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AcordeónA través de los Balcanes

A través de los Balcanes

Zeljka –que significa deseo en español– tiene 27 años, dos hijos pequeños y un marido. Vive en una aldea (si es que así puede llamarse a un conjunto de cinco o seis casas) a unos 8 kilómetros de Nevesinje, en la zona sur de República Srpska (Bosnia-Herzegovina). Es una chica normal de su edad. “¿Qué música os gusta?”, nos pregunta a mi compañera y a mí. “A mí me encantan Shakira y Rihanna”. Vive encerrada entre cuatro paredes, sin teléfono, ni internet, ni apenas conexión con el mundo exterior. “Mis padres viven en Nevesinje, y ahí sí hay línea”. Eso sí, unas paredes que ya quisiera una princesa. “¿Ves esa montaña? En lo alto hay una piedra. Mi marido a veces sube y dice que desde ahí puede ver todo. He visto fotos en su teléfono móvil”.

 

El marido de Zeljka es militar. Pronto será destinado a Afganistán. Cuando vuelva, tendrá unas largas vacaciones, y ella ya sabe a dónde van a ir. “He visto fotos de Madrid en los catálogos y estoy deseando visitar la ciudad. ¿De dónde sois vosotras?”. Cuando le contestamos que de Barcelona y de Galicia no parece interesarle mucho.

 

Zeljka recuerda la guerra. Era sólo una niña cuando empezó, pero una cosa así no se olvida nunca. Precisamente a Nevesinje escaparon las familias serbias de la zona de Mostar en 1992, cuando se  vieron asediados por sus hasta entonces vecinos croatas. Unos, a un lado de la montaña; otros, al otro lado; y los bosnios musulmanes en el medio. Al finalizar la guerra, algunas familias intentaron volver a sus casas, pero otras se establecieron definitivamente en República Srpska –constituida oficialmente como tal tras los acuerdos de Dayton de 1995, que pusieron fin al conflicto–.

 

Una de esas familias fue la de su marido. “Su hermano mayor murió en la guerra”, dice mostrando una foto en blanco y negro de un chiquillo vestido de militar. “Mi marido trabaja ahora en el ejército con croatas y musulmanes, y es muy duro, porque no puede dejar de pensar en que esa gente mató a su hermano”, nos cuenta desde su salón presidido por la foto de dos santos ortodoxos y un crucifijo. 

 

Sin embargo, Zeljka tiene una mente muy abierta para vivir en un sitio tan pequeño. “Yo creo que debemos educar a nuestros hijos para que algo así no suceda otra vez. Hay gente que les inculca odio, o que no quiere hablar contigo por tu origen”. “Entonces, ¿hay tensión?”. “No, no… pero por ejemplo, ¿ves esa casa? Son musulmanes. Nunca hablan conmigo, y si les digo algo, me miran raro”. No sé si Zeljka dice la verdad o no, pero es evidente que aún quedan asperezas que limar. 

 

Rufedja Buhic nació en Bratunac, al este de la actual República Srpska, en 1941. Se casó y tuvo un hijo, Razim. Su marido fue asesinado poco después del comienzo de la guerra y ella, en un intento por mantener lo que quedaba de su familia, huyó a Srebrenica en 1991. Razim tenía entonces 12 años. Allí se refugiaron durante los cuatro siguientes.

 

En julio de 1995, los ataques comenzaron en la zona con el avance de las fuerzas de la República Srbska. El entonces niño tenía ya 17 años y estaba metido en el ejército. Había que escapar. Por eso, le dijo a su madre que huyese a Potocari junto al resto del pueblo. Rufedja le hizo caso, pero a mitad de camino cambió de opinión. “Sólo lo tenía a él”. Finalmente, Razim convenció a su madre, la besó por última vez y le dijo que estuviese tranquila, que escaparía junto a sus compañeros a través del bosque.

 

Rufedja estuvo en Potocari dos o tres días antes de ser evacuada a zona libre. Asegura que allí pudo ver con sus propios ojos cómo los cascos azules holandeses, en teoría al cargo de la seguridad de Srebrenica (una de las zonas protegidas de la ONU), ofrecieron sus ropas a las tropas serbias. También fue testigo de la separación entre las mujeres y niños, que subieron a los camiones para ser evacuados; y los hombres, a los que encerraron en la antigua fábrica. Hombres que ahora descansan en el cementerio de Potocari, situado ahí con intención: el lugar donde empezó todo.

 

Estaba asustada. No sabía a dónde la llevaban ni dónde estaba su hijo. Un año después, su sobrina le dijo que había visto cómo detenían a Razim. Uno de los pocos afortunados que escapó de los fusilamientos confirmó haberlo visto bajar de un camión lleno de sangre. Lo habían golpeado justo antes de pegarle un tiro. 

 

Rufedja perdió la esperanza de volver a verlo. Ni siquiera los encargados de la identificación de los restos encontrados en las fosas comunes le daban una respuesta. Pero hace dos meses, tras sufrir un derrame cerebral, decidió volver a preguntar. No quería morirse sin saber dónde estaba su niño.

 

Parte de los huesos de Razim aparecieron en dos fosas distintas. Su madre lo reconoció por el chándal que llevaba y el ADN lo confirmaba. Pero no encontraron el cuerpo entero. “Yo lo había traído al mundo con pies, manos, y cabeza… pero lo vamos a enterrar así, y Dios le va a dar de nuevo sus pies, sus manos y su cabeza, y a los que han hecho esto, les dará su merecido”.

 

Rufedja enterró a Razim el pasado 11 de julio en el cementerio de Potocari junto a otros 519 cuerpos. Ya han sido enterradas cerca de cinco mil víctimas, pero aún quedan muchos restos por identificar que, como los de Razim, han sido diseminados en distintas fosas comunes en un intento de los serbios por no ser descubiertos.

 

Bajo las notas de Srebrenica Inferno, cantada con una voz angelical, miles de familias lloran ante las tumbas de sus seres queridos. Acarician sus féretros y llevan cosas que les recuerden a ellos. Toda una mañana que se resume en 10 o 15 minutos, el tiempo que tarda la cadena humana en llevar los cuerpos a sus correspondientes tumbas y empezar a cubrirlos con tierra. 520 palas que crean una nube de polvo que parece transformarse en una cortina frente a la realidad. ¿De verdad he sido testigo del entierro de 520 personas asesinadas hace 17 años?

 

Al día siguiente, los serbios de Srebrenica reivindican sus propios muertos. Aunque sus cifras son más discretas, ellos también los tienen. En algunas aldeas de 40 habitantes, más de 30 personas fueron asesinadas. De hecho, hay quien asegura que la matanza más tarde desencadenada contra los musulmanes tiene su origen en las matanzas y maltratos a los que fueron sometidos los serbios de la zona en 1992 por las tropas de Naser Oric, al mando del Ejército de la República de Bosnia-Herzegovina en la zona, y que abandonaría el barco ante la contraofensiva de las fuerzas del general serbobosnio Ratko Mladic en 1995.

 

Su memorial nada tiene que ver con el de Potocari. Apenas 50 personas rezan alrededor de un par de tumbas con varias fotografías que resaltan sobre el resto del cementerio, en un enclave todavía minado desde la guerra donde no se recomienda poner un pie más allá del camino trazado.

 

“Lo de Srebrenica no fue un genocidio, porque no murieron mujeres ni niños”, afirma convencido un general, excomandante de aviación durante la guerra y –asegura– amigo de la infancia de Mladic. Lo dice estirado y muy serio, escondido tras sus gafas de cristales oscuros y ofreciendo una imagen más política y más distante de la que la gente nos había mostrado hasta ahora. Este es el máximo reconocimiento que los presentes dan a la masacre de sus vecinos musulmanes. Se quejan además de la falta de información internacional y de la toma de postura europea –y mundial– a favor del pueblo bosnio musulmán y en contra de los serbobosnios.

 

Precisamente ese mismo día 12 de julio en el que los serbobosnios recordaban a sus víctimas, se retomaba –y suspendía de nuevo por “motivos de salud”– el juicio iniciado en abril contra del Mladic por crímenes de guerra y el genocidio de Srebrenica.

Bosnia sigue sonando a guerra en España. Quizá por la implicación de nuestras tropas en 1995. Quizá por el desconocimiento total de esta parte del mundo: los Balcanes.

 

Lo cierto es que es obvio que la guerra se sigue respirando en cada pueblo o ciudad del país –¿cómo olvidarla?–, pero no de una forma peligrosa o amenazante. Late entre tinieblas y de vez en cuando se deja ver en pequeños detalles como estos. La comunidad internacional está convencida de que la solución pasa por una reforma constitucional que mejore las condiciones de las minorías. La situación política, con tres representantes de las tres etnias intercambiándose en el poder, es inestable. ¿Pero cómo incluir a todos? 

 

El reparto de poder se basa en unas entidades territoriales (Federación de Bosnia-Herzegovina y República Srpska) según se constituían en 1995 –año del Acuerdo de Dayton–, pero en Bosnia-Herzegovina no se realiza un censo de la población desde 1991, es decir, desde antes de la guerra. Esto no hace más que complicar las cosas para las minorías croatas, serbias y musulmanes que viven en los distintos territorios a la hora de votar. Por ejemplo, un bosniocroata en zona serbia no podría presentarse nunca a las elecciones en su territorio.

 

La Unión Europea insiste en la necesidad de reforma para avanzar hacia la adhesión, pero mientras Croacia entrará a formar parte de la UE el 1 de julio de 2013 y Serbia ya ha cumplido sus requisitos (la captura de Mladic, principalmente), Bosnia-Herzegovina tiene aún un largo camino por delante a nivel político y social, de infraestructuras, económico… Muchos de sus ciudadanos aseguran que la entrada de Croacia en la Unión no hará más que perjudicarles, sobre todo en el aspecto económico, pues las diferencias entre unos y otros será aún mayor. Los próximos pasos serán decisivos en la historia del país y podrían incluso determinar su adhesión o su completa desintegración.

 

Sin embargo, y a pesar de sus hoy todavía distantes convicciones, la gente de Bosnia-Herzegovina no tiene miedo a abrir las puertas de sus casas a desconocidos. Con más signos que palabras te ofrecen agua y sombra para escapar de los 46 grados de Mostar o los 39 de Ravno, cerca de Trebinje, en la zona de la Federación de Bosnia y Herzegovina. Dobro (bien) y Hvala (gracias) es todo lo que se entiende mientras intentan explicarte su historia y te ofrecen comida entre sonrisas al enterarse de que eres de España. Está claro que las tropas dejaron un buen recuerdo a todos.

 

También los hay que se identifican con España por motivos políticos. “¡España! ¡Cataluña, País Vasco! Somos igual que vosotros”. Es obvio su desconocimiento profundo de la situación española, pero ellos se aferran a los movimientos independentistas de nuestro país para justificar los suyos propios, como un joven que me encontré en las cuevas de Vjetrenice, un pueblo de la Federación. “Nosotros no somos Bosnia, somos otro país. No os equivoquéis, esto es Herzegovina. ¿Habéis estado en Dubrovnik? Tenemos la playa a sólo media hora. Es precioso”,  aseguraba convencido frente a una de las vistas más increíbles que te puedes encontrar en el país –Bosnia-Herzegovina, que no Croacia–: el Valle de la Muerte. 

 

Un lugar maravilloso que nada hace pensar lo que esconde. Kilómetros de tierra fértil rodeadas de serpientes y minas. De hecho, es una de las zonas más minadas en la actualidad.

 

Los carteles rojos con el símbolo de la calavera alertan de lo que aún queda. Igual que las fachadas ametralladas que aún permanecen en ciudades importantes como Sarajevo o Mostar, o los pueblos completamente derruidos donde sólo una casa se mantiene en pie, o los kilómetros de carretera donde se suceden paredes de ladrillo sin revestir y hogares a medio reconstruir… Han pasado ya 20 años desde el inicio de la guerra y 17 de su final, pero la huella es evidente. Su gente, no quiere olvidar, pero no recuerda tampoco con rencor, sólo quiere evitar que vuelva a suceder. Como reza una piedra a los pies del famoso Stari Most –puente viejo– de Mostar: Don’t Forget 1993. Amén.

 

 

 

Patricia Alonso es periodista. En FronteraD ha publicado Trece años de despedidas. En Srebrenica no hay olvido  

 

 

 

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