La mayor putada del mundo debe ser acostarte una noche y descubrir con asombro a la mañana siguiente, que has pasado de ser una persona gris y anodina, sin trabajo estable y sin un perrito que te ladre, a la persona más popular del momento, reclamo de televisiones e invitada de honor en todas las fiestas que se precien.
Una fama fácil, llovida del cielo y sin hacer nada, así por casualidad, sin haberte liado con ningún famoso ni haber salido en la portada del Interviú. Algo parecido a lo que le sucedió al personaje de Roberto Benigni en la película de Woody Allen A Roma con amor cuando, de un día para otro, pasó de ser un mediocre oficinista a convertirse en el hombre más famoso de Italia, también sin motivo aparente.
Lo malo es que tú no eres Benigni y lo sabes. Te restriegas los ojos sin terminar de dar crédito a lo que está pasando. Y más cuando ves que los paparazzi te esperan en el portal ante el asombro del portero que por una vez te mira diferente, como intrigado… Un panorama de lo más desolador para alguien que como tú, no está acostumbrada a levantar mucho revuelo en su vida. Una situación por lo demás, tan surrealista como incómoda que no te permite ni salir a comer a tu restaurante favorito porque los fotógrafos te esperan en la puerta, escondidos en una esquina y lo que al principio te hace gracia y despierta tu ego, termina molestándote cuando no puedes ni disfrutar de la compañía de tu último ligue sin que todo el mundo se entere.
Tal es el asedio que como si te hubieras colado en la Dolce Vita de Fellini, corres calle abajo intentando escapar de los periodistas preocupados tan solo por saber cuál ha sido tu última adquisición en Zara o por saber si prefieres el café solo o con leche. Nimiedades absurdas sobre tu vida, que de repente se han vuelto interesantes para los demás. La única diferencia es que distas mucho de ser Anita Ekberg, tampoco hay una Fontana de Trevi, si acaso la Cibeles donde darte un remojón a media noche, y lo que es peor no hay un Mastroianni de gafas negras interesado por robarte una exclusiva y por llevarte al huerto.
Y las cosas siguen así: paparazzi, carreras, fotos, hasta que una mañana, descubres que ya no hay nadie en tu puerta sino otro tipo aburrido y más gris aún que tú, que se ha convertido en el centro de atención de esa fama efímera de la que tanto habías renegado y que curiosamente empezaba a gustarte. ¿O era el fotógrafo el que te gustaba? Ya dudas… Te despiertas, sobresaltada, casi sudando, vuelves a restregarte los ojos… Miras alrededor, ves tú habitación, tus libros, la gotera de siempre… todo está ahí y te das cuenta que todo ha sido una pesadilla, un mal sueño… que también tú eres la de siempre con tu vida gris y sin un perrito que te ladre.
Mientras desayunas ya en la normalidad de tu día a día, y hojeas los periódicos, piensas que algo debe tener la popularidad cuando todo el mundo la persigue, desde el que tiene más talento hasta el más inútil, todos quieren disfrutar de esa dulce sensación aunque sea en sueños. Algo tendrá la fama cuando hasta la persona más corriente le termina pillando el gusto, cuando cada vez son más los programas de televisión, casi todos cutres, en el que famosillos de medio pelo se esfuerzan en sacar sus miserias a la luz por un puñado de euros. Algunos encerrándose en una casa llena de tarados, otros sometiéndose al polígrafo. Cualquier cosa vale con tal de conseguir los 15 minutos de fama de los que habló Andy Warhol. Popularidad la mayor parte de las veces de usar y tirar, gloría barata y dinero fácil.
No me extraña… si antes los niños soñaban con ser bomberos, policías o hasta con ser ingenieros, ahora con estos programas sueñan con ser famosos, sueñan con la televisión como atajo para llegar a la canción o a ser portadas de las revistas. Cualquier cosa vale con tal de estar a un paso de la fama, incluso un remojón en la Cibeles a media noche, si así consigues despertar el interés de un aprendiz de Mastroianni o de ese fotógrafo al que le has echado el ojo y que ya se frota las manos.
Y yo, me digo a punto de atragantarme con la tostada… ¿merece la pena?
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Foto: Marcello Mastroianni y Anita Ekberg en la Dolce Vita.