“Un pequeño caniche aullador se frotó contra mis piernas. Lo acaricié. Una mujer joven, no recuerdo si era guapa o no, iba atada al perro y creo que se llamaba Gloria”. En A mi manera, el escritor israelí Yoram Kaniuk cuenta su llegada a Nueva York
Yoram Kaniuk (Tel Aviv, 1930) es uno de los mejores escritores israelíes. Su novela El hombre perro (1968), publicada en España por Libros del Asteroide (2007) y recién llevada al cine por Paul Schrader con el título de Adam Resurrected, es una de las obras maestras de la literatura actual. En 1948, con 17 años, Kaniuk luchó en la primera guerra árabe-israelí, enrolado en el Palmaj, la unidad de élite del recién creado ejército de Israel. En esa guerra fue herido de gravedad. Después vivió la década de los 50 en Nueva York, donde conoció a Charlie Parker y Billie Holiday y todos los grandes del jazz, como cuenta en su autobiografía A mi manera, de la que fronterad.com ofrece en exclusiva un adelanto de su primer capítulo. Yoram Kaniuk preside, junto con el escritor palestino Émile Habibi, el Comité de Escritores Israelíes y Palestinos contra la Ocupación y por la Paz y la Libertad de Crear.
Eduardo Jordá
Hubo una guerra y me hirieron. Al regresar me sentía ausente y aislado de todo, pasé días sin hablar, dibujando por las paredes porque había matado a gente antes de besar a una chica. Estábamos tomando algo en el Café Piltz con Menashke Baharav, quien tocaba los lúgubres, dolorosos acordes de La Caída del Joven Defensor, y yo salí al viejo paseo marítimo. Ahí, de pie, sentí una presencia cercana. Una fragancia acre y dulce. Eché un vistazo furtivo a una silueta de mujer. Lentamente, avanzamos el uno hacia el otro. Por fin, sin pronunciar palabra, nos besamos. Con la pierna escayolada me arrastré a su lado por los London Gardens hacia el Excelsior, un supuesto hotel para soldados, y subimos a la habitación, en la que había una cama individual estrecha y unas cuantas manzanas pudriéndose. En la ventana estaba el mar. Y la luna llena. Ella lanzó un grito en alemán y me besó la bota, pensando que yo era un agente de la Gestapo. Era tan buena, y me enseñó lo que había que hacer. Por la mañana nos miramos el uno al otro. No podíamos preguntarnos cómo te llamas, y tú, ¿cómo te llamas tú?, así que nos quedamos de pie en la Calle Ben-Yehuda comiendo pretzels, y ella me miró con cariño y yo a ella también, y no supe qué decir y me eché a andar hacia el norte, desde la calle Bograshov hacia la casa de mis padres, y la calle se llenó de puestos ambulantes, autobuses, bicicletas, unos pocos coches. De pronto me di cuenta de que la deseaba, ella me miró dolorosamente desde lejos, se dio la vuelta y se alejó, me habían derrotado en mi nuevo país. Recordé el penetrante olor a lugares lejanos que venía de ella, su ropa que despedía una fragancia extranjera. Traté de seguirla pero yo iba cojeando y ella se desvaneció en el bullicio de la mañana, con un reproche en la mirada. Estuve enamorado de una chica que había sido la novia de otro hombre y que había dejado de amarlo antes de que él se hiciese matar y ella se viera obligada a sentarse con la familia, de luto como si fuese su chica. Solíamos meternos a escondidas en el parque público para estar juntos. Ella tenía sentimientos de culpa y acabó por dejarme, pero entonces me enamoré de una amiga mía.
Para golpearse la cabeza contra la pared hay que tener mucho valor. Estas son las cosas que dejo. De Simcha nacieron Sarah, Joseph y Alexander. De Mordechai nacieron Moshe y Bluma. Su bisabuela, una reina judía, montó a caballo desnuda para traer la salvación. En 1970 H. dijo: Danny está muerto, Bill está muerto, una vez más nuestra generación está empezando a morirse. Cuando Sarah, mi madre, fue al viejo cementerio a visitar a sus amigos, dijo que se acordaba de cómo, en mayo de 1921, se habían llevado a Brenner y a sus camaradas al Gimnasio. Habían sido despedazados, mutilados, había veintidós en total. “Yo”, dijo ella, “cubrí los cuerpos desfigurados con sábanas. Y fueron enterrados juntos porque era imposible distinguir quién era quién. Lamento que éste sea el legado que os dejo”.
Trabajé en un barco inmigrante y en Nápoles se burlaron de mí cuando fui al museo en lugar de ir al 69, el mejor burdel de la ciudad. Fuera vendían niñas pequeñas a diez cigarros cada una. Una mujer joven que sujetaba a una pequeña de la mano dijo: “Mi hermana. Limpia. Depilada. Joven”. Le di unas monedas y me fui al museo. La mujer joven le rezó a laV Virgen detrás de la cual un cura descalzo que recolectaba estiércol de caballo para la calefacción había dejado una lámpara de alcohol para que ella pudiese llorar. Los frescos pompeyanos estaban dentro del museo. Tenía hambre. Un hombre delgado con un enorme cazo atado a la barriga estaba vendiendo espaguetis. Le pedí una ración. Con o sin, preguntó. Con, respondí. Se sacó dos botellas de los bolsillos, echó un trago de cada una, hizo gárgaras con la mezcla en la boca y la escupió sobre los espaguetis. Caminé un poco para que no me viese y lo tiré todo. Hordas de niños devoraron rápidamente los espaguetis con su envoltorio de periódico incluido. Tomé un taxi anticuado hhhasta el 69, donde estaban mis amigos que se rieron. Un socialista ha llegado al corazón de la decadencia capitalista. Había una mujer desnuda que daba vueltas sobre una banqueta de piano, y chicas maquilladas a la venta, ahí sentadas haciendo muecas.
Un amigo trajo a una chica demacrada y asustada. Ésta, dijo, sólo lleva aquí desde el martes. Me la llevé y le compré unas baratijas que le vi mirar fijamente en un escaparate y zapatos y también un abrigo. La lira valía cuatro dólares y nos sentíamos ricos. La llevé a un restaurante en Santa Lucia, uno entre tantos otros que esperaban vacíos a comensales que no aparecían. Le di de comer. Comió como una lima. Los camareros con las mangas manchadas hacían gestos de masticar y también les invité a comer. El chef se acercó y los invité a él y a su asistente. El dueño, a quien los empleados le tenían miedo, estaba sentado como un oficial al mando, supervisándolo todo, y él también tenía hambre, así que le pedí que nos acompañase. Bebimos vino. El Vesubio parecía bañado por la luz de un barco. Me la llevé de paseo. Me llamo Angelina, dijo, y me pidió cordones para los zapatos. Se los compré. Los ató haciendo una larga cuerda que luego ató a mi muñeca y dijo, “Soy tu perro, no me dejes”. Los inmigrantes ya estaban a bordo. Tomamos una lancha hasta el Pan York y Angelina lloró en el puerto. La abuela había muerto. Sus abuelos y abuelas habían muerto. Mis padres, Moshe y Sarah, habían muerto. Mis amigos habían muerto. Un año en Jerusalén en el tejado de una vieja escuela en un monasterio. Un árbol enorme en el patio. Decían que San Jerónimo se había sentado allí abajo.
***
El invierno fue duro y yo me desmayé a causa de mi herida de guerra. Me dijeron que fuese a Nueva York porque tenían ganas de ver el primer soldado israelí. Tenía un billete de marinero ordinario de cuando trabajaba en el barco de inmigración ilegal, el Pan York. Me subí a bordo de un barco italiano en el que ondeaba la bandera panameña y que transportaba granjeros alemanes a Alberta, en Canadá. El trabajo era duro. El mar rugía. Había quizá unos veinte pasajeros en camarotes porque era un barco de mercancías. La manada de vacas y toros alemanes se mecía en la bodega. La tripulación, casi todos italianos, meaba desde el puente sobre los alemanes borrachos que se tumbaban apiñados en cubierta, y gritaba. En el camarote contiguo al mío había una chica americana que volvía de París tras un amor no correspondido. Ella lamía chocolate y nos tumbamos junto a la portilla, y las olas se estrellaban contra el cristal y esto la excitaba. No era ni guapa ni no-guapa, tenía un tatuaje en el culo. Era una de esas chicas con las que se está bien pero que se olvidan rápidamente y dijo que era de Minot, Dakota del Norte. El nombre Minot, dijo, era porque en la primera cabaña había nueve troneras abiertas en los nudos de la madera, y dentro de la cabaña había diez pioneros, y los indios disparaban a la cabaña, y alguien gritó dónde está mi nudo[1]. No volví a verla, pero una vez ella leyó una crítica de mi exposición en el periódico y me mandó una foto suya con un hombre y cinco niños, y por alguna razón no estuve seguro de si era su familia o si los había contratado. Quizá fui cruel con ella y pensé que era poco insignificante frente a las olas que no podían entrar por la portilla. Llegué a Terranova. Encontré trabajo en un barco pesquero que navegaba hacia Nueva York y atracamos en Hoboken, Nueva Jersey.
Gandy Brody, a quién había conocido en París, estaba esperándome. En París me había llevado a un club de jazz llamado Chez Inez. La dueña, Inez, era cantante y estaba casada con un danés. Gandy solía hacer caricaturas de la gente; la mayoría alegaba que no se parecían en absoluto y él les devolvía el dinero, pero siempre había algunos demasiado tímidos para quejarse, así que algo ganaba. Allí descubrí el jazz. Me puso un disco de Billie Holiday y dijo que su voz era como agua seca. Yo no sabía qué era eso, pero me gustaba. Me mandó una carta a París y en el sobre escribió: “A Yoram Kaniuk, Un Ciudadano Israelí en París”. Me aconsejó que fuese a América. Cuando llegué me preguntó cuánto dinero tenía. Ocho dólares y cuarenta centavos, le respondí. Parecía decepcionado porque aunque fuese judío, era uno de esos judíos que piensan que todos los judíos, menos él, son ricos. Tomamos un autobús a Manhattan y desde ahí, cerca de la calle ciento algo, caminamos. El sol brillaba. Era un hermoso día de otoño. Un agradable aroma a café tostado y a flores y de cada tienda y restaurante llegaban las melodías de dos canciones de las rocolas: Somewhere Over the Rainbow y Stormy Weather, y sentí que había llegado a casa. Me enamoré —sin ser correspondido— de la ciudad en la que viviría diez años. Gandy llevaba una bufanda de colores al cuello. Era un hombre joven y apuesto, con el pelo desgreñado y movimientos pesados pero a la vez elegantes en su torpeza. Solomon Gabriel Brody nació en el Bronx cuando su padre cogió un cinturón, lo masticó, se lo dio a masticar a toda su familia y entonces, dijo Gandy, los buenos tiempos terminaron y empezó la Depresión. Fue abandonado.
[1] El juego de palabras consiste en que en inglés la palabra Minot se pronuncia igual que my knot (mi nudo). (N del T).
Temerario. Conocía cada local de Nueva York, sobre todo sitios donde se podía comer barato. Tenía aventuras con mujeres mayores que le ayudaban porque era artista, y tenía una relación misteriosa cuya naturaleza nunca llegué a comprender con una japonesa que de vez en cuando se ocultaba con él durante unos días. Sus mejores amigos eran músicos de jazz. Antes de conocernos en París, le habían hecho fiestas en las que se pasaba un sombrero para ayudarle a que fuera a París, en donde tanto deseaba estar. Pero después de las fiestas despilfarraba el dinero y no aparecía hasta la próxima fiesta. Pero un día sí que fue. Llegó a París vestido con un mono de faena y en cuanto desembarcó ya se quería volver. Entonces fue cuando nos conocimos. Dijo que París, después de Nueva York, era como un campamento de verano. Le llamaban Gandy porque sabía hacer gandy-dancing[2]: una vez un indio había llevado un mono que bailaba para los trabajadores chinos que se mataban a trabajar colocando las vías del tren. Nadie en Nueva York hacía el baile como él. Como un judío hasídico atrapado dentro de un griego de una aldea remota. Estuvo un tiempo bailando con Martha Graham pero ella le sugirió que lo dejase porque pesaba demasiado. Desde entonces pintaba. No sabía pintar, pero sus cuadros eran como su danza, como su fascinante personalidad, llenos de impedimentos, de anhelos. Amasaba las pinturas hasta conseguir una especie de caos suave, pero con mano firme, y embadurnaba los cuadros de arena y pintaba capa sobre capa. Gandy era abierto, pero al mismo tiempo guardaba secretos del pasado de los que no hablaba mucho. Según los rumores, una vez se metió en una pelea y alguien trató de matarle. Decían que mendigaba y le gustaba invitar a la gente a un café o a un whisky. Nos hicimos muy amigos y nos gustábamos el uno al otro. Él era mi guía por las cloacas humanas y económicas de Nueva York, cada esquina recóndita, los mafiosos de Little Italy a los que les gustaba verle bailar y echarle dinero.
Una vez decidió que tenía que conocer a Charlie Chaplin. Tomó un autobús Greyhound a Los Ángeles. Se fue caminando por Sunset Boulevard y encontró la casa de Chaplin. Llamó a la puerta y dijo, soy Gandy Brody de Nueva York, y el mayordomo le dio con la puerta en las narices. Él se dio la vuelta, se sentía sucio después de haber caminado largo rato bajo el sol, entró en el jardín, se lavó con una manguera que encontró allí, y cuando empezaba a lavarse los dientes, se encontró a la policía que había sido llamada por un vecino porque en el Sunset ni se entra ni se lava uno los dientes en los jardines. Gandy fue arrestado y dijo que le sorprendía que le arrestasen por lavarse los dientes y querer decirle una cosa a Chaplin y que era Gandy Brody de Nueva York. Volvió feliz a Nueva York. Caminar con él por la calle era como entrar en el bar de un pueblo de doscientos habitantes. Todo el mundo le conocía. Alguien decía, “Hola Gandy”, y él preguntaba, “¿Tienes cinco pavos?, por casualidad tengo unas deudas”, y a veces se los daban. No creía en el trabajo, así que no trabajaba en su vida excepto un día al mes. Vivía de cosas de las que yo no tenía ni idea y sabía cómo exigirle a la gente porque era un artista. Gandy me llevó al Greenwich Village y me sentó en un banco en Washington Square y me dijo que se tenía que ir y que volvería más tarde o mañana. Me quedé allí sentado con el saco de cosas que había traído de París y esperé. No conocía ni a un alma y cayó la tarde. Al parecer no me preocupaba. Un pequeño caniche aullador se frotó contra mis piernas. Lo acaricié. Una mujer joven, no recuerdo si era guapa o no, iba atada al perro y creo que se llamaba Gloria. Al principio me miró con desprecio porque parecía un trapo sucio. No tenía ni un céntimo. Yo dije algo, ella dijo algo, y yo le dije “Llevadme a vuestra cueva”, porque en Chez Inez en París había aprendido lo que entonces se conocía como lengua bop que más tarde se convirtió en el argot de los americanos, pero que entonces era el idioma misterioso de los músicos de jazz. Como había estudiado a Julio César en el instituto, junté las dos lenguas. La frase excitó a Gloria y me preguntó qué era una cueva y le expliqué que era un apartamento. Nunca lo había oído y parecía divertida. Hablamos un rato, yo volví a acariciar al perro. Me llevó a su apartamento cerca del parque en la Quinta Avenida, número uno, piso veinte. Me dio de comer. Le conté historias de que yo era del desierto y mi madre era pastora y yo montaba a camello porque los camellos, según me había dado a entender Gandy en París, funcionan de maravilla en Nueva York. Le hablé sobre una chica a la que había amado en Israel y que me había dejado. Le conté que mi familia era granjera en el Valle del Jordán y que habían conocido a los Patriarcas Abraham, Isaac y Jacob en persona. Nos fuimos a la cama e hicimos lo que se hace en la cama, y ella dijo “Podrías sacar un cuchillo ahora mismo y matarme”, y yo dije que, objetivamente hablando, eso era cierto. Ella dijo “No me conoces subjetivamente”, y yo le dije que ella tampoco. Se levantó y caminó hacia atrás con los ojos cerrados y no tropezó con nada de lo que había en la habitación, llena de todo tipo de ropa, pelotas de tenis, sillas, y su pequeño perro intimidante, y había muchos pares de zapatos desperdigados por todo el hermoso suelo de madera. El teléfono estaba en el suelo. Otra vez se puso a andar hacia atrás con los ojos cerrados diciéndome todo el rato: “¡Mira que maravillosa soy!” Cuando se quedó dormida yo aún no podía dormirme y la miré. Dormía como un soldado en formación, disciplinada y obediente, con los brazos a los lados. Pero en su cara vi una expresión de angustia desesperada. Me hacía daño. Ya tenía suficiente con lo mío. Casi me marcho, pero ella tenía un tipo nuevo de soledad en el piso quince o treinta de su magnífico edificio, una soledad que yo aún no conocía. Y luego la llamó alguien, dio un salto, contestó, el odio brilló en sus ojos, me puso veinte dólares en la mano y me echó. Había una tienda cerca de su casa en la esquina de la Calle Octava y la Quinta Avenida. Entré y desayuné y volví al parque y me senté en el mismo banco. Vino Gandy y no se disculpó. Dijo que sabía que yo estaría allí.
***
Empezamos a exponer nuestros cuadros en la Avenida Greenwich. Gandy bailaba delante de los cuadros para llamar la atención de la gente. Yo me quedaba a un lado. Vendimos unos cuantos dibujos y a veces pintábamos a las muchachas cuyos corazones habían sido conmovidos por la dureza que Gandy expresaba poniendo los ojos en blanco y levantando sus largas pestañas hasta las cejas. Pero no nos ganábamos la vida. Empecé a usar pinturas de esmalte porque eran más baratas. Pintaba en la parte de atrás de lienzos usados. Antes de las Navidades pintamos tarjetas de felicitación que fueron expuestas sin éxito en la tienda legendaria de Rosetta Wright en la Avenida Greenwich.
[2] Gandy dancing: baile inspirado en las canciones de los obreros del tendido del ferrocarril (N.de T).
En las bodas judías aprendí a hablar unas pocas palabras en hebreo que despertaban un poco de afectuosa atención, y cuando alguien me preguntaba si era de la familia de la novia yo tenía que decir que era de la familia del novio, beber rápido y comer rápido y marcharme. En sitios diferentes y casi desconocidos aprendí a comprar comidas baratas con espaguetis y albóndigas. Nueva York me parecía maravilloso y para mejorar el inglés leía novelas de detectives de Ellery Queen, Dashiel Hammett y Rex Stout. Me sentaba con un diccionario, intentando descifrar el inglés, aprender palabras, practicar. Gandy y yo discutíamos sobre pintura.
Con el pintor Larry Rivers nos eligieron para que fuésemos los protegidos del crítico Meyer Shapiro. Después de numerosas discusiones con Rivers en contra del abstracto, y por sus propias razones, dejó de pintar abstracto y empezó a hacer retratos de desnudos de la madre de su ex-mujer. Pero Gandy no era partidario de Rembrandt, Greenwald ni Hopper. Gandy se decantaba por Mondrian, Motherwell y Jackson Pollock. Me llevó a la escuela de Hans Hoffman porque sólo desde allí sería capaz de alcanzar la cima de la pintura. Yo odiaba esa pintura. Le dije que Hoffman era un gurú de pacotilla. La gente peregrinaba para verle. Cientos de artistas hacían con él lo que se conocía como action painting. Cualquiera que no pintase de ese modo era condenado de forma rotunda. Como Larry Rivers, que años más tarde se convertiría en uno de los verdaderos artistas americanos. Me llevé unos cuadros que había traído de París. Era 1951. Llegué a una gran habitación que era el templo de Hoffman. Había cientos de artistas fuera pintando el mismo cuadro. Todos parecían estar alterados y embadurnaban los lienzos con rabia controlada y se concentraban y agredían los lienzos con caras llenas de muecas, les saltaban encima, los rajaban, los pintaban con spray, parecían una panda de salvajes, y a mí me condujeron al templo. Hans Hoffman estaba sentado en una silla alta, como un rabino. Llevaba un enorme turbante. Hablaba con acento alemán. Me miró con agresividad, casi desdeñoso, incluso compasivo. Gandy temblaba y empezó a manosear su bufanda, y Hoffman miró los cuadros un rato y emitió su veredicto: “O se es un pintor nato o no se es pintor en absoluto”. No llegué a entenderlo, pero a la salida Gandy me explicó que era un piropo. Que lo que quería decir y no dijo fue que sí era un pintor, sólo que de la manera equivocada.
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Un apartamento en la esquina de la Quinta Avenida con la Décima necesitaba un pintor. Yo fui y dije que tenía experiencia pintando casas en París. De acuerdo con las instrucciones de Gandy dije que había pintado la casa del Barón de Rothschild, porque de hecho, por medio de un amigo, había visto las paredes del palacio de Rothschild y había pensado en las palabras de Lincoln, si el Señor tuviese dinero seguro que viviría aquí. Pinté el apartamento. Probé mi suerte con la señora de la casa y ella dijo que era un insolente y aunque no me castigó, rechazó mis insinuaciones y soltó una risa amarga y egoísta cuando la miré. Por las tardes Gandy y yo íbamos al Birdland a escuchar jazz. El jazz nunca se puso de moda del todo en América. Años después George Shearing, que escribió Lullaby of Birdland, me dijo que cuando volaba a no sé dónde, el piloto lo reconoció. Aterrizaron en algún sitio. Los pasajeros se bajaron a tomar el aire. El piloto le preguntó a Shearing si haría una cosa por él. El ciego de Shearing se sentó en la cabina de mando y le pidió a alguien que llevase a su perro guía a dar un paseo corto. El piloto se llevó al perro y los pasajeros huyeron porque no querían volar con un piloto ciego. Yo intentaba sin éxito averiguar cómo conseguía Gandy ganarse la vida y le insinué que me estaba quedando sin dinero y él habló con alguien del Birdland, y el tipo, ya no recuerdo quién era, nos mandó al Minton’s Playhouse en Harlem.
Conocí a Charlie Parker, le oí tocar. Era el primer vaquero negro del mundo. Más adelante vi como coleccionaba pistolas como las que salen en las películas del oeste, Hopalong Cassidy era su héroe. Hizo una religión del pollo asado, adoraba las maquetas de trenes y soñaba con conducir un Cadillac chapado en oro. Entre la basura que le rodeaba vi en él una timidez primigenia. Era un sentimental enorme e intimidante y la primera vez que le escuché sentí que estaba viendo morir a Dios. Cuando tocaba una canción y su frente, elevada, empezaba a sudar, la música se buscaba a sí misma en las manos que jugueteaban por el saxofón, y yo oía el eco de los funerales negros que venían del lugar donde el jazz había nacido para regocijarse y reír porque había muerto otro negro. También oía como rezaba mi abuelo. Le conté a Charlie Parker lo del Rabino de Ladi. Le expliqué que durante el sitio de Moscú por las tropas de Napoleón hubo un debate incesante entre los judíos sobre si la victoria de Napoleón sería buena o mala para ellos. El rabino Israel de Konitz quería que Napoleón ganase mientras que el rabino de Ladi no. Se decidió que ambos debían ir a la sinagoga al mismo tiempo y que ganaría el que antes lograse hacer sonar el shofar. El rabino de Konitz llegó al mismo tiempo que el rabino de Ladi, pero fue el primero en soplar el shofar y entonces el rabino de Ladi le arrebató las notas del shofar al rabino de Konitz y así, desde una distancia de novecientos kilómetros, decidió el destino de Napoleón en Moscú. Bird dijo que cualquier músico de jazz que no hiciese del jazz una dama, como ese tal Dave Brubeck, sabía sacarle las notas a un shofar. En la calle todo el mundo jugaba a las apuestas clandestinas y perdía montones de dinero a manos de los profesionales negros vestidos de punta en blanco con sus trajes de colores y magníficas corbatas. A Bird le gustaba ver cómo Jimmy Slide machacaba a Napoleón en Moscú con su claqué.
Yoram Kaniuk en el festival de cine de Telluride, EEUU. 2008/ Rick
Una noche, poco después, íbamos andando por la Quinta Avenida. Junto a la tienda de Olivetti, en un pedestal de hormigón, había una máquina de escribir. Al otro lado se veían grandes edificios y luces encendidas y los culos de mujeres agachadas abrillantando el suelo a la luz del neón. La avenida estaba vacía. Pusimos papel en la máquina y Bird me dictó una carta. Vino un poli y se lamentó de que allí no se hubiera cometido ningún crimen. Así había sido cada noche desde hacía un año ya, y su mujer se reía de él porque cualquiera de los capullos de la comisaría tenía en su haber unos cuantos rateros como medallas colgadas en el pecho, y sus mujeres se reían de la mujer cuyo marido no tenía ni un ratero. Minton’s Playhouse estaba en la Calle 117, entre Lennox y la Séptima Avenida, no muy lejos del Savoy Ballroom y del Apollo. A última hora de la noche permitían tocar a músicos que habían perdido la licencia por culpa de las drogas. A mucha, mucha gente le encantaba oírles. Gente normal de la calle. Blancos. Negros. Putas. Chulos. Y agentes de policía. Conseguí trabajo lavando platos bajo la batuta de un negro llamado Andy. Les gustaba tener a un chico blanco lavándoles los platos. Yo era joven y me vestían con ropa negra para que pareciese más blanco al ir de negro.
Compraban la ropa en la casa de empeños de la esquina y durante dos meses viví en un cuarto encima del club. Tenía una novia mitad japonesa mitad negra que vivía enfrente y trabajaba vistiendo muñecas de vudú. Ella me tumbaba boca abajo y caminaba descalza por mi espalda, doblando los dedos de los pies, y yo me avergonzaba al verla convertida en una especie de esclava. Era hermosa, pero igual que Flora quería que la dominase. Billie Holiday cantó Yo para mí —así es como me llamaban—, El Blues de Yo. Pero no estoy hablando de mí mismo. El jazz me inundaba. El humor triste de los músicos. Billie Holiday cantaba con notas que sonaban como si estuviesen tejiendo una triste alfombra y me llevaba de paseo y yo hablaba y ella escuchaba, o quizá no, y decía que no entendía esas tonterías. Nos besamos. Dijo que la habían besado mejor. Yo estaba allí y ella quería besar a alguien y yo era el que le quedaba más cerca y además hablaba como alguien haciendo el ridículo. Estaba perdida y parecía un pájaro al que le habían herido. La llamaban Lady Day porque cuando era camarera se agachaba para coger el dinero y le veían los pechos y decían: Lady. Era una reina destronada que exigía que su dominio permaneciera en las cloacas. Años más tarde la vi donde Tony Scott, el clarinetista. Cantó Mayn Yiddishe Mammeh para mí. Nadie la cantaba como ella. Publicó su autobiografía que empezaba con las palabras: “Cuando nací mi madre tenía trece años, mi padre dieciocho y yo cuatro”.
A Bird yo le caía bien y estaba Max Roach y bailaban claqué, y estaba Ben Webster que empeñaba su saxo cada semana, y Bird y yo le hacíamos desempeñarlo y entonces tocaban juntos. El loco de Bud Powell se les unía. Estaba medio pirado de las palizas que le habían dado por el color de su piel. Se subía al piano y cacareaba “Cocoricó” y entonces tocaba y todo el mundo lloraba por cómo sus notas te herían las entrañas. Alrededor de la medianoche, la película de Clint Eastwood, con Dexter Gordon, que también venía con nosotros, es sobre Bud Powell. Se fue a Europa, se subió a los árboles, volvió, se fue otra vez, y quería amor pero no había. Recuerdo haberle arrastrado hasta su casa, pero no recuerdo en dónde.
Lady Day acabó por besarme y odiarme porque no era cruel y no le pegaba ni gritaba ni le cogía el dinero, era demasiado inocente para ella, demasiado limpio, no era un chulo, le hablaba de los poemas de Milton y de poetas que me gustaban y de pintura, a ella le gustaba pero no le interesaba demasiado. Ella cantaba: “Una flor no da explicaciones, el fuego no da explicaciones y el amor no da explicaciones”. Amaba igual que hablaba, pensaba que yo estaba intentando embaucarla y no le interesaba lo que yo decía sobre Rembrandt o Vermeer, del que por aquel entonces intentaba averiguar de dónde venía la luz en sus cuadros, cuál era la magia de las artimañas de ese hombre, y la verdad es que no quería responder. Ella pensaba que no era digna de palabras así. Para ella yo era un farsante de un mundo en el que ella hubiera querido vivir, pero del que ya había perdido el tren. Y a veces, a las cuatro o las cinco de la mañana, nos íbamos a un pequeño club, donde tocaba un negro gordo llamado Slim Gaillard. Slim esperaba a Bird y a Lady y me dijo que yo era un paleto blanco, pero encantador. Tocaba con sus manos enormes cruzadas; tenía dedos como salchichas y golpeaba las teclas con las uñas y durante una hora entera tocó una canción que nadie ha descifrado jamás, Cement Mixer, Put-i Put-i— y yo me sumergí en la dicha de tres o cuatro meses de cuadros arrebatados, colores nuevos, empecé a mezclar el óleo con las pinturas de esmalte, aprendí a pintar jazz, a pensar jazz, sentir el pulso, el bebop. Pensaba en un contrabajo y sentía el ritmo fluyendo por mi cuerpo.
Lo del Minton era una fiesta continua. Allí la gente casi ni comía. Les gustaba reír, llorar y beber. Lo que yo tenía que fregar eran sobre todo vasos. Querían que caminase entre las mesas para que los clientes viesen a un camarero blanco de Jerusalén, porque Tel Aviv no les decía nada. Las putas se sentaban rodeándose unas a otras con los brazos y pedían Bacardí o whisky escocés con leche y flirteaban conmigo.
Decían que yo era lo que le quedaba a Bird entre nota y nota. Los polis estaban casi siempre borrachos. Los músicos se volvían locos compitiendo entre sí. Los blancos del público se quedaban ensimismados y todo el mundo les miraba como si fuesen condes, concediéndoles el honor de visitar un burdel de Harlem. Yo les servía y si se acordaban incluso pagaban. Por suerte una anciana negra al otro lado de la calle me hacía una comida al día a cambio de que yo le contase cosas de Jerusalén y del Río Jordán, y había una especie de oro deslucido en aquel engaño. Los músicos se hacían llamar por nombres de nobles, les encantaba la monarquía, la pompa, vestirse elegantemente: Lady, Lester Young era el Presi, Ellington era el Duque, Basie era el Conde, y Nat Cole era el Rey. Se saludaban como habían visto en las películas inglesas sobre la realeza. Mandaron un mensaje al mundo a través de mí: “Aquí, en el culo del mundo, florecen las verdaderas flores, entre un saco de estiércol blanco de Tierra Santa que lleva a Jesús, Moisés y Abraham en el bolsillo. Y son sus amigos personales y él los hace hermosos”. Me halagaban. Su amabilidad era incondicional excepto por el hecho de que habían decidido que les sirviese devotamente sus bebidas. Ellos lo apreciaban más de lo que yo creía, ya que yo pensaba que eran ellos los que me hacían un gran honor. No querían ver mis dibujos ni mis cuadros, excepto Bird que subió a verlos. Gandy aparecía, las putas me pedían que fuese su amante, pero la música y el ambiente eran fascinantes aunque las mujeres no, por muy tristes que fuesen. La japonesa conoció a alguien y se fue.
Cuando las chicas dejaban de reír en el club y los fornidos chulos las arrastraban afuera, ellas volvían a entrar a gatas llenas de moratones y entonces las llamaban “reinas” y las invitaban a copas y sólo los polis y los detectives duros les vacilaban. Yo solía comer con los músicos en el Jimmy’s Chicken Shack, donde pedíamos pollo y ensalada de col o un bistec que chamuscaban con unas pinzas sobre un lanzallamas, y un día dije que iba a escribir porque pensaba que la pintura era despreciable, y Ben Webster me preguntó sobre qué iba a escribir, y yo dije un libro que se llamaría El Futuro de Dios pero no estaba seguro para nada de que él tuviese futuro.
Una tarde que libré en el trabajo fui al bar de Minton que estaba encima del club. Ben Webster estaba allí. Una mujer alta con una gorra de béisbol verde, que había llegado en una limusina y le esperaba con un chófer que miraba hacia delante aunque no hubiese nada que ver ahí, le hizo preguntas sobre jazz. Él estaba borracho y arruinado y respondía a sus preguntas por cada copa a la que le invitaba como si fuese una especie de historiador del jazz. Dejó caer nombres como Jellyroll, Mezz Mezzrow, Fats Waller, King Oliver, Morton, hablaba como un catedrático y me presentó como doctor del jazz, el catedrático más joven de Berlín. Entonces le dijo que había una jam session en el Five Spot y la mujer le preguntó a Ben —que no había estado sobrio desde su bautizo y ni siquiera eso estaba comprobado— si uno tenía que sufrir para tocar jazz. De pronto pareció contento. La miró jubiloso: “Claro. Sólo sufrimiento. No sabes cuánto, si quieres tocar encuentra el sufrimiento y úsalo”. Le pidió que lo anotara todo, porque era importante, y ella empezó a escribir y él dijo: “Lo primero que debes saber es que todo el jazz es una mierda. Pero para ti, recuerda que todos sufrimos”. ¿Qué sufrimiento? Estamos perdidos y tú deberías hacer una donación para que se nos hiciese más fácil sufrir, porque con dinero en el bolsillo y un trago en la sangre es mucho más fácil aguantar el sufrimiento. Nos metimos en la limusina y bajamos al Village. Esperándonos en el Five Spot estaban Dizzy y Max Roach y Miles Davis y Bird. Ben presentó a la mujer alta como una autoridad del jazz de Memphis, Tennessee. Sentados a un lado había cinco italianos con abrigos amarillos de pelo de camello con las pistolas abultándoles bajo los chalecos, y entonces empezó la sesión. Los italianos lloraban y sus lágrimas eran tan grandes que hacían ruido al chocar contra el suelo. Lloraban y se secaban los ojos con pañuelos. Luego miraron por la ventana y parecían disgustados. Salieron a la calle unos minutos y le quemaron las pelotas al chófer con un lanzallamas porque les parecía que tenía pinta de sospechoso. Luego pidieron pollo asado para todo el mundo, con patatas fritas, ensalada de repollo y Coca-Cola. Ben empezó a tocar. Bird le admiraba y dijo “¡Eso es sonido! ¡Eso sí que es bueno!” Dizzy atacó por el flanco con su trompeta torcida. Bird dijo que Dizzy tenía el mejor fraseo de todo el mercado. Incluso Max Roach, que había estado mirando las musarañas, cogió las baquetas, las lanzó al aire, frunció el ceño y empezó a tocar la batería. Yo podía sentir cómo construían una armonía completa a partir de las variaciones, cómo tenían pensado que fuese la música. Bird empezó a tocar delante de Ben Webster y entonces se unió Miles Davis. El público estaba en silencio. La mujer alta dijo: “El jazz tiene el sonido de la noche. Casi como una oración.” Todo el mundo la miró y ella no volvió a abrir la boca. Dizzy, quién según Bird era el arquitecto del estilo, dejó de tocar y Max Roach también. Dizzy gritó: “¡Ésta sí que es una guerra!” Quedaban tres saxos, Bird, Miles y Ben Webster: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Los tres empezaron a sudar y a tocar con un amor chirriante.
Empezaron por Cherokee y A Night in Tunisia y luego siguieron. Los gánsteres italianos lloraban, cada músico tocaba más y más en contra de los otros dos pero aún quería que sus amigos le siguieran queriendo. Una guerra de besos. Tres músicos intentando rozar el borde del abismo de su incapacidad, como perros meando para marcar su territorio mientras arriesgan sus vidas. Eso es amor, gritó envidioso uno de los italianos y sacó la pistola y disparó al aire y luego se puso pálido y gritó: “Seguid, sois unos genios”. Y cuando se hacía el silencio por un momento, Bird y Ben lo cogían y lo añadían a su sonido. Bird parecía enfadado y besó a Ben y le arrebató la música. La mujer alta se quedó ahí sentada con la boca abierta y uno de los italianos le metió una botella de Coca-Cola en la boca y ella se la bebió sin tocar la botella y todo el mundo la miró y ella susurró: “Tengo los dientes de acero”, y uno de los gángsters gritó: “Pues a mí no me chupes la polla”, y ella se rió y la botella se cayó al suelo y se rompió. Los tres querían derrotarse unos a otros pero también perder la batalla. De pronto parecía que Bird se alejaba un poco, todo lo había olvidado, odiaba a todo el mundo y a sus muertos y tocó un largo solo hasta que Ben y Miles dejaron sus armas musicales y parecían atónitos y avergonzados y se acercaron para besar a Bird, pero él se los sacó de encima y salió a la calle llorando. Se hizo un silencio embarazoso. La mujer se levantó y le puso mil dólares a Ben en la mano y dijo: Eso es para todos, gracias, y se fue en el coche. Yo salí a la calle, Bird estaba ahí de pie llorando. Me tocó Hava Nagila y dijo: “Al final ganará Miles y lo siento por Ben, pero no lo siento por mí.”
Traducido del hebreo por Anthony Berris
Traducido del inglés por Sara Murado
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