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Acordeón¿Qué hacer?A propósito del profesor universitario que engaña a los estudiantes. Otro punto...

A propósito del profesor universitario que engaña a los estudiantes. Otro punto de vista para buscar soluciones

Foto: Leonor Zozaya

Hace poco más de un mes se difundió urbi et orbi una carta del catedrático de la Universidad de Granada Daniel Arias en la cual afirmaba dedicarse “a engañar más que a enseñar”. Numerosos diarios se hicieron eco del asunto, como aquel que decía recoger tal testimonio en nombre de una “abrumadora sinceridad”. La lluvia de comentarios en las redes voló como la pólvora, y ha seguido haciéndolo. A la plétora de adeptos que se han identificado con cada una de sus palabras, paralelamente se ha sumado la crítica, que nunca se hace esperar. 

Además de los comentarios en las redes a favor y en contra de Arias, varios docentes le han contestado públicamente. Uno es el catedrático Luis Ángel Hierro, mediante el artículo titulado ‘Querido/a estudiante, que no te engañen, la universidad del pasado no era mejor’. Hierro, a mi entender, es demasiado optimista, pero prefiero esta visión a la anterior y, sobre todo, me alegro por él. Otro artículo, de Andrea Parra, reúne seis voces de docentes también de la Universidad de Granada, quienes coinciden en que no se puede generalizar, argumento que también domina mi discurso. De hecho, para seguir leyéndome, hay que tener en cuenta que hablo de mi experiencia como docente, pero sólo comentaré determinados pareceres dados desde el año 2017 hasta hoy en la ULPGC, respecto a ciertos grupos que cursaron asignaturas obligatorias de universidad en 1º y 2º de Historia (aquí omitiré comentar sobre las de 4º de Grado de Historia y de Máster de Patrimonio, más gratificantes).

Aunque por motivos de tiempo y espacio me resulte imposible disertar aquí sobre la carta de Arias al completo, deseo dejar claro que discrepo de muchas ideas vertidas por él, pero me complace que cada docente, ejerciendo la libertad de pensamiento, ofrezca su visión. De este modo, saldrán a la palestra ciertos problemas, para buscar soluciones con las que mejorar la situación educativa en España. Por ello, al igual que otras tantas personas han reaccionado, me he animado a escribir estos párrafos. 

Arias describe calamidades que se manifiestan cada vez más frecuentemente en la universidad por parte del alumnado, pero creo que podría haberlas planteado de forma menos generalista y más constructiva. Simplemente, porque su postura ofrece una visión concreta distorsionada que puede desvirtuar la realidad plural de la universidad pública. Especialmente, la primera parte de su carta, en que no deja títere con cabeza: a quienes se matriculan los pinta de vagos, plagiadores y tramposos. A la par, en un acto generalizador de su experiencia y la de algún colega suyo, deja al docente a la altura del betún, por aquello de que parece que engañar fuese santo y seña de la casa que debería tender al conocimiento universal en vez de al fraude, fraude con que se identifica el autor. De lo posterior, cuando considero que mejora su misiva, hablaré después.

Tras este introito, cabe situar este tipo de aportes en el debate sempiterno que vela por la salud de la docencia, incluida la universitaria, en un contexto adaptado a las Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación (NTIC), de las que intenta servirse para mejorar didácticamente. En ese contexto, la enseñanza pretende sumar las herramientas y principios de hogaño con lo mejor de las clases tradicionales de antaño. Durante ese proceso evolutivo se multiplican las reflexiones pedagógicas que aúnan experiencias pasadas, presentes y futuras, como la frase de José Antonio Marina que con cuña traigo ahora a colación: “un burro delante del ordenador sigue siendo un burro”. 

En ese contexto, me encuentro entre quienes infelizmente consideran que hoy día se suele ingresar en la universidad con serias fallas de base, y que la capacidad de expresión de las nuevas camadas ha descendido en los últimos lustros (no sólo en este país, por cierto). Para respaldar esta idea, baste como muestra el botón de que hasta el año 1997 se suspendía un examen de cualquier materia si se cometían tres faltas de ortografía (incluyendo tildes) en los estudios preuniversitarios, regla que ya no se aplica ni en la universidad. Para quien busque razones fundadas respecto al deterioro de la lengua en las nuevas generaciones durante los últimos años, le recomiendo leer la Defensa apasionada del idioma español, de Álex Grijelmo, que ya vaticinó lo siguiente:

“de tal fracaso en la enseñanza de la herramienta lingüística no tendrá la culpa un problema de ortografía, sino un problema humano y político. Una sociedad que no escribe correctamente, que no habla con orden […] se convierte en una sociedad que piensa poco y que terminará sintiéndose inferior. Y eso no sólo afectará a sus empresas, a sus organismos estatales, a su cultura… también a cada persona individualmente” (Álex Grijelmo: Defensa apasionada del idioma español, Madrid, Taurus, 1988, pp. 56-57).

Y, si se deteriora el conocimiento de la lengua, que es el vehículo más frecuentado por la expresión humana, le seguirá en cascada la cultura más otros tantos elementos que van emparejados. Entre ellos, se hallan las ideas indefinidas que para estar definidas necesitan el cauce de la expresión oral y escrita como herramienta requerida en casi todos los estudios previos a la universidad. Sin embargo, con la lengua ya deteriorada reciben hoy los maestros a sus discípulos en la ínclita institución milenaria. Pero no sólo ahí van a parar las tiernas juventudes generalmente de lenguaje mermado, cuando este mermado está (que no siempre lo está); también aterrizan en el mundo de la política, los medios de la información y la comunicación, por mencionar algunos ejemplos ya criticados por Grijelmo hace décadas en su obra citada. Por ello, conviene ser conscientes de que los problemas de expresión –y sus consecuencias– afectarán antes o después a gran parte de la sociedad, para que lo analicemos en serio y quien pueda tome cartas en el asunto.

Los problemas de comprensión y de expresión tanto oral como escrita no son los únicos males que acechan al estudiantado actual, según citaba Grijelmo, según refleja Arias, según hemos comprobado muchos docentes y según describió, entre otros, Ricardo Moreno Castillo en su Panfleto antipedagógico (Barcelona, Leqtor, 2007, del que hay una primera versión digital gratuita en internet). Moreno cargó contra muchos males que, según he podido comprobar, se manifiestan hoy en la universidad, y parecen ser el día a día en los estadios académicos previos. Dando clase este último lustro en la universidad he vivido situaciones muy variadas, desde las más enriquecedoras (que no son objeto de este artículo) hasta las más patéticas, que deberían ser impensables en la enseñanza denominada superior, a la que se debería acudir con las ganas de aprender que conlleva formalizar una matrícula de forma libre y voluntaria. 

Desgraciadamente, he comprobado y padecido que actualmente parte de los estudiantes ingresados dan tantos problemas que impiden impartir clase con normalidad; son problemas como la falta de respeto al docente, la falta de atención, la incapacidad para atender en silencio cuando procede callar, o el exceso de distracción ante los dispositivos móviles. Ese contexto hace que algunas clases se parezcan más a las del instituto ochentero, sí, ese que describe Arias. Pero estoy convencida de que la solución al problema no está ni en engañar a los estudiantes ni en cargarla contra todos ellos mediante una crítica que veo más demoledora que productiva. Creo que hay otras soluciones, según iré exponiendo al hilo de mis ideas, que, aunque parezcan demasiadas, son sólo algunas para no extenderme excesivamente, pues cada frase de este discurso podría acabar desarrollada en otra disertación en sí.

Procedo ahora a comentar algunas opiniones contra la posición general volcada por Arias en su carta. La primera idea es una breve declaración a favor de la universidad pública en España. Arias comenta sobre la degradación imperante en el estudiantado, y asevera que “podemos echarle la culpa a la universidad pública, y tiene bastante, pero no toda”. Tras ello, regala un elogio velado con la manida frase de “si quieren calidad, que se vayan a la privada”, y ofrenda el siguiente remate futurista: “puede que la universidad pública reaccione cuando la privada le coma la tostada, cosa que está haciendo muy bien”. Esta afirmación, que pareciera formulada buscando méritos en la privada, es disparatada para el caso español (por muchas razones que no vienen al caso). Con el fin de zanjar la cuestión rápidamente, remito a cómo ha despachado el asunto Hierro, al traer a colación el Ranking de Shanghái para recordar que “entre las mil mejores universidades del mundo, hay cuarenta españolas, y de ellas solo hay una privada, la de Navarra”.

Asimismo, Hierro recomienda a profesores como Arias que “no caigan en depresión acusatoria, que se miren a sí mismos”. Y es que Arias, al culpar al estudiante y revelar que le engaña –de ahí salto a otra idea–, también generaliza con ese engaño. Generalizar suele llevar a confundirse, y así creo que hace cuando, tras decir que “por eso, te digo que me dedico a engañarte, querido/a alumno/a”, pluraliza con un “vives en una mentira que nosotros edulcoramos”. En esa aserción generaliza, incluyendo a los demás docentes de la universidad pública, al igual que en otras frases, como la siguiente: “cuando hablo con compañeros coinciden con mi visión. Esto es arriesgado y es más cómodo callar y obrar”. 

No, no señor. Además de que los docentes somos cuantiosos, solemos pensar cosas diferentes y no solemos engañar (creo que quien engaña representa la excepción que confirma la norma), cuesta comprender, sinceramente, esa búsqueda de comodidad en el funcionario de universidad con sueldo de catedrático (lo dice una que no lo es). Es difícil entender esa forma de huida de lo que Arias tilda de arriesgado. De esa realidad que podría afrontar de otro modo: por ejemplo, suspenda a quien considere merecerlo; piense si usted puede tener que ver algo en la desmotivación de sus estudiantes, que no aprenden lo que pretende; plantee sus críticas al mal alumno con el mayor respeto para intentar incentivarle, entendiendo también que si la realidad es tan sistémica como la describe, el colectivo estudiantil es en parte una víctima del sistema que le ha llevado a esa mezquindad de que le acusa el propio Arias.

Si un catedrático reconoce estar engañando al ejercer su función docente, debería tomar medidas para dejar de engañar, con el fin de evitar que se le acuse de prevaricar, de contravenir diversos puntos del artículo 3 de los estatutos de su universidad, así como quebrantar ciertos principios y valores del código ético de dicha institución pública. De paso, convendría que adoptase una postura más ética, a sabiendas de que puede ser modelo para los ojos ignorantes de algunos de los aprendices mediocres que describe. Estas advertencias son de sentido común, que por desgracia parece hoy día el menos común de los sentidos.

Sé que Arias, con sus declaraciones, puede estar hablando metafóricamente –o eso quiero pensar– pero, ¿sabe Arias el daño que puede hacer a la universidad estatal con sus declaraciones, ante la existencia de políticas neoliberales ansiosas de fagocitar la enseñanza pública o la universalidad del conocimiento, y ante lectores oportunistas que pueden tomar la parte por el todo y generalizar –erróneamente– afirmando que su descripción refleja lo acaecido en toda la universidad pública española? ¿Sabe Arias el daño que hace a los alumnos honestos y buenos que le lean (¡el estudiante cicatero debe estar feliz con su mezquindad asumidamente generalizada!)? ¿Sabe Arias el daño que hace a quienes –ignorando que la realidad es múltiple– creerán que el docente de la universidad pública es una especie de malo, falso, engañador? ¿Se ha parado Arias a pensarlo, antes de hacer unas afirmaciones sangrantes que –según considero– no logra situar en sus justos términos ni razona adecuadamente para lograr sentar cátedra en el asunto?

Otra idea de Arias es que, en la primera parte de su carta, generaliza para acusar a todos los universitarios, como si apenas sólo hubiese malos estudiantes obligados a matricularse con desgana, como si se olvidase de los mejores (a quienes luego recuerda, casi al final del discurso, un poco tarde ya) o de los alumnos intermedios que quieren aprender y aprobar, con su mejor intención. Es como si pareciese creer que un estudiante fuese incapaz de evolucionar en cuatro años de carrera universitaria, cual ente impermeable de cualidades monolíticas (es decir, “inconmovible, rígido, inflexible”, según la cuarta acepción del diccionario). Y quien lea la carta de Arias puede caer en el peligro de equiparar a todo el mundo, como si cada grupo de estudiantes de cualquier universidad fuese idéntico, de 1º a 4º, de una asignatura obligatoria a una optativa, de Historia a Empresariales, de una región central a una periférica o ultraperiférica… 

Arias sólo critica a todos los estudiantes generalizando en la primera parte de su perorata, pues luego recula al decir que “no somos todos iguales”, con lo cual acaba contradiciéndose. La pena es que por ello me consta que hay quien, a mitad del discurso acusador, ha dejado de leer su carta, tras sumirse en la mayor de las depresiones. Esa es una de las causas que me hace hablar y buscar soluciones a algunos males que critica (otros me parecen superfluos; es el caso de juzgar cómo viste quien a clase asiste).

Volviendo al hilo del discurso de Arias, la injusta premisa de generalizar como si todos los estudiantes fuesen incompetentes se deduce de declaraciones como las siguientes. Con respecto al uso de las redes, dice, dirigiéndose de manera genérica al alumno: “Vives anestesiado por las redes sociales. ¿Te crees que no me entero? Mientras doy clase veo tu cara de soslayo tras la pantalla con risitas y yo sé que explicar la cadena de valor de la empresa es de todo menos gracioso. No estás en clase, estás en Instagram. Pero yo me hago el tonto y miro para otro lado”. Me sorprende su pasividad para evitar llamar la atención, al igual que cuando describe que la mayoría asiste a clase con un portátil o un teléfono móvil “que utiliza sin ningún resquemor durante las horas de clase. Las caras de los alumnos se esconden tras las pantallas. De hecho, me sé mejor las marcas de sus dispositivos que sus rasgos faciales”. 

Ese problema que describe Arias, según he comprobado (y padecido, pero que he afrontado cerrando ordenadores), eso de ver alumnos anestesiados tras una pantalla hipnótica es una situación que lamentable cada vez se extiende más en numerosas clases universitarias. Sin embargo, en esas clases también suele haber quienes usan el ordenador adecuadamente. El problema es qué hacer ante esa situación, cuando conviva en el aula quien sí sepa usar un ordenador con quien lo use de forma fraudulenta. Se puede prohibir la máquina sólo a quien demuestre que no sabe usarla, pero detectarlo es complejo, y suele acarrear el enfrentamiento –casualmente– por quien más aparenta distraerse ante el ordenador. Cuando esa situación se da, la solución más rápida es prohibir dichos dispositivos en clase: apaguen las máquinas, enciendan los cerebros y continúe la lección. Muerto el bicho se acabó el veneno. Entiendo que de esa manera Arias podría zanjar el problema, máxime en su situación de catedrático, asiendo su poder y sueldo.

Otra generalización que Arias destina a todo el colectivo estudiantil es que la clase rumorea, como si absolutamente nadie callase para escuchar al docente, como si el grupo sin excepción fuese incapaz de prestar atención, cosa que me sorprende (aunque, obviamente, no haya estado yo en su clase). Afirma que “el rumor generalizado se extiende por el aula y me da vergüenza mandar callar a universitarios constantemente”. Por desgracia, según mi experiencia, ha sido muy común escuchar el rumor en cuantiosas clases obligatorias de 1º y 2º, sobre todo a inicio de curso, cuando quienes aún no respetan a la profesora tampoco distinguen una clase de un gallinero. Aunque suelo ir ganándome el respeto con el tiempo, me duele perderlo hasta que llega ese momento porque, al inicio, nadie debiera tener que ganarse el respeto en ningún contexto social. Para tratar con seres humanos habría que partir de respetarse mutuamente. Otra cosa sería hacer méritos para perder ese respeto, ante lo que también se podría dar otra oportunidad para volver a recobrarlo, oportunidad que como docente me veo impulsada a regalar frecuentemente a quienes acuden a mi clase, a veces, con resultados muy gratificantes. Lo que es menos satisfactorio es mandar callar y que se te enfrenten, como me ha sucedido en más de una ocasión, cosa que da vergüenza, pero ajena, aunque por ahora han sido hechos puntuales.

En clase los estudiantes deberían callar cuando procediese dejar hablar al docente ¿Por qué? Por un lado, porque nos pagan por impartir clase, lo que suele traducirse en que nos pagan por hablar, y para ello es necesario el silencio de los oyentes. Por otro lado, porque quienes murmuran molestan tanto al docente como al resto de la clase; a ese resto que acude ilusionado voluntariamente, que sabe que su tiempo vale oro y que, si lo pierde, nadie se lo devolverá; a ese resto que sabe escuchar e intervenir cuando procede con sus dudas y reflexiones. Creo que la gran mayoría es sensata y va a clase a oír al docente, en vez de ir a escuchar el rumor procedente de cuatro vagos que no saben comportarse en un aula. Por el bien común, la persona docente debe mandar callar, y en muchos casos, también la mayoría debería hacerlo –así procede en innúmeras ocasiones– a la minoría que no deja dar clase. Esa es una forma de demostrar que se acude al aula voluntariamente con el ánimo de aprender, y que la mayoría sabe estar en la universidad. Además, el docente, que cuantitativamente representa sólo una mínima parte de la clase, recibe su salario por dar clase, no por acallar el rumor. Es muy desagradable tener que imponerse en el contexto del aula universitaria, adonde sólo se debería acudir motu proprio

Sin más remedio –tristemente– me he visto obligada a probar dos de las soluciones que adopta Arias, cuando afirma tanto que ha expulsado a alumnos del aula como que los ha separado para evitar que hablen entre ellos. Sin embargo, no he practicado la tercera fórmula que describe así: “me he llegado a marchar de clase ante el más absoluto desinterés”. Si eso ha sucedido, porque ningún estudiante le prestaba atención, entiendo que debería dar parte a las altas instancias universitarias, para establecer mecanismos con el fin de que el docente pudiera continuar con su trabajo y, si alguien quisiera escucharlo pudiera hacerlo. Me cuesta creer que en un aula no haya una sola persona matriculada que quiera dar clase. Al menos, pensando en esa minoría que cita Arias al final de su carta, cuando dice que “hay estudiantes con vocación e interés eclipsados por la mediocridad imperante. Centrémonos en ellos”. 

Arias aún no ha cargado el ariete contra la calidad de los resultados académicos. Cuando acomete esa acción, declara que “el nivel de los trabajos y presentaciones de los alumnos no pasaría, en su mayoría, los estándares del teatrillo de navidad de primaria. Pero eso, para nosotros, es más que suficiente para poner un 5”. Si hacen trabajos y presentaciones del nivel de párvulos, no se comprende porqué regalarles un 5 para luego criticarles en público, lo cual resulta un tanto incoherente. Acaso podría pensar en darles notas inferiores para que, si alguien matriculado no aprobase, pudiese acogerse a la evaluación compensatoria, de modo que así constaría en su expediente académico que, aunque hubiese aprobado el Grado, fue incapaz de superar cierta asignatura. Creo que esto, aunque duela al estudiante de teatrillo, puede ayudar a mejorar el colectivo de futuros profesionales.

Intercalado en un enjundioso meollo de ideas, Arias afirma: “lo que está claro es que si tú, estudiante, no tienes interés, yo no puedo plantarlo en ti”. Aunque en mi caso me hubiese decantado por otro modo de formular esa rara expresión que acuña, lo que más me duele es que vuelve al leitmotiv del docente más falso que un duro de cartón. En ese sentido, continúa: “pero sí puedo hacerte creer que vales, aunque sepa que es mentira”. La idea del engaño es algo que no entiendo ni por qué asume ni por qué amenaza con perpetuar, cuando considero que un catedrático debiera pensar en buscar otras soluciones más honestas y acordes con su posición. 

Arias aborda también la cuestión del plagio, al volver a dirigirse al estudiante: “cuando entregas un trabajo o haces una exposición de un texto que has copiado de Wuolah, El rincón del vago u otros”, y asevera: “sé de sobra que no lo has escrito tú”. Arias parece no ser consciente de lo grave que es el hecho de que un profesor permita practicar el delito del plagio sin sancionarlo. ¿Cómo solucionar ese tipo de situaciones? Por si a alguien sirve mi experiencia, a inicio de curso explico qué es el plagio, la necesidad de citar las fuentes en la universidad, y la existencia tanto de la norma académica que prohíbe plagiar como del Real Decreto que en este país entendemos como Ley de Propiedad Intelectual 1/1996. Después, si al recibir un ejercicio compruebo que alguien ha plagiado, se gana un cero y ya no puede presentarse a la convocatoria ordinaria. Por supuesto que se te pueden enfrentar los plagiadores (algunos lo hacen). Es el desagradable riesgo que corres, pero si detectases plagio y lo aceptases sería una injusticia enorme contra quien haciendo un gran esfuerzo aprobase con un 5, al margen del fraude académico que supone engañar para lograr una nota inmerecida y ser cómplice de ello. El plagio suele estar contemplado y sancionado en los códigos de buenas prácticas de las universidades públicas españolas, como en teoría está prohibido en la Universidad de Granada, que también lo combate en el apartado sobre la honestidad (art. 1.1.) del Código de Buenas prácticas en Investigación. Hoy en día, muchos centros pagan por usar herramientas para luchar contra el plagio, como el famoso turnitin, que llegó a España mucho después que a Europa, donde ya antes se detectó ese problema en la universidad. Por desgracia, parece un fenómeno más generalizado que deseado.

Continúa Arias dirigiéndose al estudiante genérico con un “no sabes estar”, “balbuceas, te encorvas, no fijas la mirada”. Si esos errores se presencian en el aula, conviene que el docente explique, con tacto y respeto, cómo mejorarlos, pues es parte de nuestra labor, y el estudiante acude a clase a aprender. En muchos casos –no siempre funciona–, tras corregirles, los resultados son sorprendentes, a veces, porque nadie antes les ha detectado su error ni explicado cómo enmendarlo. Continúa Arias, “si tu expresión es limitada, tu escritura lo es más”. Ya he mencionado antes el problema de la expresión oral y escrita. Pero creo que vale de poco manifestarlo y jugar al colador desfondado, en vez de intentar solucionarlo por los medios que están al alcance del docente. 

En mi caso, pensando en cómo podía ayudar en esa labor, cuando (antaño, en la Complutense) numerosos colegas criticaban lo mal que muchos estudiantes redactaban y citaban bibliografía, elaboré un blog académico con información al respecto que, según me consta, numerosos estudiantes consultan. Obviamente, un blog es sólo un granito de arena en el mar, insuficiente para perfeccionar la expresión oral y escrita de una clase, máxime en nuestros casos, cuando la materia de estudio es otra. 

La mejora de conjunto sólo se logrará con un proyecto integral de un centro educativo, sumando diversas propuestas que aquí no vienen al caso. Bueno, déjenme abrir un paréntesis para citar al menos una. Convendría que cada entidad incluyese al menos una asignatura obligatoria centrada en enseñar a elaborar trabajos académicos. Esto suena a utopía, en unos planes docentes cada vez más marcados por un mercado utilitarista que se distancia cuanto puede de las Humanidades –deshumanizándose así, en cierto sentido–, cuyos resultados están a la vista. Incluir asignaturas nuevas en un plan docente tradicional suele suponer la extinción de otro, lo que implica cambios lentos, laboriosos y complejos, pero ineludibles. Si el colectivo docente aceptase la idea, debería ser apoyada principalmente por los catedráticos, que son quienes más poder tienen en la institución, sobre todo en comparación con el resto del personal.

Volviendo a la carta de Arias, parece que hasta ahora se ha sacudido la responsabilidad de lo que plantea como un problema universitario ajeno a él, culpando al estudiantado de una realidad ingrata para quien sufre al evaluarlo. Por ahora parece haber solucionado la situación asumiendo que todos los estudiantes son malos, ante lo cual, en vez de pensar en suspender o corregir para que se superen, se ha rendido, adaptado a la bajeza, permitiendo plagiar, presentar con categoría de párvulos o distraerse con dispositivos móviles sin atender en clase. Digo que parece o aparenta porque creo que realmente no se dedica a engañar, sino que ha querido decir otra idea que no acierta a expresar correctamente –perdón por la sinceridad–, porque me resulta imposible de creer. Sobre todo, porque en muchos casos ofrece algunas pautas descritas como solución conjunta, al afirmar que “los profesores hemos tomado cartas en el asunto con las siguientes medidas”, entre las que se incluye, por ejemplo, aplaudir la escena ya citada del teatrillo colegial. Así, describe esas realidades como si esa fuese la política del centro; sin embargo, testimonios como los compendiados por Andrea Parra no siguen sistemáticamente ese tipo de estrategia. 

Con la intención de ayudar a hallar el norte a quien padezca desorientación, recomiendo las palabras del catedrático José Luis Sampedro, sacadas de contexto, pero igualmente útiles aquí. Decía el sabio que “es decisivo educar a las nuevas generaciones y reeducarnos nosotros hacia el futuro”, e insistía en la necesidad de “reeducarnos a nosotros mismos”. A lo dicho, apuntillaba “que se educa no sólo en las aulas, sino en todas partes y en todo momento”. Además, recordaba el deber de “luchar contra los valores que nos imponen y hacernos nuestra propia escala de valores” (Gloria Palacios: José Luis Sampedro. La escritura necesaria, Madrid, Siruela, 1996, p. 162).

Para evitar deprimir demasiado a quienes lean estas líneas, la carta de Arias mejora notablemente cuando sugiere diversas propuestas, que tilda de incómodas, aunque ya no lo sean tanto, tras haberse liado antes a dar tiros sin escopeta. Sin embargo, varias de esas propuestas –algunas muy interesantes– se centran en el sistema universitario y preuniversitario, en vez de dedicarle más a los estudiantes, con quienes tanto se ha cebado ya. Tampoco comprendo por qué, cuando está aportando las ideas más optimistas y sugestivas –recomiendo leerlas–, vuelve a rendirse ante la bajeza de la falsedad, al zanjar el escrito con un: “Y si no quieres cambiar, no te preocupes, te seguiremos engañando, haciéndote creer que lo estás haciendo muy bien”.

Al leer esa frase, me vienen a la mente dos pensamientos. Uno, fugaz, ya lo he dicho con otras palabras: convendría que cada docente hablase por sí, que evitase engañar para ser honesto con su trabajo educativo, y que matizase siempre respecto a quién acusa para evitar generalizaciones que pudieran ser erróneas. Otro pensamiento es lejano, porque se compone de unas palabras ajenas de la obra de Fernando Savater, catedrático de filosofía de la Complutense:

“Quien no quiera mojarse, debe abandonar la natación; quien sienta repugnancia ante el optimismo, que deje la enseñanza y que no pretenda pensar en qué consiste la educación. Porque educar es creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de aprender y en el deseo de saber que la anima, en que hay cosas […] que pueden ser sabidas y que merecen serlo, en que los hombres podemos  mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento. De todas estas creencias optimistas puede uno muy bien descreer en privado, pero en cuanto intenta educar o entender en qué consiste la educación no queda más remedio que aceptarlas. Con verdadero pesimismo puede escribirse contra la educación, pero el optimismo es imprescindible para estudiarla… y para ejercerla. Los pesimistas pueden ser buenos domadores pero no buenos maestros” (El valor de educar, Ariel, Barcelona, 2000, p. 18).

Traigo a colación esta cita (a sabiendas del optimismo final de Arias, quien seguro que es muy buen docente), sencillamente, por cómo relaciona las palabras vinculadas a la educación con lo humano, para recordar que la materia humana es la clave de nuestra labor pedagógica. La profesión docente está profundamente volcada en tareas tan complicadas como la formación, mejora y construcción del ser humano por medio del aprendizaje, del conocimiento y de la cultura. Ello exige altas dosis de ingredientes obvios, entre los que deberían hallarse filantropía, generosidad, honestidad o responsabilidad y, principalmente, vocación a raudales en un país como este, donde, entre otras cuestiones, la figura docente acostumbra a ser menos respetada de lo que debiera. 

Ahora me dirigiré al colectivo estudiantil para pedirle que por favor cumpla dos pautas sencillas, aludidas anteriormente, y que constan de forma explícita o implícita en muchos códigos de buena conducta de las universidades españolas. Aunque las planteo pensando en la universidad, sueño con que se cumplan también en las etapas educativas previas. En primer lugar, es preciso que todo el estudiantado respete al docente y atienda en clase, para que la lección pueda seguir su curso natural. Es necesario que ningún profesor tenga que avergonzarse de cómo se comportan algunos estudiantes. Ha de poder dar clase sin ver alumnos enajenados tras la pantalla de una maquinita que parece haberlos transportado a un planeta virtual. Además, el profesor debe poder dar clase sin un desagradable rumor de fondo, y eso no está sólo en manos del docente, está también en manos del propio grupo, que debería colaborar cuando sea posible (chistando, mandando callar y llamando al orden en conjunto…), por las razones antes explicadas. Es importante, porque así cada estudiante puede ayudar a devaluar su título de egresado o a revalorizarlo. ¿Cómo? entendiendo que la universidad se conforma por todas las personas que la componen, por lo que todo cuanto acontece en ella redunda en el beneficio común, o en lo contrario. 

En segundo lugar, es necesario que cada estudiante intente dominar las bases de la expresión oral y escrita de su idioma materno (o idiomas, en comunidades bilingües). Ser competente al expresarse de forma oral y escrita es esencial en muchos contextos de la vida, no solo en la universidad. Con el fin de mejorar la expresión y la redacción, por un lado, es muy útil atender a la clase de cada asignatura, para enriquecer el vocabulario especializado y, si hay tiempo, leer alguna obra básica sobre la materia. Por otro lado, es utilísimo también dar algunos pasos que poco a poco ayudarán a llegar lejos. Por ejemplo, ante cualquier duda, que consulten el Diccionario de la Lengua Española, incluido el Diccionario panhispánico de dudas; que acudan a la biblioteca a buscar ortografías, gramáticas y manuales de estilo; que lean sugerencias dadas en blogs de lengua (me encanta el de Alberto Bustos,  pero hay muchos más); que se apliquen leyendo obras clásicas literarias, tarea fácil con páginas gratuitas como la del Centro Virtual Cervantes. Si se logra dominar la expresión verbal y escrita, el resto de información llegará más fácilmente, pero ser incompetente en esos dos rudimentarios abecés representará un problema para aprender cualquier cosa porque, como dice el dicho, no hay que empezar la casa por la chimenea. Recuerden, además, que para aprender hay que dedicar paciencia, tiempo, energía, esfuerzo y atención. Ánimo, que nadie nace enseñado.

Espero que quien lea a Arias o a quienes le hemos contestado sepa comprender lo complicado que puede llegar a ser el acto de impartir clase hoy día, ante una realidad que cambia velozmente, y que provoca discusiones complejas, nacidas con el espíritu de mejorar la educación académica. En cualquier caso, concuerde o no con algunas ideas de Arias, estoy convencida de que plantea todas esas cuestiones con su mejor intención, impaciente de solventar los problemas que rodean al ámbito docente, pues con esa misma intención escribo yo este artículo. Esperemos lograrlo poco a poco, entre unas y otras contribuciones. Para ello, es necesario incluir la colaboración responsable y comprometida de todo el conjunto docente y estudiantil.

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