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A partir de John Berger

En un artículo titulado Millet y el campesino, John Berger trataba la paradoja a la que se enfrentaba el pintor francés al intentar capturar la fisicidad de un momento que, en el cuadro, estaba abocado a la fijación estática. La dureza del trabajo en el campo quedaba envuelta en un halo de cierto romanticismo, en gran parte debido a la textura de la pintura al óleo y la inevitable enunciación del artista tras la obra. Ejemplos como Las Espigadoras, El Ángelus y sobre todo El sembrador dan fe de ello.

       Apenas dos años después de la publicación de dicho artículo en el libro Mirar, la película El árbol de los Zuecos de Ermanno Olmi, retrato realista de la sociedad campesina lombarda de finales de siglo XIX, se alzaba con la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1978. El trabajo de Olmi logra una mirada sorprendentemente pura sobre lo que debía ser aquella sociedad rural, y gracias a la imagen en movimiento supera la problemática que obsesionó a Jean-François Millet a lo largo de su obra.

       Madurada a lo largo de 15 años en los que el director italiano trabajaba haciendo documentales para la EdisonVolta, El árbol de los zuecos se rodó según las directrices del neorrealismo italiano, utilizando a campesinos de la propia región de Lombardía como actores y filmando en localizaciones reales. Como ocurría con el pintor francés, Ermanno Olmi también provenía de un entorno campesino y profundamente católico, contexto sin el cual no se hubiese logrado un acercamiento tan veraz a los sujetos retratados.

       Evidentemente estamos ante la reconstrucción de una realidad alejada en el tiempo, pero lo que vemos en la pantalla nada tiene que envidiar a un cuadro pintado en su contemporaneidad. Lo que puede marcar las diferencias es la intencionalidad del artista, y en ambos casos la pureza de la misma se trasluce directamente en la obra. El problema de Millet era la imposibilidad de la reproducción, algo posible únicamente con la invención de la fotografía, y por extensión del cinematógrafo.

       Olmi plantea las escenas con un lenguaje eminentemente documental, donde lo más importante es la acción que se desarrolla en el seno del plano, más allá de la forma en la que se nos plantea (sin que esto vaya en detrimento de una puesta en escena exquisita) De esta manera se le da la vuelta a lo que Berger describe en su artículo como la eminencia del testigo sobre el testimonio.

       La cotidianeidad de las cuatro familias que habitan la comunidad nos va regalando momentos de exuberante belleza, a la vez que se hace patente la dureza de unas condiciones de vida que Millet nunca pudo retratar con tal exactitud. La fabricación de unos simples zuecos para un niño se convierte en un elemento dramático por la pobreza y el sometimiento del granjero al propietario de las tierras.

       Por otra parte, el amor que surge en dichas condiciones adquiere una fuerza inusitada, simbolizada por las miradas de los jóvenes esposos. A medida que se suceden las escenas nos damos cuenta de que la historia es el día a día de los propios campesinos, algo que ciertamente merece ser retratado y resulta más estimulante que la inmensa mayoría de películas que pueblan nuestras carteleras. El método utilizado funciona tan bien que en ocasiones parece que estemos ante un documental y no una ficción filmada décadas después de los hechos reproducidos.

       El cine puede, y debe, ser también un vehículo de salvación espiritual, en un sentido laico, entendiendo por espíritu la esencia del ser humano, aquello que merece ser salvado del olvido histórico y de nuestra memoria cada vez más corta. El árbol de los zuecos se convierte en ese sentido en un documento histórico que merece la pena revisitar para comprender de dónde venimos y, sobre todo, hacia donde podemos regresar si nos empeñamos en vivir el progreso como una constante huida hacia delante. La puesta en movimiento de estas ideas a través del cine puede generar monstruos como la propaganda nazi, pero a la vez se presta como testimonio inigualable de la condición humana, tanto a un lado de la frontera ficción/documental como al otro.

       John Berger acaba su artículo haciendo referencia al hecho de que sólo si cambiamos nuestros valores sociales y culturales podremos hacer frente a la paradoja mundo industrializado/tercer mundo que todavía hoy carece de respuesta. Por mucho que se desvirtuase este discurso denominado de izquierdas en los años posteriores a las revoluciones culturales de finales de los años 60, esto no significa que no partiesen de unas premisas validas.

       Mientras la lucha por un mundo más justo recupera el pulso perdido, qué mejor preparación que reclamar el arte como punta de lanza de unas exigencias por las que nunca hay que perder la fe. Ejemplos como la pintura de Jean-François Millet y el cine de Ermanno Olmi son sin duda un buen punto de partida para la reivindicación de la historia como piedra angular de la construcción del futuro.

 


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