Papá apareció un día invitándome a acompañarle a Sevilla en coche-cama. Me lo pidió con tanta modestia, casi como un favor, puesto que era por motivos profesionales, que me conmovió, aunque en ese momento no le di demasiada importancia. Más bien lo sentí como un deber de hija ante uno de tantos trances incómodos a los que de vez en cuando él recurría a mí para que se le hicieran más llevaderos. Pero según pasaban los días y observaba los preparativos, empecé a ilusionarme.
Acababa de entrar en una agencia de viajes en la calle Alcalá, apoyándome apenas en el puño de marfil de mi bastón y como a todo el mundo ahora le da por viajar, me senté cómodamente a esperar la larga cola que tenía delante. Tanto, que me dio tiempo a echarle una ojeada a un catálogo del Transiberiano, distraídamente. Siempre me ha gustado viajar en tren, un medio de transporte romántico y cómodo, aún cuando en mi juventud sufríamos retrasos de horas en aquellos vagones tan traqueteados en los que llegábamos malhumorados y hartos al destino envueltos en carbonilla. O padecíamos ridiculeces como la de no poder dormir en el mismo compartimiento con Lolita, mi mujer, en el viaje de novios que comenzamos en el Lusitania Express entre Madrid-Lisboa porque se nos había olvidado el certificado de matrimonio en casa. Moscú, Yaroslavsky, Nizhny Novgorod. La frontera entre Europa y Asia; Ekaterimburgo. Un interminable recorrido que concluye en Vladivostok, ciudad cargada de misterio y que une –y separa- a la Rusia europea con el Oriente ruso, Mongolia y China en ese agradable viaje mental que me ayudó a soñar despierto en la fría mañana madrileña esperando a ser atendido en la agencia. ¿Qué se sentirá al cruzar la densa taiga siberiana y admirar la belleza del lago Baikal a bordo del legendario Transiberiano? El lujo de disfrutar de unas sensaciones inusitadas para quienes recorren los 9.226 kilómetros que separan Moscú de Vladivostok, en el Océano Pacífico. Ocho zonas horarias diferentes entre ambas ciudades. Todo un mundo de variedades. Deambulaba por allí, medio despierto, cuando una voz amable me interrumpió con un:
–Su turno, señor.
–Deme un billete para el AVE Madrid-Sevilla; tome mi tarjeta dorada.
Pagué, lo recogí y al día siguiente me encontraba en esa estación decorada con desproporcionadas plantas Art Decó que es Atocha, ya situados en el siglo XXI, confortablemente sentado a dos horas y pico de Sevilla, muy lejos física y mentalmente del Moscú figurado. Pero mucho más cerca de lo imaginado del primer viaje que había hecho con mi hija Lola, años atrás, siendo ella aún adolescente. Liberado, además, de los viejos retrasos y traqueteos a los que tan acostumbrado estaba desde los primeros viajes gallegos de mi infancia. Acercándonos a Aranjuez conecté el Ipod que me regalaron por mi cumpleaños y sonó una Conchita Bautista que me transportó a los años 60. Estando contigo me devolvía a la juventud de mi hija, quien, mira por donde, ahora está a punto de ser abuela. ¡Cómo pasa en tiempo, caramba! Nada es ya como era en el Madrid provinciano de los dos millones de habitantes de su infancia, en el que lo más internacional de lo que podíamos presumir era de tener un jugador de fútbol argentino como Di Stefano, frente a los más de cuatro millones de habitantes de hoy, con esta polución que nos ha traído el desarrollo y absorbe el aire limpio del Guadarrama que disfrutábamos en los subdesarrollados años 60 …
Un director de cine inglés le había pedido a papá que hiciera los reconocimientos médicos de unos actores desconocidos que estaban en ese momento rodando Lawrence de Arabia en Andalucía: Peter O´Toole, Omar Sharif, Anthony Quinn y, el único conocido para nosotros, Sir Alec Guinness. Pero como a él se le hacía cuesta arriba viajar solo me invitó a acompañarle. Más acostumbrado a las lides ferroviarias del franquismo que yo, con anécdotas como las de su viaje de novios, tantas veces rememorado a risotadas en casa porque de recién casados no les dejaban dormir juntos en el mismo coche-cama a falta del certificado que lo confirmara, mi padre le había pedido a un amigo policía que verificara por escrito que el doctor viajaba otra vez en coche-cama, ahora sí, también, pero con su hija Lola, para que nos dejaran dormir en el mismo compartimiento sin problemas. Sin embargo, el encargado empezó a poner pegas, hasta que enseguida acudió el interventor que pasaba por allí y nada más vernos saltó:
–¡Pero si estoy cansado de conocerles a ustedes del expreso Madrid-Vigo!, recorrido que en efecto frecuentábamos con cierta regularidad por vivir aún allí mi abuela y tías. Y por lo que se ve, la mejor garantía moral ante el propio certificado policial. Aún así, el encargado de las camas no quedó muy convencido.
Salimos tarde hacia Sevilla en el Express nocturno de la estación de Atocha –o así me pareció-. Papá quiso que tomásemos algo en el coche-restaurante antes de irnos a dormir. Y mira qué suerte tuvimos que ahí estaba también el torero Antonio Ordoñez con parte de su cuadrilla y nos unimos a ellos. Inesperadamente, también apareció el guitarrista de flamenco Luis Maravilla, solo, sin cantaores, y sin su compañero habitual, Pepe Mantas, que también iban camino de Sevilla. O escapando, a lo mejor por unas horas, de la bulla que armaban habitualmente en los Canasteros. Antonio Ordoñez, caballero andaluz y siempre galante con las mujeres –a pesar de mi corta edad- me prestó atención enseguida y, en cuanto supo que ésta era mi primera visita a Sevilla, no paró de halagar la ciudad y sus virtudes para hacerme aún más simpática mi estancia aderezando las explicaciones. Enseguida percibí que Lola estaba encantada de que la trataran como a una adulta y me gustó que no se achicara cuando el resto de los viajeros nos pidieron que nos sentáramos a su mesa –y por supuesto aceptamos-. Yo también estaba entusiasmado con mi chiquilla, y por lo mismo me percaté que uno de los jóvenes banderilleros no le quitaba la vista de encima. Dentro de su ingenuidad, realmente Lola era una joven atractiva y al ver cómo la observaba aquel torerillo pensé que quizá aparentaba más edad de la que tenía. En cuanto corrió el vino, hablamos de toros, de flamenco y flamencas y me hizo gracia ver que mi hija nos escuchaba con atención, como si entendiera de verdad, cuando yo pensaba que la conversación podría aburrirle. Pues no. De vez en cuando ella también opinaba y para mi sorpresa, sabía bastante, no solamente de toros y toreros, sino de flamencos y flamencas dejándome boquiabierto. Es cierto que yo ya la había llevado a ver a los Ordóñez y a los Bienvenida algunas tardes de toros y hasta a algún que otro tablao flamenco –que tanto nos gustaban a Lolita y a mí-. Incluso a los espectáculo de Lola Flores. Personajes que se fueron convirtiendo en la farándula de los años 80 con la movida y que a veces aparecían por casa, o por mi consulta, por motivos profesionales. Un ambiente que tampoco le era ajeno a Lola. Olvidado el mal rato que me hizo pasar el revisor, seguimos la charla entre más copas y tapas, aún cuando me dio pena ver a Lola esforzándose por mantenerse despierta para no perderse la conversación. Pero se espabiló en el rasgueo por bulerías de Luis Maravilla, que personalmente me chiflan, y mas sorprendido quedé aun, cuando Loliña le siguió con las palmas con ritmo y sentío. La juerga sorda, acallada por el meneo del tren y al amparo de los camareros que nos protegieron del escaso público que aún quedaba en el restaurante, continuó divertida sin que nadie nos interrumpiera y un par de horas después mi hija y yo nos levantamos para ir al departamento. Suponiendo que los demás continuaron allí mismo hasta llegar a Sevilla.
Rodeada de hombres, papá me observaba entre orgulloso y asombrado sin perder la sonrisa y ni mencionó –ni entonces ni nunca- el descaro con el que me miraba el dichoso banderillero. Algo que yo traté de disimular para no molestarle. El mozo debía estar pasado de copas y tampoco era el momento de pararle los pies, totalmente aclimatada como estaba a ese ambiente, preparándome para lo que me iba a encontrar en Sevilla. Y en cuanto caí rendida en la litera, dormí como un lirón –y de un tirón- hasta la estación de Santa Justa.
Estaba nublado en Madrid –muy soleado en Sevilla- cuando con paso rápido me había encaminado al seiscientos gris claro aparcado en Núñez de Balboa, cerca de mi casa para apenas tenerme que desplazar a mi consulta en Lagasca. Una profesión médica que hace años no ejerzo, pero que por aquel entonces también compartía con otros colegas en una consulta próxima a los Estudios Sevilla Films, en Chamartín. Allí donde se filmaron grandes producciones internacionales y algunas películas de Samuel Bronston que pasarían a la posteridad como las primeras producciones monumentales filmadas en España. De ahí vino el trato posterior con actores y artistas ingleses y americanos que se fueron haciendo internacionalmente famosos por detrás del conocimiento general de que éste provenía de España. Y no digamos ya de los chicos de la prensa que en los años 60 eran puros ignorantes de lo que ocurría ante ellos. Directores de cine como David Lean, amigo ya antes de que dirigiera Lawrence de Arabia, Billy Wilder, durante años vecino del Barrio Chamberí, sin que nadie lo supiera, o Nicholas Ray, famoso por haber dirigido Johnny Guitar y otras tantas películas en España disfrutaron del anonimato entre nosotros encubiertos en su escogida reclusión para saborear mejor los frutos en Hollywood después. Aquella España es diferente de Manuel Fraga, como ministro de Información y Turismo, tan distinta, es verdad, a la de las Torres Kio, la Estación de Chamartin, el excesivo transporte actual y los atascos de tráfico que apenas conocíamos. Aunque cada cosa y cada tiempo tenga su encanto. Los gustos, las costumbres, la forma de ser, y de dejarte ser por parte de las autoridades resultaba anómala hasta para quienes teníamos que padecerla sin rechistar. Transigíamos porque nos podían las ganas de tirar para adelante y de disfrutar de otras muchas ventajas de ese subdesarrollo con pretensiones que en realidad solo encubría los rescoldos amargos de las guerras recientes. Todo estaba (o parecía estar) controlado, y con la excesiva censura, muy pocas cosas abiertamente permitidas, aún cuando nos hacían creer que, afectivamente, podíamos hacer lo que quisiéramos. Por encima de eso –ojo y esto era crucial- teníamos la suerte de ser españoles. De convertirnos nada menos que en la reserva espiritual de Occidente, al punto de que nuestros niños rezaban por la conversión de Rusia. Unas creencias politizadas que jamás quise transmitir a mi hija Lola. Y ya puedo afirmar, mientras viajo hoy en el AVE, igualmente a Sevilla muchos años después, que tampoco le hicieron mella en su comportamiento de adulta. Qué mala publicidad desperdiciada en sandeces… Hum, ¡aquel país, válgame Dios!, con sus cosas buenas, con sus cosas malas. Así todo y digan lo que digan ahora los cuarentones, yo nunca dejé de hacer lo que me dio la gana, ni entonces, ni ahora ni jamás: siempre y cuando fuera discretamente, o en privado. La bambolla solo les estaba permitida a los franquistas. Y a los curas, claro. Seguro que tampoco yo era el único que iba por libre, ¡qué va! Con o sin represión política, cada cual hacía lo que podía con su vida, aunque tuvieran que deambular al amanecer al paso lento de los afiladores, o los traperos con sus carros de maderas desvencijadas tirados por mulas famélicas, creyéndonos protegidos por la sacrosanta institución del sereno. Esos hombres campechanos de gorra y cachiporra de mil usos repartidos por manzanas y manzanas de edificios que unían a Madrid entero, para abrirte con familiaridad la puerta de tu propia casa, como si su selecta y exclusiva función les permitiera comportarse igual que si fuera la suya. Al cerrarse los portales a las diez de la noche, no había más remedio que recurrir a él.
–¡Sereno!
–¡Va!, contestaba con un marcado acento gallego (o asturiano, pues de ahí venían los que ejercían en la capital).
Otro sutil controlador de la moral franquista que, sinceramente dudo mucho fuera capaz de soplarle a la policía qué hacían los del 3º del número 10 cuando llegaban a casa a las 5 de la mañana. O a qué tantas de la noche aparecía el marido del principal del número 12. Aún cuando sí llevaran su peculiar control vecinal en petit comité y estuvieran al tanto de los típicos chismorreos de poca monta compartidos con el portero de día.
Una normativa internacional de los años 60 obligaba a tratar la cuestión de seguros médicos de los actores principales como una obligación primordial para evitar sorpresas desagradables, o costosos parones de rodajes. Por eso las productoras debían asegurarse de que su mayor inversión –léase el elenco de sus actores y actrices internacionales- no suspenderían por motivos de salud los rodajes. Normalmente se filmaban los exteriores en las afueras de Madrid, realmente lo único que se rodaba en los estudios eran los interiores y en el caso concreto de Lawrence de Arabia, ya todos sabemos que se utilizó el desierto de Almería, y los Alcázares de Sevilla para ese propósito. Aparte de las magníficas instalaciones de Samuel Bronston en un descampado de Torrelodones, próximo al Casino, donde se rodó Los 55 Días de Pekín. En cualquier caso, siempre resultaba más fácil que me desplazara yo a ver a cinco actores o pacientes de una vez, que ellos lo hicieran de uno en uno en mi consulta madrileña.
En Sevilla nos esperaba Rafael, el ayudante de papá, para relevarle en sus atenciones conmigo mientras él hacia los chequeos de esos actores desconocidos en alguna clínica sevillana. Desde que era muy niña, a mí me gustaba que Lola me acompañara a algunas visitas profesionales, siempre que pudiera llevarla. Y los asuntos de la productora, si no era por culpa de algún borracho noctámbulo (que también los hubo y frecuentes), eran bastante más divertidos que las consultas en el hospital de la Cruz Roja, a las que ella nunca se negaba a ir, pobrecilla, aunque desde bien pequeña le hiciera presenciar escenas desagradables discretamente sentada en una sillita medio escondida junto a la monjita de toca airosa, como testigo inocente de la debilidad de mis pacientes. Ni yo mismo apreciaba entonces mi deseo de que palpase de cerca estas escenas sórdidas de la vida que algún día –pensaba- quizá podría ella padecer inevitablemente. Esa cruda realidad que de algún modo yo deseaba que Lola fuera asimilando en la infancia y a su manera para que no le pillara de sorpresa en la edad adulta. Ella era tan joven aún que ni imaginaba, sin embargo, cómo llegaría a envolverle el mundo mágico de la gran pantalla, –no el de la medicina que yo esperaba- y ni papá ni Lola pensaron nunca que la hija del Dr. Moreira sería una excepción. Aunque mi hija conocía mi colaboración con varias productoras extranjeras, nunca me pidió que le presentara a los artistas, pero en ese día concreto en Sevilla, era importante para mí que aprovechásemos para estar a solas. Para divertirnos, claro, pero también para que nos fuéramos conociendo mejor, –y que la experiencia nos ayudara a seguir creciendo juntos–.
Rafa subió de dos en dos con asombrosa agilidad los escalones majestuosos del Alfonso XIII, obligándome a hacer lo mismo. Por el camino me advirtió severo:
–No se te ocurra confundir a un actor egipcio con un árabe, refiriéndose a Omar Sharif, –le sentaría fatal.
Como si a mi edad pudiera diferenciarlo, sin siquiera imaginar que estábamos a punto de despertarlo a las 12 del mediodía. En un instante, entramos en la suite del actor en el primer piso totalmente a oscuras y al descorrer las cortinas herméticamente echadas, me encontré con aquella maravilla de la naturaleza –árabe o egipcia, me daba igual- al que despertamos de un tirón. Presenciar el asombro con que esa belleza desamparada abría sus inolvidables ojos verdes ha quedado fija en mi retina y aún me impresiona, quedando marcado como el día en el que, además, descubría sin previa advertencia qué se sentía como mujer ante un hombre despampanante. Otra nueva y agradable lección de la vida que hoy, a punto de ser abuela y esperando en la estación de Santa Justa a que papá llegue en el AVE para conocer a su bisnieto, siempre agradeceré. Alelado y desvalido, ese Omar Sharif recién despertado en uno de los hoteles más lujosos del mundo, solo y lejos de cualquier realidad, con la única compañía de un médico español recién conocido, sufriendo las magulladuras de la paliza propiciada por un tal Anthony Quinn durante uno de los rodajes, a mis 14 años me hizo sentir que el galán de los galanes en los años venideros estaba sin embargo abandonado a nuestra merced. Un extraño privilegio que cuento por primera vez en mi vida. Quinn, que también hacía de árabe (malo) y al que por exigencias del guión tenía que arrebatarle a Omar su caballo en pleno desierto, en el forcejeo le había atizado de verdad ante las cámaras en unas escenas que reconocí perfectamente cuando meses después el director David Lean nos envío las entradas para el estreno en un cine de la Gran Vía y rememoré con nostalgia aquél fin de semana inolvidable en Sevilla.
Al aperitivo del Alfonso XIII se nos unió papa, que llegó encantado con ese muchacho irlandés –Peter O´Toole, le corregí yo- ese es, en efecto, afirmó:
–Un estupendo actor de escuela shakesperiana. Apenas me ha dejado reconocerle por lo divertido que resultaba escucharle. En menos de media hora ya me había recitado los mejores pasajes de King Lear en todos los acentos británicos imaginables. Y además está como un toro de sano.
Quizá por congraciarse con este médico bilingüe que había tenido la amabilidad de ir hasta Sevilla para reconocer a todos los actores de una vez, muy atento y reposado, Alec Guiness también se sumó al cortejo, con su copita de jerez en ristre. El único de ellos que al ver mi interés por el mundo del cine nos invitó a presenciar el rodaje del día siguiente en los Reales Alcázares. Toda una experiencia inolvidable porque aquellas escenas de jeques árabes departiendo con los gobernantes británicos, con Peter O´Toole haciendo de intérprete, eran tan mayestáticas en el escenario sevillano de los años 1960, como en el ambiente árabe auténtico en su día.
–Pero qué hace usted doctor, no es necesario que me enseñe ningún certificado que pruebe que usted es el padre de Dolores Moreira. Puede que no me haya reconocido, pero yo sí que lo reconocí a usted. ¿Y su esposa no viene hoy?
Fue mi hija la que contestó, quizá para evitar la incómoda situación del viaje de ida:
–Mamá se ha quedado en Madrid, tiene muchas cosas que hacer.
–Que tengan un buen viaje y hasta la próxima.
Al poco rato de empezar la lectura, con el vaivén y el traqueteo del tren y a pesar del ruido de las ruedas sobre los raíles y el silbar de la locomotora, sin ningún respeto por el descanso de los pasajeros, caí profundamente dormido. El anuncio de la llegada a Ciudad Real me descolocó en el tiempo al arrancarme bruscamente mis recuerdos cuando no llevaba ni una hora de viaje y ya estábamos en La Mancha. Entonces caí en la cuenta de que soñaba con otro viaje muy diferente a Sevilla y me encaminé al bar a tomar una copa para despejarme sin tener que agarrarme a ninguna barandilla para no perder el equilibrio. Este AVE, frente al tren de mis sueños, pareciese que estaba quieto, cuando la pantalla de plasma de información del vagón marcaba 280 kilómetros por hora. Con mi güisqui en las rocas en la mano, y el prohibido tabaco en la boca sin encender, escuchando el Aleluya de Haendel en el Ipod, mi vista se posaba en el llamativo paisaje. Atravesamos campos olivareros, serranías, viñedos y valles escarpados, mientras el AVE seguía apenas sin moverse. Una sensación difícil de describir cuando esa quietud me dejaba con la sensación de irme deslizando por una pista de patinaje. Por contraste, de vez en vez aparecía un tractor entre los cultivos, o la cosechadora que se utilizaba con las bestias de carga en tiempos pasados. Al ver una carreta de gitanos de lo más faranduleros a través de la ventanilla, rememoré la observación de mi Lola adolescente poco antes de llegar a Sevilla en aquél inolvidable Express:
–Pero mira, papá, si llevan un mono, y un oso.
Igual que no hace tantos años los podías ver actuando en la plaza Mayor de Madrid con carromato y todo.
¿A quien se parecerá mi bisnieto?
Patricia Martínez de Vicente es antropóloga social y autora de La clave Embassy y Rogelio Gil Cerqueira es economista y escritor, autor de novelas como El premio, Los deformados y Después de las alfombras