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Mientras tanto¿A quién le importa?

¿A quién le importa?


Un frío no: Tres. Migdio Domínguez es el jefe de servicios tecnológicos e iluminación del Departamento de Periodismo y Medios. Su nariz roja acompaña a un rostro marcado por el viento helado. Ha regresado de la calle. Su consejo: no salgas.

 

Igual, tengo que. Terminadas las clases debo de salir hacia la estación de tren. Tirito. Creo que ya es hora para las medias gruesas, esas con pinta de que se las trasquilaron a una alpaca y de las que reniego porque casi siempre son demasiado. Hoy no. Hasta me atrevería a pensar que esos calzoncillos largos como los del abuelo, escondidos en el último cajón de mi ropero: hoy mejor que nunca. Desciendo la cuesta de la calle Fordham, en el Bronx. Me viene a la memoria que aquella mañana, mientras caminaba cuesta arriba hacia la Universidad, quise sacar el teléfono para tomar un video del reguero de papeles en las veredas. Los grabaría en cámara lenta, viniendo hacia mí, la punta de mis zapatos deslustrados entre ellos, pisando las bolsas de papel del Dunkin Donuts. Enviaría un correo electrónico al alcalde, treinta segundos de pura basura, periodismo ciudadano responsable. Tenía las manos muy abrigadas en los bolsillos del saco. Tenía que sacarlas. No me atreví.

 

Dentro de las aulas y del despacho había estado pasándolo bien. Una alumna de más de 70 años se me acercó a decirme que le había gustado mi clase. Me dijo que las películas que programaba le producían nostalgia. Más temprano, un estudiante me dijo que había escogido bien la última película del semestre: Raising Victor Vargas de Peter Sollett. «I’m not Dominican, but I was touched», me dice: barbudo, enorme, creo que con la misma sinceridad con la que se acercó varias tardes atrás y me dijo que era veterano de la guerra en Iraq y que iba a ser papá. Esa tarde estaba satisfecho con mi trabajo. Henchido de orgullo, hasta me di tiempo para terminar de ver el cachito que me faltaba del último episodio de House of Cards. Luego me armé de valor, me dije que había caminado sin problemas desde el tren aquella mañana, que no iba a pasarme nada. Salí.

 

Y sin embargo, no hacía el frío que hace ahora. No lo hacía. Siempre fijo la vista en los arbustos al final de la larga línea de negocios y carteles, trato de mirar más allá de las hojas que se mueven e intento descubrir por dónde viene: Por allí viene el invierno.

 

Desde una tienda, otra vez, como muchas tardes en que camino por Fordham pensando en lo que hice o no hice aquel día, en lo que haré esa noche, en el destino de esta pequeña vida que transita sin pena ni gloria entre caminantes que creen ir hacia algún lado, escucho: «Tatús, tatús, tatús». Son los tatuajes, los que me quise hacer y nunca me los hice, que me llaman. Desde un parlante negro, solitario, muerto de frío sobre una banqueta, al lado de la puerta que le han cerrado para que grite con claridad y nada se interponga entre su voz de cables, en su castellano traqueteante que me dice: «En el brazo: cientocincuenta. Barato y más mejor. Tatús, tatús, tatús.»

 

Pienso otra vez en sacar el teléfono y grabar esa voz. Usar ese sonido por las mañanas como despertador. Mis manos están abrigadas en los bolsillos del saco. No me atrevo. Pienso en que después ya escribiré una crónica. Camino más rápido: en cinco minutos llega mi tren.

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