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A mi madre y a Ian McEwan

Una de las mayores alegrías que proporciona la literatura es el descubrimiento apasionado de un escritor. Empieza con un libro casual que lees con fascinación. Continúa con un segundo que también te impresiona. Llegas al tercero, la prueba definitiva. Deseas luego leer todos los que haya escrito y publicado. Esperas. Temes que se acaben. Te alegra saber que sigue vivo: podrá haber más en un futuro. Dejas alguno para cuando seas un anciano de 98 recordando los 89.

Acabas de descubrir a un nuevo escritor, un nuevo mundo. Vas con él, ella.

Mi madre tenía dos libros de Ian McEwan en casa. Hace poco los descubrí, Chesil Beach (el primero, que me fascinó) y La ley del menor (el segundo, que también me impresionó). Luego vi una película de Paul Schrader basada en su novela El placer del viajero; ambientada en Venecia, mi ciudad favorita de Europa. Finalmente, saqué de la biblioteca Máquinas como yo (el tercero, que me ha impulsado a escribir esto).

Hacía tiempo que no llegaba a la tercera novela de un escritor. Leo muchas de muchos. Con pocos llego a la segunda, o la tercera.

Algo especial ocurre cuando continúas, cuando necesitas (quieres) leer todo lo que ha escrito, pensado, dicho, visto. Hay una afinidad (o quizás sea Venecia la que nos une).

Antes de ir a la biblioteca a por Jardín de cemento, su primera novela, le hago una entrevista a mi madre para este texto:

— Hola, mamá.

— ¿Qué pasa?

— Te quería preguntar por los libros de Ian McEwan.

— Dime.

— ¿Cómo le descubriste?

— No lo recuerdo con exactitud, pero el primero que leí de él fue Ámsterdam. Me impresionó. Los temas que abordaba, la complejidad con la que describía los sentimientos. La intriga.

— ¿En qué año más o menos?

— A finales de los noventa, creo. Quizás lo vi en alguna librería. Tú eras un niño.

— También me atrajo que fuera de Inglaterra, había nacido en Aldershot, y cuando yo vivía en Londres conocí a algunas personas de allí. Sabes que siempre he tenido un cariño especial a la gran isla, y ya conocía a varias escritoras inglesas (a Woolf, Ruth Rendell, Margaret Drabble), pero ningún hombre.

— Luego leí Expiación, y fuimos (mi madre y mi padre) a ver la película. Ese fue el primer libro que releí de él.

— Creo que en las estanterías están el de Chesil Beach (1) y el de la Ley del menor. Aunque no sé dónde.

— ¿Por qué lo preguntas?

— Es que leí los que tienes en casa y me gustaron (conmovieron) mucho.

— Sí. Yo estaba segura de que te iban a gustar, cuando los encontraras. Nosotros (mi madre y yo) somos muy de dar vueltas y vericuetos e importancia a los sentimientos. Como McEwan, un experto en abordar las relaciones entre las personas. Espero que esté embarcado en la siguiente novela. Hace meses cogí en el bibliobús Máquinas como yo, te lo recomiendo.

— Gracias, mamá. Lo leeré.


1

Al final del libro Chesil Beach encontré la siguiente nota de mi madre:

Releído en enero de 2019, después de ver el film en avión a Bogotá en noviembre. Igual de desolador y doloroso al ver cómo la cultura y opresión social y sexual acaban con un amor. Florence relata muy bien sentimientos familiares. Su nombre los aclara y limpia.



No podemos verlo todo a nuestro alrededor. No podemos ver lo que hay a nuestra espalda. Ni siquiera podemos vernos la barbilla. Digamos que nuestro ángulo de visión es de casi ciento ochenta grados. Lo extraño es que no hay frontera, no hay linde. No hay visión y luego negrura. Como cuando miramos por unos prismáticos o cerramos un ojo (vemos el límite en la nariz). No hay algo y luego nada cuando tenemos los dos ojos abiertos.

Máquinas como yo, Ian M.

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