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Arpa¿A qué suena Persépolis?

¿A qué suena Persépolis?

Me he  buscado un conductor para que me lleve a Persépolis, está a unos cuantos kilómetros al sur de Shiraz. Es un tipo simpático, expresivo, que me cuenta de su vida y  su familia. Y no tiene reparo en hablarme  de Irán.

 

—Hay pocos turistas aquí- digo

—Sí. El mundo entero nos tiene miedo. Solo algunos ingleses y japoneses. 

—A mí me dijeron que estaba loco por venir aquí.

—¿Sabe el chiste del inglés?  Un inglés le dijo a su madre que iba a venir a Irán. Y su madre le dijo: estás loco, te van a matar, es muy peligroso. Insistió tanto que al final el inglés le dijo a su madre: Está bien, mamá, no voy a Irán, voy a Persia. Y la madre dijo: Muy bien, hijo, eso sí que está bien.  Persia es mucho mejor. 

 

Los dos nos echamos a reír. Pero yo pienso en lo que eso significa. Lo peor que le pueden arrebatar a un país es su nombre. El nombre es la identidad, es la persona, es el alma. A una persona le lleva muchos años hacerse un nombre, y a un país le lleva miles de años. Porque Persia no solo suena a lo que hablaban mis tías cuando yo era niño: que si era más guapa Fara Diva o Soraya, que si ésta era muy desgraciada  por no poder tener hijos, que si la boda increíble del Shah. También suena a un imperio lleno de imaginación, a unas gentes que fascinaron a Alejandro mientras las conquistaba, a unas ciudades con columnas infinitas en el desierto. E Irán solo suena a fanatismo e intolerancia. 

 

El panorama me parece desolado, veo desierto en todas direcciones. Me impresiona haber llegado hasta allí. 

 

—¿Hacia dónde está Irak?

—Irak está hacia la derecha. Ahí a la izquierda está Afganistán. Y enfrente tenemos el mar Rojo y Arabia Saudita. 

—Hubo una guerra muy larga con Irak en los años ochenta.

—Sí. Fue muy dura, casi diez años. Hubo muchos mártires de esa guerra, habrá visto sus fotos al lado de las carreteras. Los recuerdan por todas partes. Y sus familias tienen muchas oportunidades. 

—¿Usted  participó en ella?

—Sí, pero no llegué a disparar. Estaba en labores de intendencia. 

—¿Y viene gente de Afganistán por ahí?

—Sí, pero sobre todo viene la droga. Nosotros desconfiamos mucho de los afganos. 

—¿Hay drogas en Irán?

—Pues claro que hay. Aquí hay de todo. Una cosa es lo que digan las leyes y otra lo que pasa de verdad. Aquí se prohíbe el alcohol, la música occidental, el sexo fuera del matrimonio, se prohíbe todo, y entonces la gente se mete en las drogas. 

—¿Y también hay alcohol?

—Claro que hay alcohol. A escondidas usted puede encontrar de todo. Y hay muchas fiestas privadas en las que circula alcohol. Allí la gente se destapa y hace de todo. 

—Pero será muy difícil encontrarlo.

—No muy difícil. Si usted se mete en el bazar y mueve las teclas adecuadas puede encontrar buenas botellas de whisky. O conseguir una prostituta. Y eso que los del bazar son los que más apoyan la Revolución. 

—¿Y usted se dedica solo a este trabajo?

—No, esto lo hago para ayudarme. Mi trabajo normal es otro. Pero tengo mujer y dos hijos y tengo que darles buena vida. Mis dos hijos son un encanto, me gusta verlos contentos. Ojalá puedan ir un día a estudiar al extranjero.

—Me han contado que hay muchos iraníes viviendo en Estados Unidos. Y que mandan dinero.

—Claro, todo el mundo hace lo que puede.

 

Pasamos pueblos desolados, lomas, el sol pega con mucha fuerza.

 

—He oído que hay un restaurante en las afueras donde se come en una tienda de campaña y hacen comida de los nómadas de las montañas. Si usted me lleva allí esta noche lo invito a cenar. 

—Lo siento, no puedo ir. Tengo que ir con mi mujer y mis hijos. 

 

Pienso que en Irán hay que rechazar tres veces una invitación, es de mala educación aceptar enseguida. Se lo digo otras dos veces. Pero no quiere.  

 

El taxi me deja en la explanada. Subo una escalinata  y luego la otra. Por las paredes se ven los relieves con procesiones de arqueros, de súbditos que llevan ofrendas. Son elegantes, hechos con líneas ligeras, esbeltos. 

 

Llego arriba y contemplo ruinas de grandes palacios. A la derecha se levanta el palacio de la Apadana. A la izquierda fantasea la Puerta de las Naciones. Al fondo se ve el  Palacio de las Mil Columnas. En las montañas se distinguen las tumbas de los emperadores y más allá se contemplan las lejanías de las estepas. 

 

Empieza a llover. Me acerco a la Apadana y el muro con relieves está protegido con un toldo. Son los relieves más finos y más inolvidables. Infinidad de personas de todas partes llevan sus ofrendas al emperador. Marchan con la cabeza alta, no son humillados que se dirijan al matadero. Tienen túnicas delicadas y el talle estirado y orgulloso. Sus barbas están trenzadas y sus arcos parecen liras. 

 

Pienso en un imperio que no masacraba a sus súbditos como los asirios, que no eliminaba pueblos enteros. Que toleraba la vida y la imaginación. Y en su arte no hay cacerías donde se vea la carne de las leonas como si fueran muestras de carniceros. Hay esbeltez de líneas, un vuelo, una soltura.  

 

Subo a la Apadana y paseo entre los restos de las columnas. Son columnas altísimas que sugieren lo infinito y lo apasionado. Que hablan de sueños y desmesuras.  

 

Doy vueltas por las construcciones. Me asomo al borde de la plataforma que levanta la ciudad en lo alto. Como si toda la ciudad levitara igual que en una novela hispanoamericana.  

 

Sigo vagando, llego al patio donde se encuentra el museo. Está cerrado y no me inspiran esos colores chillones que pusieron en la restauración de las puertas. Yo también creo como Yourcenar que el tiempo es un gran escultor y que el color blanco es más sugerente en las ruinas. 

 

Me encuentro con el Palacio de las Mil Columnas. Se trataba de perderse, de imitar un verdadero bosque, de sugerir un laberinto. De hablar de la infinitud de la existencia. Para los griegos un templo era una casa, algo doméstico. Para los persas era el lugar de los sueños, aquel lugar en que los hombres se superan a sí mismos. Un poco como los paisajes de las pinturas chinas.  

 

Camino bajo la lluvia y miro las lejanías.  Me asombra la grandeza de las montañas donde duermen los emperadores. Parece que no querían estar lejos de sus hogares y sus diversiones. No eran tipos terribles ni tampoco conversadores de andar por casa. Querían hacer más intensa la vida.   

 

Está lloviendo pero me gusta caminar bajo la lluvia en medio de estas piedras gigantescas. Algunas están tiradas en actitudes azarosas. Llego a la Puerta de las Naciones. Caballos con alas gigantescos miran hacia la distancia y dejan un pasaje entre ellos. Miro a los caballos desde abajo y parecen saltar a través del universo. En las piedras hay inscripciones de distintas épocas, algunas de las tropas francesas, alguna tal vez de los soldados de Alejandro. Creo que a los macedonios les pasó como a los romanos con los griegos. Quedaron cautivados por el vencido y se orientalizaron. Y Alejandro se volvió medio persa. 

 

Esos caballos alados parecen recibir de verdad todas las naciones. Y me reciben a mí que llego aquí miles de años después. Tienen un dinamismo increíble, una grandeza llena de fantasía. Son el delirio de lo gigantesco lleno de gracia.  

 

Doy vueltas, no quiero marcharme de aquí. Sé qué no volveré nunca más, pero también sé que se ha metido en mi sangre. Miro con toda la fuerza de mi mirada. 

 

 

 

Antonio Costa Gómez es escritor, autor entre otros de los libros La calma apasionada y Las fuentes del delirio. En FronteraD ha publicado Fiesta en el monte Ararat

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