Sobre La fabulosa taberna de McSorley, de Joseph Mitchell
A comienzos de los años treinta del pasado siglo, Joseph Mitchell trabajaba como reportero en la Jefatura de Policía de Nueva York y acostumbraba a cenar en el Grotta Azzurra, un clásico restaurante italiano en el centro de la ciudad. A Mitchell se le hacía tarde a veces y solía entonces acomodarse en una mesa junto a los dos camareros, cuando el resto de clientes ya se había ido, y le ponían al corriente de las últimas noticias oficiosas de los bajos fondos.
Esa atmósfera confidencial y pseudoclandestina del periodista que camina en la noche por la ciudad reflexionando sobre lo que le han contado, o involucrado de pronto en una historia, o entrevistando a bohemios en las barras de las tabernas con suelo de serrín, representa quizás ya una forma extinguida del ejercicio periodístico que contribuyó además a romantizar el oficio, y que luego tanto han cultivado la literatura y el cine. De hecho, cuando en 2017 Jus Editorial publicó La fabulosa taberna de McSorley. Y otras historias de Nueva York de Joseph Mitchell, el periodista y escritor J.J. Armas Marcelo publicó en El Cultural una reseña en la que acentuaba ese sentimiento de nostalgia: el periodismo de Mitchell ya no existía. Y se lamentaba de que ya no hubiera «nadie en ningún periódico del mundo que escriba como él».
Y es que Joseph Mitchell se alzó como un valor indiscutible de la literatura norteamericana —y, por qué no, universal—desde su quehacer periodístico durante la primera mitad y la medianía del siglo XX. No inventó historias. Las observó en el día a día del reporterismo local y las describió con una prosa sencilla, transparente, tal y como demuestra esta antología, que se publicó originariamente en 1943. Con una observación meticulosa y comprensiva, después de los duros años de la Depresión, este periodista optó por fijar su escritura en los más débiles, los mal parados, los inadaptados, viejas glorias, nómadas como los gitanos o los indios, o en esa otra clase de ciudadanos anónimos e iconoclastas que se habían convertido en ingenuos estafadores o en vagabundos parlanchines. Todos representaban la decadencia.
Gente extravagante, al margen de la rutina social, como ese reverendo que predica en las calles y aceras advirtiendo a gritos de las llamas del infierno; esa mujer barbuda llamada Lady Olga que en sus peores días lamenta haber abandonado la granja de algodón de su abuela; ese anciano mendigo con barba blanca llamado ‘Santa Claus Smith’ que entrega cheques que no eran válidos desde hacía décadas a diestro y siniestro, agradeciendo la caridad de un desayuno o una propina. Entre otros…
Pero Mitchell no solo conoció la miseria en tiempos difíciles. También exploró en algunas de estas historias de Nueva York la humanidad emanante, como el caso de unos padres pacientes que tienen que lidiar con una niña superdotada llamada Philippa. El relato de Mitchell sobre su visita a la casa familiar titulado Velada con una niña prodigio desentraña en pocas páginas lo que supone vivir al mismo tiempo con lo extraordinario y lo delicado. Otra crónica de este tipo es el testimonio de Mazie, trabajadora en la taquilla del cine Venice que actúa como una buena samaritana entre hombres beodos y problemáticos de aquellos años treinta. Mazie era la persona que más ambulancias de Nueva York demandaba para asistir a estas pobres gentes. «Hay días en que no sé si esto es un cine o una pensión», le dice ella a Mitchell, que la describe así: «Mazie es menudita, pero es puro nervio, no le teme a nada y tiene un vozarrón imponente». Una mujer con carácter pero preocupada por la dignidad de los más desfavorecidos que discurrían como almas temulentas por aquellas avenidas y antros del Bowery.
El Bowery, territorio literario de Joseph Mitchell. Una calle de Manhattan que pasó de ser en el siglo XIX uno de los centros neurálgicos del music-hall, a convertirse en una zona empobrecida y conflictiva entre los años 30 y 40 de la pasada centuria. Repleta de gentes agotadas que a veces se salvaban por medio de la picaresca, lo ingenioso y lo disparatado. Gentes que rompían con lo establecido y con su pasado y acababan por inventarse una historia para sobrevivir o para conseguir algo de comida. En el perfil sobre el Comodoro Dutch, Un calavera, Mitchell retrata a un sátiro holgazán que se define como «el último de los muchachos del Bowery» y que camela al personal para que destinen fondos a su asociación y poder así celebrar todos juntos una gala anual en su honor sin ningún sentido.
Esta actitud de vida del «calavera» Comodoro Dutch recuerda indudablemente a un protagonista emblemático en la obra de Mitchell, que además fue determinante en la vida del periodista. Se trata de Joseph Ferdinand Gould, un famoso mendigo proveniente de una familia rica de Massachusetts que estudió en Harvard y que al llegar a Nueva York decidió dedicarse a tiempo completo a la bohemia y a forjarse una leyenda en las calles y tabernas de Manhattan. En el libro La fabulosa taberna de McSorley se incluye el primer perfil que escribió Joseph Mitchell en 1942 sobre Joe Gould con el título El profesor gaviota. Y es que este hombre practicaba el ‘gavioto’ y hasta traducía poemas a dicho lenguaje. Pero lo que más atrajo la curiosidad de Mitchell fue que Joe Gould era muy respetado en el mundo cultural y contaba con amigos muy reputados como Ezra Pound o E. E. Cummings. Para otros, sin embargo, Gould representaba un romanticismo decadente. Una bohemia llevada al límite y que asumía la exclusión, la lástima y la caridad.
Gould era conocido y reconocido sobre todo por su labor literaria de la Historia oral de nuestro tiempo, o simplemente La Historia oral. Una extraordinaria empresa que consistía en el collage de lo cotidiano de la vida neoyorquina, conversaciones oídas al vuelo, diálogos algunos quizás insustanciales pero que para su bohemio autor podrían tener «un significado histórico profundo». Un libro monumental (como tres veces la Biblia), que estaba continuamente escribiéndose pero que curiosamente nadie había visto jamás, a pesar de que ya se consideraba un clásico. Cuando Joseph Mitchell quiso saber sobre la obra magna de Gould se encontraba con muchas trabas: los capítulos andaban desperdigados, algunos en los bolsillos de las harapientas chaquetas de su entrevistado, otros en una granja de patos de Long Island, y otros todavía en la caótica cabeza de Joe Gould.
Tiempo después, en 1964 y ya muerto Gould, Mitchell volvería sobre el tema dando a luz su obra más conocida y aplaudida, El secreto de Joe Gould: una ampliación de aquel perfil, El profesor gaviota, que se ha catalogado como joya del periodismo literario y que se ha convertido en uno de los libros más afamados de la literatura de no ficción norteamericana. Pero para Joseph Mitchell esta publicación fue un antes y un después: nunca más volvió a escribir. Este período de sequía creativa que se prolongó hasta su fallecimiento en 1996 pudo estar íntimamente relacionado con la desmitificación de Joe Gould y la revelación impactante (o sospechosa) sobre La Historia oral. Desde entonces, misteriosamente, Mitchell siguió acudiendo a su despacho de la revista The New Yorker pero ya no daría ningún texto suyo a la imprenta. Era él quien se convertía ahora en una leyenda.
El profesor gaviota, pero también gran parte de las demás crónicas que se recogen en La fabulosa taberna…, construyen a base de información y narración variadas y heterodoxas personalidades con un rasgo común: simbolizan el paradigma de lo que podría llamarse una especie de apostasía social, o, si se quiere, un seductor anarquismo místico (término unamuniano). Tales tendencias conmovían y convocaban a Joseph Mitchell.
Algunas de estas historias las escribió en primera persona y parten de una percepción melancólica sobre los estragos del tiempo. La elección de esa perspectiva narrativa se debía veces a que, por un lado, los protagonistas eran amigos suyos, como el caso de El rey de los gitanos o el Dick de Réquiem por un bar de mala muerte (también Joe Gould acabó siendo una amistad), o porque él se veía involucrado como periodista en los hechos, tal y como sucede en las crónicas Hasta reventar por cinco pavos o Los cavernícolas. En esta última relata una experiencia como reportero en un invierno muy frío de los primeros años después de la Depresión y de la derogación de la Ley Seca. Su director del periódico creía que la mejor forma de hacer brillar una primera plana en aquellos tiempos era sin duda «un buen reportaje sobre la miseria humana». Mitchell dio con la historia de un matrimonio que se había cobijado en una cueva durante la época más cruda de la crisis. Alojados en una pensión, Mitchell los entrevistó sobre todo con el fin de ayudarles a salir de la inmundicia con la ayuda voluntaria de los lectores que no tardó en llegar. Pero la vivencia de habitar una cueva les marcaría para siempre. Inesperadamente, Mitchell se vio envuelto en un enredo que le dejó tan extrañado como para escribir la anécdota.
Pero de entre todas estas pequeñas obras maestras, puede que La fabulosa taberna de McSorley, que da título al libro recopilatorio, represente la joya de la corona. «McSorley’s ocupa la planta baja de un edificio de ladrillo en el número 15 de la calle 7, justo al lado de Cooper Square, donde termina el Bowery». Así de descriptivo y de sencillo arranca su relato sobre la taberna más antigua de Nueva York, donde algunos clientes fijos tenían sus nombres grabados en las jarras de cerveza y los viejos habituales se quedaban dormidos al calor de la barriga de la estufa.
«Al devoto de McSorley’s, los demás bares neoyorquinos le parecen lugares encorsetados e inquietantes. En McSorley’s uno puede relajarse. Para empezar es una taberna sombría, y la oscuridad favorece al reposo. El pulso casi cardiaco y apenas audible de los viejos carillones también relaja. Y allí se percibe un olor fuerte y rancio que es como un bálsamo para los nervios crispados, un compuesto peculiar de olores a serrín de pino, cerveza derramada, tabaco de pipa, humo de carbón y cebollas. Un médico de Bellevue dijo una vez que para tratar ciertos trastornos mentales el tufo de McSorley’s daría mejores resultados que el psicoanálisis, los calmantes o las plegarias». El paso del tiempo y de las distintas generaciones que regentaron la taberna no mermó el encanto de McSorley’s. Al contrario, su historia la convirtió en reliquia.
Cuando Mitchell publicaba estos escritos en el New Yorker latía ya en ellos una verdad, una reivindicación, una crítica, un sentimiento subyacente: frente al encorsetamiento, la homogeneidad, la cadena frenética de producción, los tiempos apresurados, él prefería una mirada «a ras de suelo», como dice Alejandro Gibert Abós en el prefacio de La fabulosa taberna… Acudir a lo genuino, a lo auténtico (aunque esta palabra ya se haya desvaído mucho). Escuchar con suma paciencia la comedia humana. De hecho, el primer libro que publicó Mitchell fue la colección My Ears Are Bent en 1938, sus trabajos periodísticos de cuando aún trabajaba en el World Telegram. «Su especialidad y su pasión, en cualquier caso, eran los ear-benders, como él llamaba a los charlatanes redomados, los que hablaban como descosidos hasta doblarle a uno las orejas», afirma Gibert Abós.
Hasta que poco a poco el periodista inmerso en el relato del presente iba abandonando la actualidad e internándose en el ayer. Su mirada nostálgica fue propicia para desarrollar una querencia que apresara y detuviera con palabras todo lo que pasaba y fluía a su alrededor. Por eso hay que volver a Mitchell. Porque, como dice Pedro García Cuartango, tenía la enorme virtud de contar lo que pasaba inadvertido a los demás. Y porque según Umberto Eco, «leer cuanto han hecho nuestros antepasados no es solamente un mero pasatiempo arqueológico, sino más bien una precaución inmunológica».