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Mientras tantoA un amigo que no conocí

A un amigo que no conocí


 

 

La muerte de Philip Seymour Hoffman no era inevitable pero parece inevitable que su sensibilidad a la oscuridad, a la otra vereda de la sociedad del espectáculo pudiera retornar para asaltarlo en cualquier momento. Eso no se cura con clínicas de desintoxicación, ni siquiera con análisis serios, no porque no suelan resultar en ocasiones efectivos sino porque no fue su elección. El suicidio es el único acto exitoso, dijo hace mucho Jacques Lacan. Y no para festejarlo.

 

Encontrar a sus dealers, reconstruir sus últimas horas, conocer alguno de sus dichos antes de salirse de cuadro, si había tantas o cuantas jeringas y bolsas de heroína en su departamento es tarea de policías, es un legajo judicial, es un informe forense, será una serie de reproches que algunos de sus amigos o parientes quizás se hagan pero nada de eso dirá algo sobre el sujeto que tomó una decisión acaso no sabiendo que sabía o simulando ignorar que era un actor que no soportaba demasiado los primeros planos, perder cierto anonimato.

 

En ese anonimato este hombre trabajaba, se cargaba, cargaba el costo de su división, su timidez, un estilo quizá más teatral que cinematográfico que supo honrar con interpretaciones ajustadas, sin perder nunca ese excedente de angustia que se cura en soledad, en esa soledad que suele volverse insoportable sin el remedo de la compañía, de las luces, de las drogas. ¿Será? Philip Seymour Hoffman murió solo.

 
Era un solitario al que no le faltaban amigos, familia, amantes, hijos, una carrera abierta, todo eso o nada de eso alcanzó, según la doxa que indica que un vicioso no tiene otros límites que los del grillete, la lobotomía conductista o el anabaptismo descafeinado de Lafayette Ronald Hubbard.

 

¿Habrá que agradecer pagar con la muerte por eludir el tropiezo con esas formas del fascismo contemporáneo? No lo creo. Así como no tengo idea si quienes caen en esa desesperanza, en ese empuje al final sólo ponen blanco sobre negro menos su falta que el empuje al éxito, esa caución delirante en un mundo donde lo que tendría que estar distribuido con equidad no lo está, y esto sí por una decisión política objetiva.

 

Pero encontrar a un actor muerto en su casa es una representación violenta, digna de tomarse en cuenta a la hora de saber con quién se trata, con quién se habla, cómo se habla y de qué se habla. Se habla por hablar. Es que hablar ¿está mal? Divertirse ¿está mal? Por supuesto que no.
 
Y mucho menos cuando no es obligatorio y es posible hablar de las cosas verdaderas, las de uno, esas pocas, poquísimas que no son de todos.

 

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