Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
ArpaA treinta kilómetros de Nick Drake

A treinta kilómetros de Nick Drake

 

Hace unos años, mirando –o espiando- a través de Google Maps, descubrí que Tanworth-in-Arden, el pueblo inglés donde vivía la familia de Nick Drake, y donde el músico pasó los dos últimos años de su vida (y donde se suicidó en una madrugada de noviembre de 1974), está muy cerca de Birmingham en dirección sur, a no más de treinta kilómetros. Y entonces caí en la cuenta de que yo había residido muy cerca de allí en los veranos de 1972 y 1973, pues un amigo mío, Allan Baker, vivía en el sur de Birmingham, más en concreto en el barrio de King’s Heath. Es curioso, pero después de años y años de buscar información sobre Nick Drake, nunca había llegado a averiguar que la casa familiar que salía fotografiada en muchas de sus fotos (por otra parte tan escasas) estaba a menos de treinta kilómetros de Birmingham. Yo la situaba en otra parte, en una comarca alejada de una gran ciudad y muy lejos de todas partes (como al fin y al cabo había sido la vida de Nick Drake, que siempre vivió lejos de todos los demás y lejos de todas partes). Pero cuando vi el mapa, supe que me habría bastado coger el tren que yo recordaba pasando muy cerca de King’s Heath, y en menos de diez minutos habría llegado a Tanworth-in-Arden.

 

Si de algo estoy orgulloso es de haber comprado los discos de Nick Drake cuando él todavía estaba vivo. Como Drake vendió muy pocos discos en vida (sus productores, Joe Boyd, primero, y luego Chris Blackwell, tuvieron que recordárselo a menudo), él se lamentaba de que nadie le hiciera caso y de que su obra no hubiera servido de nada. Eso no es del todo cierto, ya que tanto Joe Boyd como Chris Blackwell creyeron desde el principio en él. Y tampoco es cierto que nadie le hiciera caso. En Mallorca puedo citar a diez o quince amigos míos que sentían devoción por él, y no recuerdo a nadie que escuchara una de sus canciones por primera vez sin sentirse conmocionado por su intensidad y su belleza. Pero también comprendo la decepción de Nick Drake. Cualquier artista joven se hace muchas ilusiones sobre su obra, y si las cosas se tuercen, le duele reconocer que no ha tenido la repercusión que esperaba. Quien graba un disco o escribe un libro con menos de treinta años se siente “tan feliz como un colegial que acaba de contraer su primera sífilis”. Eso decía Baudelaire, y aunque no creo que pueda aplicarse del todo a la forma de ser de Nick Drake, sí que podemos imaginar que en algún momento, cuando componía sus canciones, creyó que algún día iba a cambiar el mundo (el arte, me temo, es imposible sin esta absurda vanidad).

 

Por eso me hubiera gustado presentarme, aquel verano de 1973, en la casa de ladrillo rojo que salía en algunas de las fotos que había visto de Nick Drake. Me habría bastado con llamar a la puerta, preguntar por él y decirle con timidez, casi sin atreverme a mirarle a la cara (él, me temo, hubiera hecho lo mismo): “Hola, he venido desde Mallorca para decirte que mis amigos y yo tenemos todos tus discos. E incluso hay un bar, el bar Chotis, en el que la carátula de Pink Moon está expuesta en la cristalera de la entrada”. Y luego, de puro nerviosismo, de pura vergüenza por haber molestado a alguien a quien admiraba, habría salido corriendo como si acabara de robar un cenicero de plata. Es cierto que en 1973 yo no sabía dónde vivía Nick Drake, pero eso tampoco hubiera sido muy difícil de averiguar. Quizá hubiera bastado con llamar a su casa de discos, o escribirle una carta (no creo que tuviera muchas cartas de fans). El caso es que una visita que en su momento me pareció imposible, ahora resulta que hubiera sido muy fácil. Nick Drake vivía a dos o tres paradas de tren.

 

En aquellos años, Nick Drake vivía carcomido por la depresión y el sentimiento de fracaso. Si de pronto se le hubiera presentado un chico llegado de lejos (entonces aún existía la conciencia de lejanía), sólo para decirle que había un grupo de mallorquines que escuchaban sus discos, es posible que aquella visita le hubiera levantado el ánimo. Quizá hubiera dejado de sentir, aunque fuese por poco tiempo, que estaba muerto por dentro, como le decía a la poca gente con la que conseguía hablar. Y ese alivio momentáneo tal vez le hubiera permitido componer una o dos canciones nuevas, aunque luego la depresión volviera a arrastrarlo sin remedio. Quién sabe. Y ahora me pregunto cómo habrían sido esas dos canciones compuestas tras la inesperada visita de un desconocido. O esa única canción. O esos pocos versos garabateados en un paquete de cereales para el desayuno. O esas notas desafinadas de guitarra grabadas al tuntún en un magnetófono. O lo que fuera. Sí, eso, lo que fuera.

 

 

 

 

Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956) es narrador y poeta. Vive en Sevilla desde 1989. Sus últimos libros son el volumen de cuentos Yo vi a Nick Drake y el ensayo Lo que tiene alas. De Gógol a Raymond Carver. Es editor de literatura de fronterad, donde ha publicado, entre otros artículos, Notas sobre Tomas Tranströmer y Weil y la Guerra Civil, y durante un tiempo mantuvo el blog Terra Incognita

Más del autor