema que casi siempre me hace tener miedo. ‘A Virgina, madre de dos hijos, compañera de clase’. Transmite velocidad-de-los-jardines, indefinición, años acumulados en unas aulas que se desdibujan en la memoria y que se encuentran de repente en un autobús. Bang. Y vuelve de repente, la pregunta de Eloy Tizón ¿por qué la vida es tan chapucera?