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A pique. Juan Luis Cebrián o la decadencia

Estos días Juan Luis Cebrián está dando imagen de capitán marinero –canosa barba ya la gasta; no le vendrían mal gorro y pipa– pero en un sentido perverso. Después de haber dado con el iceberg insiste en mantenerse al timón, no para permitir que todos se salven sino para asegurarse de que todos se hundan con él. Según parece, en octubre fue capaz de sabotear su sucesión como presidente ejecutivo de PRISA, a pesar de que el holding ha perdido la mayor parte de su valor en bolsa y arrastra importantes deudas que están por vencer. Al mismo tiempo, como informaba El Independiente, “se habría garantizado ya los apoyos para, al término de su mandato ejecutivo, asumir la presidencia del diario El País”. Cebrián dejará la presidencia a comienzos del año que viene, y será sucedido por Manuel Polanco como presidente no ejecutivo. Cebrián, por su parte, mantiene una pensión de siete millones de euros, además de un bonus de acciones valorado en casi dos millones.

 

En su día, Cebrián hizo lo imposible: consiguió que un diario fundado, en parte, por (ex)franquistas alcanzara un prestigio similar al del New York Times. En los últimos años ha logrado, junto con Antonio Caño, que ese mismo diario perdiera la mayor parte de su capital cultural. El despido de John Carlin por discrepar abiertamente de la línea editorial del diario con respecto a Cataluña –seguido a los pocos días por el irónico aviso de ese mismo diario que es el movimiento independentista catalán el que está “destruyendo la prensa libre”– fue solo la última en una larga serie de recaídas. La prestigiosa Columbia Journalism Review llegó a dedicar una pieza al caso, en que recordaba que El País desde sus comienzos lleva lidiando “con dos identidades en conflicto: el diario de referencia del mundo hispanohablante y el canal de propaganda de los poderes madrileños”. Según Carlin, el tono intransigente que ha adoptado el diario con respecto a Cataluña se debe a la proximidad entre PRISA y la clase política madrileña, que comparten almohada (“They are absolutely in bed with each other”). Mientras tanto, Cebrián ha aprovechado su percha en su diario para despotricar contra los indepes catalanes, advirtiendo contra “la agitación populista puesta en marcha por la Generalitat en connivencia con el anarquismo irredento” y “movimientos antisistema, singularmente agrupados en Podemos”. Es difícil imaginarse qué pasaría si Cebrián volviera a asumir la presidencia de El País. ¿Será posible que se hunda todavía más?

 

Para comprender lo ocurrido en las últimas semanas quizá sirva volver a Primera página, el libro de memorias que salió hace un año y con el que Cebrián quiso coronar lo que él mismo no deja de ver como una brillante carrera al servicio de su profesión y su patria: una vida ejemplar digna de aplauso y admiración. Si hubiera presentado sus memorias hace diez años ese aplauso mediático se habría producido sin chistar de forma masiva y obligada. Pero en 2016 la sala se quedó en silencio. Un silencio roto al cabo de un tiempo por unas palmadas aisladas que provenían, cómo no, de las páginas de El País.

 

Y es que España ha cambiado. El control que tenían figuras como Cebrián –y el pavor que inspiraba su poder– ya no es lo que era. Como decía el experto en sondeos Jaime Miquel en junio del año pasado: “Aquí se ha terminado un ciclo, que se puede llamar postfranquismo, y consiste en la interpretación del mandato como la licencia para el caudillaje”. A Cebrián –así como a varios compañeros de generación– le cuesta asumir ese cambio. O, lo que es lo mismo, solo sabe leerlo en clave de decadencia. Para Cebrián, España va mal cuando, en realidad, quien va mal es él. He aquí lo tragicómico: que Cebrián proyecte su propio deterioro moral e intelectual sobre su entorno.

 

Los primeros chascos se llevó el veterano periodista-convertido-en-empresario en la misma recepción de su libro a finales del año pasado. Lo que al parecer se había imaginado como una gira hagiográfica se convirtió en una serie de entrevistas espinosas que no le dejaron muy bien parado. Primero, en Salvados, Jordi Évole le hizo pasar un mal momento“Yo no he venido aquí a hablar de mis contradicciones”, le tuvo que espetar al Follonero cuando este se atrevió a preguntarle sobre su astronómico sueldo al mando de PRISA, a pesar de las pérdidas sufridas por la empresa. Esa misma semana, Carlos Alsina, en Onda Cero, fue más lejos y se atrevió a preguntarle por otros temas tabú, como la aparición del nombre de su exmujer en los llamados Papeles de Panamá o su relación con Massoud Zandi, el empresario iraní. Otra vez, Cebrián reaccionó mosqueado: “No he venido aquí a hablar del señor Zandi”, afirmó; “he venido a hablar de cuestiones políticas y de mis memorias que cuento en el libro”.

 

Quizá lo que más sorprendía en la actitud de Cebrián en estas entrevistas no fue su autosuficiencia, o sus malos modos, habituales por otra parte en hombres poderosos de su generación, por más liberales o progresistas que se crean. No, lo sorprendente fue la escasa comprensión que Cebrián parecía tener del papel que le tocaba en el contexto de lo que no dejaba de ser una simple entrevista periodística, y el papel correspondiente que les tocaba a Alsina y Évole –colegas de profesión, al fin y al cabo–. En la conversación con Alsina, después de que este le preguntara sobre Zandi, Cebrián dijo:

 

“No he venido a hablar de esto. Tampoco a confesar mis pecados, ni a una sesión de terapia psiquiátrica. He venido a hacer una entrevista sobre mis memorias como periodista. A eso he venido. Ni siquiera he pedido esta entrevista, la ha pedido la editorial. Es a lo que he venido. Y no voy a hacer un debate tampoco sobre el patrimonio o las cuestiones personales […] ni de los dueños, ni de los directivos ni de los presentadores de Onda Cero, o de Antena 3 o de La Sexta”.

 

Alsina se vio obligado a recordarle a Cebrián cómo funcionan las cosas: “La editorial no es que pida la entrevista. Ofrece una entrevista. […] No hay un ofrecimiento que diga: es una entrevista con Juan Luis Cebrián para hablar solo de lo que contiene el libro”. A lo que Cebrián, cada vez más irritado, contestó: “Me puede preguntar usted cuántas veces me he masturbado, pero no le voy a contestar tampoco sobre eso. Y no sé si es del interés público. […] Pues tampoco es de interés público, salvo que haya cometido algún delito, o que haya cometido alguna irregularidad, […] mi patrimonio personal”. (Como buen liberal que es, a Cebrián las cuestiones del patrimonio son tan privadas como las del sexo).

 

Algo así ocurre con Primera página. A pesar de su título, no parece escrito por un periodista, aunque solo fuera porque Cebrián no parece haberse dado la molestia de corroborar sus recuerdos con un mínimo fact check. Así, por ejemplo, cuenta cómo, poco después de fundarse El País, el diario dio un reportaje no firmado que sugería que el nombramiento de Adolfo Suárez como primer ministro obedecía a presiones de la banca. Cebrián confiesa que la información del reportaje no estaba contrastada y que él mismo dudaba “mucho” de su veracidad. En el libro, Cebrián mantiene que el sonado texto lo publicaron “el 14 de julio de manera muy destacada y con la sola firma del diario”. Pero cuando Antonio Maestre, reportero de La Marea, se lanzó a la hemeroteca a buscar el controvertido texto, no lo encontraba en la fecha indicada. Una búsqueda posterior reveló que en realidad salió ocho días antes, el 6 de julio. Quizá no deba sorprendernos esta falta de rigor, doblemente irónica, ya que se trataba precisamente de una noticia no contrastada. Y es que, al comienzo del libro, el autor nos avisa de que no ha adoptado, exactamente, una metodología periodística. Admite que se ha dejado vencer por la pereza del típico alumno de instituto desganado: “he escrito a pelo, hurgando en el hipocampo de mis sesos y ayudándome solo en ocasiones de mis agendas de trabajo, repletas de citas que las más de las veces no he podido descifrar, y de consultas en internet cuando de concretar una fecha o consultar un dato se trataba”. (En la entrevista con Alsina, señaló que “sólo hay algo parecido al deterioro de la clase política española y es el de los medios de comunicación”).

 

 

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A pesar de todo, Primera página nos permite conocerle mejor. Juan Luis Cebrián nace en el seno de una familia acomodada, por vencedora, a cinco años de la Guerra Civil. Su padre es redactor jefe y director del órgano oficial de FET y de las JONS y, más tarde, secretario general de Prensa del Movimiento. Sin embargo, no le impone su falangismo a su hijo. “[J]amás nos adoctrinó”, escribe este; “en mi casa se respiraba un ambiente moderadamente liberal, donde ni la religión ni la política ocupaban un lugar central de las relaciones familiares, aunque se viviera con arreglo al orden establecido”. De niño y adolescente, Cebrián es muy católico; por poco se mete a cura. Pero corren los años sesenta, y varias experiencias vitales –posibles gracias a los privilegios que le proporciona su familia– le permiten descubrir la libertad como valor, el liberalismo moderado como opción política y el periodismo como una vocación que le permita prosperar.

 

Durante la mili, pasa diez días traumáticos en prisión (“Fue mi única experiencia de pérdida efectiva de la libertad física, pero bastó para que anidara en mí una aversión enfermiza a la cárcel”). Una beca de la Fundación March “generosamente dotada” le permite hacer pasantías de periodismo en importantes redacciones de Londres y de París. A la capital francesa llega enchufado; se presenta en la sede de la AFP “acompañado de un corresponsal español amigo de mi padre que había hecho las gestiones oportunas para que me aceptaran allí por un tiempo”. Lee algún libro. Y goza por primera vez del sexo sin ataduras: “En Londres desperté a la vida amorosa y el donjuaneo, que nunca hasta entonces se me había dado bien. […] Asumí que la libertad sexual era solo un aspecto de la libertad a secas, algo que solo comencé a vivir plenamente entonces”. Se ve que no estaba hecho para una carrera eclesiástica: “fue así, empujado por el hedonismo y la curiosidad, como empecé a abandonar la práctica religiosa, que ya no he vuelto a recuperar”.

 

“Mi vocación”, escribe, “no era la política, por más que me atrajera. Tampoco el sacerdocio, al que había idealizado como una forma de ayudar a los demás”. En su lugar, asciende muy joven a puestos de responsabilidad en el mundo mediático (semi-)oficial del tardofranquismo. Trabaja en Pueblo, en Informaciones y, hacia el final del régimen, en Radio y Televisión Española como jefe de servicios informativos. En 1975 asume la dirección del diario El País, proyecto nuevo, y algo experimental, de José Ortega Spottorno, Manuel Fraga y Jesús de Polanco.

 

Al joven Cebrián estos sucesivos puestos directivos en el mundo de los medios le dan un acceso asiduo, y casi diríase casual, a las altas esferas del poder. Alterna de forma cotidiana con ministros, el entonces príncipe Juan Carlos y los líderes de la oposición. Al mismo tiempo, se convierte en amigo, confidente y ocasional co-conspirador de la élite económica y cultural. En estas relaciones, predomina la intimidad: una noción de amistad –es decir, de lealtad y complicidad– fundada en la conciencia de destinos e intereses compartidos. Es una economía afectiva y social en que poco importan las posiciones estrictamente políticas, pasadas o presentes, ni las manchas de sangre que pueda haber en algunas de las manos que se aprietan con tanta simpatía masculina. (Describe cómo, en el contexto del secuestro de Antonio María de Oriol a finales de 1976, conoce al general Sáenz de Santamaría, al que identifica como “uno de los represores del maquis en Galicia, donde adquirió fama como sanguinario jefe de la contrapartida”: “Fuera por el alcohol, que consumimos generosamente, o por lo explícito de la conversación, […] se inició entre nosotros la forja de una incipiente simpatía mutua que habría de intensificarse con los años”).

 

Proliferan en estas páginas las llamadas telefónicas a altas horas de la noche, las reuniones secretas en sedes de gobierno y los conciliábulos en reservados de restaurantes de lujo. Quizá sin quererlo, Cebrián retrata a la perfección lo que ahora conocemos como la cultura política de la Transición. Es una cultura en la que no hay nada que no se pueda “afinar” entre gentlemen; eso sí, con tabaco y alcohol y lejos de los focos. Desde luego, lo acordado entre políticos, gobernantes, empresarios y periodistas tiene poco que ver con las “noticias” que se redactan después para el uso público.

 

Cebrián se sabe en el centro de estas redes. Aunque disfruta su papel de hacedor, también lo asume con naturalidad. ¿Qué ha hecho para merecerlo? Si las memorias dejan algo en claro, es que en cada momento de su vida, las conexiones familiares le allanan el camino. Es un testigo –y actor– privilegiado en un más de un sentido. No es que no tuviera talento. Pero más le valían los padrinos que se lo reconocían. (Como nos ha recordado Gregorio Morán, en la España franquista no era el talento el factor decisivo para alcanzar el éxito profesional).

 

En su libro Cebrián adopta un tono entre coqueto y desganado. “La suposición de que nuestra vida interesa a alguien más que a nosotros mismos o, en todo caso, a nuestros familiares y allegados”, escribe con obligada modestia al comienzo, “me parece del todo gratuita”. También nos asegura que su autobiografía “no tiene ningún ánimo didáctico ni ejemplarizante”. El deje paternalista del texto indica lo contrario. Parece que Cebrián escribe para un lector bastante más joven que él y no muy informado sobre la historia patria. De tanto en tanto pretende aprovechar su larga experiencia vital para impartir alguna pequeña lección moral, que no puede por menos que salirle cursi. “[N]o todo era malo” en los años del franquismo –afirma por ejemplo–, “ni mucho menos. Si muchas de las normas de comportamiento que entonces parecían indiscutibles se hubieran salvado del aluvión posterior de modas y revueltas, la tercera edad tendría un mejor y mayor reconocimiento ahora entre nosotros, el tráfico sería más civilizado, los retretes públicos, más limpios y los restaurantes, menos ruidosos”. “Algunos consideran estas cuestiones un tanto marginales respecto al concepto mismo de ciudadanía”, agrega; “pero a mi ver en ellas reside uno de los índices más evidentes del nivel de civismo y tolerancia, de la capacidad de convivencia que alberga una comunidad”. No parece captar la ironía que supone alabar el civismo y la tolerancia en una sociedad dictatorial. (Recuerda a lo que le decía Albert Rivera a Eduardo Inda cuando comparaba a Venezuela con la España de Franco: “Las dictaduras no tienen libertad, pero tienen cierta paz y orden porque todo el mundo sabe lo que hay”).

 

De la misma forma, lamenta la desaparición de las jerarquías que antes estructuraban la vida social española. Señala “el tuteo masivo” como causa de “algunos deterioros de nuestra convivencia”, y aprovecha la ocasión para una pequeña clase improvisada de sociología en clave de Kulturpessimismus, para explicar cómo los españoles, colectivamente, perdieron su cultura y modales. Vale la pena citar el pasaje entero:

 

 

“No he hecho ninguna investigación científica al respecto, ni conozco a nadie que lo haya intentado, pero mis abuelos maternos y paternos se trataban de ‘usted’ entre ellos, mis profesores se abstenían de tutearme, y durante la República Julián Besteiro era don Julián y Manuel Azaña don Manuel, lo mismo que Unamuno resultó ser don Miguel. Desde mi punto de vista, sin mayor prueba en mi favor que la mera intuición, la prolijidad del tuteo como rasgo iniciático de compadreo y complicidad emana de las ínfulas revolucionarias de los camaradas de cualquier especie, del compañerismo enfervorizado por las ideologías, fascista o comunista, e impuesto definitivamente en España por las fórmulas bravuconas de la Falange triunfadora. El empleo abusivo del tú a tú constituye un empeño insolente por proclamar la igualdad de todos a base de rebajar a la mayoría. Antes, los señoritos y terratenientes se llamaban de ‘usted’ entre ellos mismos y tuteaban a los criados como el rey tutea, por privilegio que debería revisar el protocolo de palacio, al resto de los españoles. En los tiempos que corren los ricos y famosos de España se tutean entre sí, pero mantienen normalmente las distancias del ‘usted’ con sus empleados, sus servidores o las clases bajas. Quizá involuntariamente, el franquismo protagonizó en su ocaso una extensión de los malos modales que acabaron por constituir un reflejo parvo y demagógico de los anhelos de democracia. No nos enseñaron a escuchar, tampoco a hablar, somos pésimos oradores tanto en privado como en público, machacamos la dicción, nos manifestamos como broncos discutidores, nunca dispuestos a oír las razones ajenas y siempre propicios a imponer las nuestras a base de vociferaciones. Atronamos los lugares públicos con nuestras carcajadas, nos mostramos indisciplinados en las colas, no muy rigurosos en los horarios, desordenados tanto en el ocio como en el trabajo. No discuto los aspectos lúdicos y atrayentes que un comportamiento así sugiere, ni voy a predicar la represión de los sentimientos hasta los límites que otros sistemas de educación, como el británico, practican. Sin embargo la pérdida de las maneras en el diálogo, en el intercambio de conocimientos, o en las relaciones sociales y familiares, supone también una erosión de la cultura democrática y un escollo considerable a la hora de construir la convivencia”.

 

Esta inclinación nostálgica contrasta con lo que, a lo largo del libro, Cebrián nos presenta como su objetivo vital, tan altruista como constante: modernizar España. Aunque no llegue a decir “La Transition, c’est moi” sí nos invita a identificar sus propios principios personales como los mismos que hicieron posible la llegada de la democracia, a saber: “ejercer el cambio posible, renunciando a lo mejor en beneficio de lo bueno; […] la fe en el diálogo y la búsqueda del consenso”:

 

 

“Los españoles que vivimos la Transición política somos fruto de esta pulsión, de un deseo profundo, vital y recurrente por encontrar ámbitos de convivencia, desterrar el fanatismo en el que nos intentaron educar, renunciar a la existencia de una verdad única e impuesta, y proteger el derecho a la búsqueda, a la indagación de las muchas verdades. Desistimos del empleo de la violencia como método de resolución de los conflictos y abogamos por el diálogo, la discrepancia, la discusión hasta el enojo, si era preciso, en la que por otra parte aspirábamos a no perder las buenas maneras, como símbolo y ejemplo de la tolerancia democrática”.

 

Son principios que –afirma– “hoy escasean, por desgracia, en el panorama hispano”.

 

En realidad, sin embargo, estas memorias nos permiten deducir que el propio Cebrián –como periodista y empresario, durante el franquismo y después– se dejó inspirar quizá menos por los altos principios que invoca, que por una serie de instintos bastante más oportunistas. En una reseña marcadamente personal en Revista de Libros, Javier Rupérez recuerda un episodio que vivió en carne propia, y que Cebrián también narra con pelos y señales. Durante poco más de un mes a finales de 1979, Rupérez estuvo secuestrado por ETA. “En algún momento del secuestro”, recuerda, “y seguramente en su tercio final –durante aquel mes no tuve una noción exacta del tiempo transcurrido, privado como estaba de reloj, noticias o luz del sol–, los terroristas me transmitieron un mensaje de Juan Luis Cebrián, entonces director de El País, en el que mi antiguo y fraternal amigo me pedía que le concediera una entrevista para publicar en el diario”. Aunque Rupérez está convencido de que el mensaje es auténtico, se niega. Que Cebrián busque aprovechar la situación para conseguir una “ruidosa exclusiva” le parece “obsceno”. Sin embargo, el episodio le deja confuso: “¿cómo era posible que me encontrara Cebrián y no la policía? […] ¿O es que acaso todo valía con tal de obtener una buena exclusiva?”. Casi cuarenta años después, al abrir con curiosidad el libro de memorias de su antiguo amigo, Rupérez se sorprende no poco al comprobar que Cebrián no solo relata el episodio sino que agrega información que para Rupérez es nueva:

 

 

“que había sido ETA la que había ofrecido a El País una entrevista conmigo a cambio de tres millones de pesetas, que su intención no era tanto obtener unas declaraciones sino comprobar que yo seguía vivo, que la cantidad fue facilitada por la Presidencia del Gobierno –extremo que el mismo Cebrián reconoce no saber con exactitud– o que en el meandro del momento, y en vista de las circunstancias, el ejecutivo, de acuerdo con mi familia, habría decidido sustituir la portavocía durante el secuestro de mi hermano Ignacio –del que Cebrián insinúa se movía en terrenos progresistas– por la más convencional y acomodaticia de mi ‘hermano mayor José Antonio, conocido por Tote’. […] El final de esa historia concluye con una referencia a una supuesta carta que yo habría dirigido al director de El País […]–nunca escribí esa carta–, […] y una crítica referencia al hecho de que, diez años más tarde, en el libro que publiqué sobre mi secuestro, no hubiera hecho mención al incidente”.

 

Rupérez desmiente a Cebrián: sí mencionó el episodio en sus propias memorias, aunque sin nombrar a Cebrián para no asociarle a “una acción que entonces y ahora se me aparece como irrespetuosa y contraria a las normas elementales de ética periodística”. Para Rupérez, tanto la actuación de Cebrián de entonces como su forma de relatarla en Primera página retratan al memorialista en tanto que manifiestan “un deambular por los estrechos límites de la realidad, una evidente voluntad de colocar su persona en una perspectiva de impecable deus ex machina, una conspicua falta de generosidad compasiva al juzgar tanto a próximos como a ajenos, un consciente deseo, en fin, de reinventarse cual vengador justiciero en las filas de la izquierda militante e ilustrada frente a la derecha reaccionaria y cutre”.

 

 

*     *     *

 

Para parafrasear a Mariano Rajoy, sin embargo, hasta los oportunistas “hacen cosas”. El diario El País lo dirigió Cebrián durante más de una década con excepcional visión y atino. Su gran mérito es haber reconocido el valor del periodismo profesional –su valor político, pero también su beneficio comercial y capital cultural– y haber sabido crear un medio que durante mucho tiempo lo encarnó, fichando a los mejores periodistas del momento. En ese sentido no hay duda que se supo emancipar de la consustancial mediocridad moral y profesional que dominaba el mundo mediático y cultural de la España de Franco. De lo que no ha sido capaz de librarse del todo, en cambio, es de la hipocresía y del oportunismo que en los largos años de la dictadura eran indispensables para la supervivencia económica y política, y que no han resultado precisamente inútiles en la España democrática tampoco. Los politólogos no yerran cuando sostienen que las dictaduras infligen daño duradero en el tejido moral de las sociedades.

 

Del falangismo paterno parece haber heredado cierta afición a la jerarquía. Le gusta mandar. “Desde muy joven he ocupado puestos de responsabilidad en mi vida profesional”, escribe, “y siempre he dado la importancia adecuada a los signos externos del poder”. Así, cuando asume la dirección de Informativos en RTVE, su entonces jefe en el periódico, Jesús de la Serna, le da un consejo “en plan sentencioso”: “Recuerda que el capitán del barco come siempre solo en su camarote”. Cebrián asegura que “no lo [ha] olvidado nunca”. Hombres como Cebrián tienen la curiosa tendencia de minimizar su propio peso institucional – “Soy un periodista como miles de otros periodistas”, le decía a Évole; “[…] jamás he querido ser poderoso”– al mismo tiempo que lo ejercen en cada gesto y en cada palabra. Sin darse cuenta, exudan la impaciencia y agresividad contenidas del que está acostumbrado a soltar órdenes y ser obedecido y temido. Pero el truco sólo les funciona mientras la cultura circundante lo sustente y ellos tengan con qué amenazar; una forma de capital político que en el caso de Cebrián está menguando a ojos vistas. Puede ser mala noticia para él; para España, no tanto.

 

 

 

 

Una versión más breve de esta reseña se publicó en ABC Cultural el 7 de febrero de 2017.

 

 

 

 

Sebastiaan Faber es catedrático de Estudios Hispánicos en Oberlin College, Estados Unidos. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Sin verdades que consuelen: Naharro-Calderón y los legados incóodos del legado republicano español, Manuel Artime, filósofo: “El PSOE ha asumido el proyecto de nación de la derecha”La colaboración como escudo protector del periodismo ante los Papeles de PanamáHispanismo militante. Cómo un anarquista holandés fundó el PCE, tradujo a Ortega y Gasset y murió como exiliado republicano¡Todos mediocres! Crítica e inclemencia en España. El caso Gregorio Morán.


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