Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Frontera DigitalA través de sus ojos

A través de sus ojos



JON WARREN

Dedicado a todos ellos. Un sueño… una historia… UNA REALIDAD.

No sabía cuánto tiempo llevaba durmiendo, soñando, inquieto por sonidos extraños que le llegaban a sus oídos de manera extraña, llantos secos y olor a miedo. Sentía un dolor en el estómago que le hacía a veces retorcerse, emitir sonidos siniestros a sabiendas que nadie acudiría a calmar su angustia. No recordaba cuando nació, ni tenía noción del tiempo. A veces cuando abría sus ojos, todo estaba oscuro y otras yacía frente a una luz intensa que le abrasaba la cara. No sabía reír, cantar, estar alegre… su mundo era el momento. La llama de la vida, el suspiro que en ocasiones abrasaba sus pulmones. En otras ocasiones sentía mucha debilidad, incluso mover un músculo de su cuerpo resultaba un tormento agotador, infernal, que se hundía entre sus penas y ese sufrimiento constante que te hace volverte loco y que no sabes distinguir la realidad de ese otro mundo imaginativo lleno de colores vivos y pasión.

Miró a su alrededor sin ganas, como un reflejo de cristal, cansado solo por el esfuerzo de pensarlo, agotando la poca energía que aún guardaba como paño en oro en su pequeño motor de la vida.

Seguía junto a un cuerpo arrugado, seco, sin sudor. Una piel muerta como la corteza de un árbol caído al ser talado y expuesto al sol ante esos rayos vengativos y abrasadores de esperanzas.

Pero sí, sentía el latir de un corazón lento que no era el suyo. Un palpitar que transmitía cansancio, agotamiento, resignación y olvido. Aún así, también sentía mucho amor y ternura para él, algo que le confundía y a su vez le transmitía paz.

De cuando en cuando, unos dedos delgados y finos, se introducían en su boca y chupaba absorbiendo esa agua amarga que le daban como única esperanza a la vida.

Escuchaba. Sus oídos aún no se habían cerrado y percibía una alegría inusual en la gente que creía mayor y que se encontraba a su alrededor. A través de sus ojos, con la retina debilitada, percibía a otros niños más mayores que habían sobrevivido a un viaje sin retorno y que hablaban de un mundo extraño, donde no existía violencia o muerte, ni hambre ni sed, ni guerras sin sentido… un mundo feliz, donde los niños podían jugar a ser futbolistas, a poder asistir a unas reuniones donde les enseñaban la manera de subsistir en una selva de cemento y humos, pero donde existía posibilidad de respirar y dormir sin sobresaltos, miedos o pesadillas. Un mundo donde brotaba la ilusión, una oportunidad a la alegría y donde morir de hambre con tripitas hinchadas, desnutridos, comidos por moscas carnívoras que transmitían enfermedades mortales, estaba en el olvido, no existía, desterrado en el limbo de las injusticias.

A veces le costaba abrir los ojos pegados sus párpados en la piel por las lágrimas secas que se evaporaban por el intenso calor y donde las moscas curiosas, se paseaban con soltura sin sentir el más mínimo hormigueo. En su boca, la humedad de la saliva, hacía tiempo que no tenía. Su cuerpo estaba preocupado en resistir otros grandes males que le amenazaban y había cerrado muchas funciones para poder sobrevivir.

¿Cómo serían los niños de otros países? Había escuchado a su madre que en lejanas tierras, se podía conquistar el paraíso, que sólo había que tener decisión y valor para cruzar el desierto y las selvas con innumerables peligros y después llegar a la orilla del agua donde en el horizonte podía verse un segundo mundo lleno de riquezas, un paraíso donde los niños eran felices, comían todos los días. Historias de cuentos que se cruzaban por nuestra aldea cada vez que alguien llegaba contando las maravillas de otras gentes y cómo vivían cómodamente en casas colmenas, con muchos objetos. También contaban otras historias menos creíbles como el apretar un botón y salir agua de la pared, o luz del techo, o calor de muebles pegados en la pared. Que las mujeres no tenían que andar kilómetros con sus hijos en las espaldas para llevar leña y calor a sus rincones.

Él pensaba que eran cuentos de brujos, de chamanes que con las palabras, hacían juegos en el aire y después las cambiaban para moldear las visiones que veían en sus trances frecuentes.

Pero allí, donde nació, solo ha conocido la angustia, el dolor y no sabe por qué razón. Por mucho que piensa no conoce que haya hecho mal a nadie y menos recuerda el haber tenido relación con otros niños que les haya podido sentar mal algunos de sus gestos. ¿Hablar? No sabe lo que es, no se ha escuchado a sí mismo, ningún sonido que pudiera relacionarlo o no sabía, o no podía… Para qué. Su mundo era negro y así quedaría siempre hasta que viajara al infinito, a lo más alto del olvido.

Recuerda que un día le dejaron en el suelo junto al fuego. Hacía frío. Pero casi no sentía nada. Solo como siempre, algo para poder chupar y llevarse a la boca. Era su única obsesión. Pero escuchó la voz de la que siempre estaba con él, decir algo de viajar, de caminar muchas lunas y que no importaba que la muerte llegara antes, cuando de todas formas ya nos estaba rozando. Claro, no entendía, pero al poco tiempo le envolvieron en un trapo y comenzó este largo suplicio del que aún no ha salido.

El frío y el calor intenso eran una constante. Casi nunca se descansaba en refugios con techo. Por lo que pudo intuir, eran un grupo de personas. No sabía cuántas, pero el peregrinar hacia la tierra prometida había calado hondo en el poblado y los cuentos traídos por viajeros y chamanes, se habían convertido en realidad. Casi todos los días escuchaba plegarias y lamentos fúnebres. El camino por el cual se dejaban huellas de pies desnudos, también se sembraban de tumbas. Al principio se cantaba casi todo el día, pero después, según pasaban los días y las azadas de la muerte cavaban la tierra seca, las voces fueron difuminándose en el olvido, para dar paso a los suspiros, las toses fuertes y el mudo silencio roto por el llanto.

Los días se hicieron interminables y las noches frías y angustiosas, sin saber si al despertar el viaje habría terminado por la cantidad de peligros infinitos que acechaban la ya devastada caravana de la esperanza.

De los pocos momentos en que podía abrir ligeramente los ojos, vio en ocasiones horrores inconfesables, donde la maldad de nuestra propia especie se ensaña en lo más profundo del animalismo bárbaro. Los horrores de este continente a pesar de ser el más rico en recursos naturales que cualquier otro, el ser humano lo degrada, hundiendo la dignidad de todos los seres vivos. En una ocasión tras atravesar un campo de minas y donde  un niño y una mujer cayeron al suelo mutilados, terminando para ellos este viaje, comprendió como había sido una inconsciencia del llamado Dios, el crear un ser tan destructor y con tan poca sensibilidad para apreciar lo más hermoso: la propia existencia de la vida. Pero por cada paso que daban, se encontraban con hechos que superaban a los anteriores. Según se acercaban a una aldea, escucharon gritos y lamentos. Por precaución la pequeña comitiva que aún quedaba, paró entre la maleza selvática y pudieron ver como de manera desgarradora e infame, estaban violando a mujeres y niñas sin pudor y sin caridad por parte de un grupo armado con armas y machetes. Los hombres eran colocados de rodillas, les ponían sus manos en un tronco de árbol y con un machete se las mutilaban, dándoles después una patada y escupiéndoles a la cara. Los que se resistían los asesinaban con un tiro en la cabeza.

¿Era mejor tener cerrados los ojos como él hacía en este viaje sin retorno? A veces deseaba no haber emprendido los largos días y noches de frío y sed. Otras, sabía que era la única esperanza de encontrar una luz en sus maltrechas vidas, un oasis de esperanza, un camino para poder al menos sonreír y tocar durante unos segundos la felicidad que le había sido denegada a él y a  lo que quedaba de su familia.

Pero lo que había podido sentir en aquel instante en que los niños lloraban y las mujeres gritaban de dolor ante el acoso de la brutalidad inhumana de otros humanos, mientras permanecían en silencio escondidos y sin moverse, llenos de miedo y angustia; no existía pensamiento ni palabras para describirlo. Su mente quería quedarse en blanco, sin que los ruidos externos entorpecieran su reposo. Pero esos ruidos penetraban intensamente no solo en el cerebro, sino en el propio corazón, donde en su interior la sensibilidad y todas las virtudes son débiles, compasivas, llenas de pasión y amor, aunque otros corazones fueran lo contrario.

El tiempo quedo quieto, parado, uniforme, en silencio, roto solo por la caída de una lluvia suave que iba calando hasta en los huesos, dando paso al poco tiempo a una tormenta tropical, donde comenzaban a resurgir por todos los recodos de la selva, pequeños ríos que arrastraban toda clase de naturaleza muerta, dejando claros abiertos de barro rojo, de lodos que lloraban la muerte en la que hacía unos instantes habían sido testigos mudos de un crimen contra la humanidad.

Se levantaron, salieron de la espesura empapados, tiritando, temiendo que aún quedara alguien armado escondido entre las pocas chozas del poblado. Aunque la lluvia impedía ver con claridad, al menos sentía un frescor que aliviaba la espera tensa. Notó el corazón de su madre como latía con fuerza y sentía como cerraba los ojos cuando pasaban por encima de cadáveres como si fueran troncos de árboles  talados de vida cubiertos con sábanas de barro mortuorias. Había comida, refugio, pero pasaron de largo huyendo de la masacre y temiendo que pudieran volver los ejecutores de una carnicería que no tenía nombre. Solo la bestialidad animal más profunda podría haber hecho semejante sangría. Se internaron nuevamente en la selva sin saber dónde poner sus pies desnudos, con el peligro de pisar serpientes o astillas que les hirieran y fuera el objeto del fin de su viaje. La infección de una herida podría finalizar el sueño de su vida, esa luz de esperanza que se atisba tras cruzar un charco grande en barcas adecuadas. Ya quedaba poco. La lluvia impedía cada vez más continuar y se acurrucaron bajo un árbol. Los más fuertes del grupo arrancaron las hojas más grandes que encontraban, ramas enteras. El fin era triple. Por un lado ponerlas en el suelo para evitar el contacto con el lodo y proteger si cabe el asentamiento provisional. Después comenzaron a poner numerosas ramas tupidas encima  de los que ya descansábamos bajo el árbol evitando de esta forma que la lluvia nos siguiera golpeando y finalmente escondernos, camuflarnos en la espesura ante la eventual posibilidad de que fuéramos descubiertos.

La noche fue horrible. Todos apretados, cansados, entumecidos… el sol le pegó de golpe en los ojos y los abrió débilmente. Seguían allí, sin casi respirar, intentando escuchar algo anormal, ruidos sordos, tosidos, rotura de ramas, chasquidos en el agua… nada. Se decidió levantar el “campamento” y como un grupo de silenciosos chimpancés, emprendieron en sigilo la marcha.

El agotamiento se acentuaba a cada hora. Los días pasaban y algunos más habían quedado en el camino exhaustos, rendidos. Solo los más fuertes en el corazón y en sus músculos, llegaron a la orilla de un gran lago, donde muchas otras personas esperaban mirando al horizonte, soñando con alcanzar la ansiada tierra prometida.

Pero aquí, tras quedar en el camino amigos y familiares, había que salvar otro grave problema sin el cual, jamás llegarían a alcanzar su objetivo. Necesitaban una barca para poder llegar al otro lado, un patrón que supiera el rumbo y les dejara en la otra orilla, donde no existía hambre, donde los niños reían y jugaban con artilugios maravillosos, donde se juntaban para aprender cosas nuevas y donde sus padres traían a casa todo lo necesario para vivir y ser feliz. Atrás había quedado la desesperación, el horror, la muerte, el no ser nada, menos que el polvo del desierto. Ahí estaba, la esperanza, pero tenían que buscar una barca que los llevara como fuera. Muchos se agolpaban con la misma ilusión y todos querían lo mismo. ¿Cómo conseguirlo?

Su madre no le dejaba ni un momento. Ante la multitud, temía una separación fortuita y había conseguido llegar para salvarle, no para perderle. Pero no sentía nada. Su paladar estaba seco, su saliva hacía días que había desaparecido y las moscas se pegaban buenos festines en los pellejos de sus labios y párpados. Ya no las sentía. Eran parte de su ser.

No sé cómo lo consiguieron. Pasó  un tiempo donde perdió todos los sentidos, como si se hubiera dormido. Al despertar sintió una sensación casi olvidada. Su piel acartonada se humedecía a cada movimiento brusco. Era una sensación agradable, refrescante. El sabor del agua era diferente, amargo, tirando a salado. Ya no estaba en brazos de nadie.

Estaba echado sobre ropas también húmedas, frías. Nadie le miraba, solo unas pocas personas parecían luchar con las aguas para evitar volcar. Miró a un lado y conmovido, vio el rostro de su madre con los ojos abiertos, quieta, fría, rígida. Casi el agua le cubría entera. ¿Era esa la muerte? Su cuerpo tembló de miedo, de oscuridad, lamentos y dolor. No pudo más. Cerró de nuevo los ojos y de ellos brotó una única lágrima que pudo destilar en su extrema amargura.

De pronto los abrió. Su cuerpo parecía elevarse. Una sensación única le hizo mirar hacia abajo y allí estaba la barca, con personas remando y numerosos cuerpos arrinconados en lo hondo y entre ellos… sí, entre ellos había niños, uno era él ¿Por qué se reconocía así mismo?… ¿pero entonces? No sentía hambre, ni sed, tenía fuerzas…era la felicidad… sí, esa que su madre y él habían pasado calamidades para conseguirlo… era cierto. Existía un mundo mejor. Se encontraba feliz. Al mirar de nuevo a lo alto, vio a su madre que le deba la mano, que sonreía… y estaba preciosa, muy guapa… con esos ojos que siempre había querido… y también reía, si, reía… que sensación más extraña y conmovedora. Que felicidad.

Cogió la mano de su madre y juntos marcharon a ese otro lado del que tanto les habían hablado.

 

Más del autor