A Sajalín

En un enigmático viaje fluvial por el río Amur, el doctor Anton Chejov observa desde la cubierta del vapor ambas orillas. El pasado salta caprichoso en su memoria. La isla de Sajalín se acerca
Imagen de la llegada a Sajalín de una mujer exiliada

Llegada a Sajalín de una mujer exiliada  

           n junio de 1890, un vapor navega río arriba las aguas del Amur. De pie en la cubierta hay un hombre. Estatura mediana, levita, bastón y borsalino. Barba recortada. Gafas redondas para corregir la miopía. Detrás de las gafas, unos ojos serios pero vivaces, soñadores pero curiosos. Unos ojos que preguntan por todo.
           Este hombre es un médico de Moscú de treinta años. Se llama Anton Chejov. Chejov es conocido sobre todo por sus cuentos, que publica desde hace una década, y con los que ha cultivado un público bastante incondicional. Una colección de estos cuentos le ha valido el premio Pushkin, lo que ha hecho que el nombre del autor reverbere por todas las estancias del país. Además, recientemente ha estrenado en Moscú una obra de teatro, Ivanov, también a la satisfacción del auditorio.
           La mirada de Chejov se obnubila en la orilla derecha del río. Un incendio está arrasando un abetal. El bosque es de mediano tamaño: el fuego no va a dejar nada. El viento sopla del Norte, de manera que las llamas siguen el sentido contrario al del barco. Aún, algunas diminutas láminas de ceniza son capaces de alcanzar la cubierta. El humo es mucho más blanco de lo que pensaba, casi tanto como el del vapor, como el del cielo… El brillo salvaje del fuego en el fondo blanco del aire. Como un infierno en mitad del cielo. Chejov se acuerda entonces de su segundo hermano mayor, Nikolai. Nikolai murió de tuberculosis hace pocos meses.
           Chejov piensa en el peso que han tenido para él sus cinco hermanos. Sobre todo los dos mayores, Alexander y Nikolai. Nikolai era pintor y borracho. Se reía a menudo, se reía de todo. Se reía de sí mismo, de su trabajo, de su pena. Se reía de Anton porque, decía, nunca se reía –cosa que no era verdad. Se rió de la muerte mientras se lo llevaba. Nikolai trató siempre a Anton como a su favorito. Le hablaba con franqueza y respeto: sabía como nadie envolver las verdades más hondas con un humor inofensivo. Piensa Chejov que su hermano era la mejor conciencia que uno podía tener: implacablemente sincera e irremediablemente optimista.
            El humor expansivo de Nikolai determinó un poco el estilo de las primeras narraciones de Chejov. Fueron bastantes los cuentos que recogían historias escuchadas a su hermano y que el propio Nikolai iluminaba con alguna caricatura. Estos primeros cuentos, de acento humorístico y calidad discutible, fueron los que permitieron a Chejov asomarse a las esquinas literarias de la prensa moscovita en los primeros años ochenta del siglo XIX. Chejov recuerda cuando llegó a Moscú con diecinueve años para comenzar la carrera de medicina. Su familia vivía allí desde hacía unos años, en una miseria casi absoluta. A su llegada, con lo poco que sacaba de sus cuentos y, más tarde, de su práctica profesional, Anton se hizo cargo del alojamiento y la manutención de todos.
            Chejov tose. Del bolsillo saca un pañuelo y se tapa la boca. Poco bien le hace todo este humo a sus pulmones tísicos. El pañuelo queda impregnado de pequeñas gotas de saliva anaranjadas. Sin darse cuenta, en un gesto automático, Chejov se quita los anteojos y los limpia con la punta del pañuelo. Al ponérselos de nuevo, le llama la atención una isba en la orilla contraria del río. Es pequeña, tendrá dos habitaciones como mucho. Se nota no obstante que sus inquilinos son trabajadores. Sus paredes blancas están impolutas, las tejas parecen nuevas. Un modesto corral contiene un caballo tordo y desnutrido.
            La soledad y estrechez de esta isba evocan a Chejov su casa natal de Taganrog, en el mar Azov. Allí tenía su padre un colmado, donde los vecinos venían iban a por arroz y azúcar, por sus paquetes de té, sus arenques, su jabón y sus velas para la casa. El puerto cercano llevaba a su tienda a personas de variado catadura. Mujiks rusos, marinos griegos, labradores armenios, comerciantes judíos, menestrales ucranios, modestos forajidos de todos los países. Por lo general, tipos alegres y algo escandalosos. Su padre servía vino y vodka en la propia tienda, lo que permitía a sus clientes volver a sus respectivos barcos, palacios o agujeros, con la compra en la mano, la sonrisa en los labios y algo de la infinita melancolía rusa en los ojos. Estos personajes, a los que Anton y sus hermanos atendían en el almacén, son los que luego poblarían las páginas de sus cuentos.
            Chejov se sienta en una de las bancadas de cubierta. Le duele el pecho. Respira hondo. El asiento es incómodo, no tiene respaldo, está helado. Le recuerda al banquito en el que él y sus hermanos se sentaban en la iglesia a la que su padre les arrastraba a diario. Chejov piensa en su padre, Pavel Chejov. Padecía culpas y remordimientos atávicos, heredados de una larga genealogía de esclavos. El padre mismo de Pavel, Egor Chej, fue un siervo que compró su propia manumisión, a setecientos rublos la cabeza. Los ahorros sólo le llegaban para adquirir la libertad de él y de sus cuatro hijos varones. La niña se quedaba fuera. Su amo se hallaba rumboso ese día, e incluyó no obstante en el lote del rescate a la hija extra, como el tendero que vende trece por docena.
            Chejov supone que estos antecedentes hicieron de su padre una persona ignorante e irracional. No eran tanto las palizas y el terror a los que les tenía sometidos de niños. Tampoco su delirio religioso, las continuas misas, la obligación de cantar salmos día y noche. Para Anton, lo más inaceptable de su padre, lo más contrario a su propia índole, era su desorden natural. El desbarajuste de una vida donde las deudas crecían a medida que los pecados se iban expiando. Una pobreza espiritual y pecuniaria que acabó con su padre teniendo que huir de Taganrog para evitar la prisión por deudas. Cuando tiempo después, el resto de su familia le siguió a Moscú, Anton fue abandonado en el pueblo, con la excusa de que debía terminar sus estudios de bachiller. A sus dieciséis años, sin embargo, Chejov se sintió aliviado antes que desamparado, libre antes que solo. Chejov recuerda esos años con íntimo afecto: fueron la libertad.
           La tarde se acaba y Chejov siente fresco. De todas formas, piensa mientras regresa al interior del barco, la malnutrición, el frío y la pobreza de su infancia les han dejado a él y a sus hermanos señalados para una muerte temprana. Sabe que la misma enfermedad que acaba de matar a Nikolai se le llevará a él en poco tiempo. Sólo espera que sus costumbres más temperadas le concedan unos años más que a su hermano.
            Pocos días después de la muerte de Nikolai, Chejov decidió hacer este viaje. Concienzudo y paciente, ha estudiado en las semanas previas a su partida todo lo que se puede saber de Sajalín. En el mapa, Sajalín es una isla casi del tamaño de Inglaterra que se estira de Sur a Norte en el extremo oriental de Rusia, justo encima de Japón. Chejov, partiendo de Moscú, ha recorrido en dos meses seis mil verstas de estepa, alternando coches de caballos, barcos de vapor y algún tramo a pie.
           Pero Sajalín es algo más que una isla. En Sajalín se encuentra la colonia penitenciaria más importante de Rusia. Es la cloaca que absorbe el detritus social del imperio del zar. Allí pagan sus culpas desde los asesinos más sanguinarios hasta los presos políticos más cándidos. El precio es el hielo, el azote, el aislamiento, la enfermedad y la muerte.
           Chejov mismo no consigue entender las razones de este viaje. Sus familiares y amigos le han tenido por loco. Del sutil silogismo a la palabra grosera, no hay argumento que no hayan empleado para intentar disuadirle. Chejov se ríe. Espera que Kolia le esté viendo. Fija sus ojos en el portillo de la amura. El incendio ha quedado atrás. Ya sólo queda la taiga ciega, inmensa.
Se consume el camino. El barco avanza. Sajalín se acerca.

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