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Accidentes

 

La segunda vez que vi a Cynthia fue de casualidad. Estaba dándole a la tecla en el Zeppelin, un bar en pleno centro de la ciudad, cuando apareció con mi querido amor que nuevamente iba flotando en un extraño limbo. Para empezar estaba borracha como una cuba. Y era lunes. Sus pupilas dilatadas terminaron por encenderme la ira. Así que las planté y me marché de aquel lugar jurando en arameo. Cynthia, fumando de manera cabaretera, me retaba con la mirada. Demasiado para mí, un tipo que también bebe y que no deseaba alterar el estado de aquel bar por culpa de una mala reacción. Me vi como un perdedor, saliendo de allí y dejando en aquellas perversas manos la vida de mi vida. Desde hacía semanas iba advirtiendo a Flower de que tenía que cambiar sus hábitos diarios. Pero para el que no conozca a las mujeres independientes, no hay nada peor que decirles qué es lo que tienen que hacer. Por supuesto, aquella noche no dormí. Pero eso ya era lo habitual. Cuando no era Flower la que me llamaba de madrugada para que fuera a su casa rompiéndome un descanso que me costaba recuperar. Pero a la mañana siguiente recibí diversas llamadas que no quise contestar. Mi dolor era tan inmenso que preferí ignorar al ser más querido. Pero no quererte poner al teléfono no quitaba para que de la ristra de mensajes recibidos me decidiera a abrir el primero. Y en él, todo lo que había anunciado, que como un rayo en plena tormenta, cayó sobre mi cabeza, tan inestable: “Joaquín, llámame, por favor. Ayer tuve un accidente y tuve que ir al hospital”. No pasó una décima de segundo hasta que la llamé. Y tras su voz, la confirmación. Porque a la salida del Zeppelin, con esa serpiente enroscada que atendía al nombre de Cynthia, cogieron un tuk-tuk sin poner más atención que en sus divertimentos, cuando un típico atracador de estúpidos occidentales pasó junto a ellas arrastrando del bolso al que por aquel entonces seguía siendo mi amor, a la que provocaron además de heridas sangrantes y moratones, una pérdida de consciencia y siete puntos de sutura en la cabeza. Lo más cruel de todo aquello fue que Flower siempre creyó que Cynthia le había salvado la vida porque la llevó al hospital. Justo lo contrario de lo que intentaba explicarle. Que si no llega a ser por esa persona, ella habría estado en su casa, supuestamente conmigo, y no en un bar poniéndose ciega de todo tipo de sustancias, hasta que fueron presa fácil de los atracadores que actúan a esas horas de la noche atraídos por los errores clásicos de los parias habitantes del primer mundo, que acuden a Camboya sin tener en cuenta que la gente es capaz de hacer casi cualquier cosa para paliar sus tristes vidas laborales y económicas. Y si el camello vende lo que trafica, jugándose años de cárcel, el tironero arrastra a las que asoman el bolso por el tuk-tuk que no caen en la cuenta de nada por culpa de vivir tan lejos de una realidad que hacía tiempo que se la habían llevado las botellas de vino, los estupefacientes y la falta de descanso.

 

Ese mismo día me presenté en su casa sin avisar –de la cual tenía llave, por cierto, para que la tendencia al desbarajuste nunca cesara– dejándole un ramo de flores en la puerta y una nota. Por supuesto Flower no estaba. Que aunque los cortes hubieran sido profundos aún no habían sido lo suficientemente graves como para hacerla reaccionar.

 

Mis conversaciones en aquellos días versaban sobre el derecho a la fiesta y el poner atención en la salud. Pero Flower hacia oídos sordos. Para ella no había señal alguna de peligro y, además, yo tenía que dejar de meterme en su vida. Curiosamente, donde sí podía meterme era dentro de su vagina, que en medio de tanto problema y tanta trifulca seguía siendo el cerrojo perfecto a mi llave, la maratón inapelable de orgasmos, el amor convertido en salvajismo, y los ictus que desde aquellos días tenían más posibilidades de producirse gracias al sufrimiento que me generaba una Flower desquiciada sin saberlo. Atrás quedaron los días de seis actos sexuales en menos de veinticuatro horas. La cosa se redujo drásticamente. Pero eso no quitaba para que cada sesión fuera un auténtico tsunami. Sin lugar a dudas, y desde la distancia que da saber que ya todo ha terminado, y aceptando que el amor que existió fue fortísimo, no hay que negar que aquellos actos sexuales en cadena también ayudaron los suyo. Porque no hay carrera ni MBA ni demás aprendizajes artificiales que preocupen más a una persona que sus orgasmos. Somos animales, no lo olvidemos.

 

Con la cabeza cosida y el corazón partido, Flower seguía transitando por el filo de la navaja, ayudado por una Cynthia que más que una compañera de viaje parecía su verdugo. Nunca más volví a salir con ella y sus amigos, el grupo tóxico –y que conste que el calificativo de ‘tóxico’ nada tenía que ver con los estupefacientes. En realidad fue un acertado apelativo que inventó Sancho al ver tanto drama, tanta mentira y tanta ridiculez, por medio de Rik y Marylyn, bastante antes de la llegada de Cynthia, el tumor maligno–, aunque sabía que Flower seguía dilapidando su salud y lo que era peor –al menos para ella–: su imagen. Porque si Flower tenía un problema éste era su imagen. Asunto que por supuesto nunca reconoció. Y su cara, que tantas veces admiré y besé, lamí y acaricié, comenzó a mutar, a cambiar de colores, a modificar unos rasgos que cedieron a causa de los desmanes sin fin. Luego se lo recordabas y casi te tiraba el cenicero a la cabeza.

 

Quedaban pocos días para la apertura de Trasañejo y las peleas eran continuas. Los sube y baja, lamentables. Con días en los que no nos dirigíamos la palabra y otros en donde sólo gemíamos. El descontrol era intenso y Sancho, mi socio en el restaurante, andaba tan preocupado por la empresa que debía entregarnos las baldosas como por mi estabilidad, que si me pongo a echar la vista atrás quedó reducida a cenizas desde el mismo día en que comencé una relación que no sólo va a pasar a mi historia, sino a la de todo aquel que quiera leer estas memorias tan sinceras como explosivas. Porque lo mejor cuando escribes no es la técnica; tampoco la sintaxis. Lo que realmente hace interesante una lectura, y más unas memorias, es no dejarte nada en el tintero. No calcular las consecuencias. Porque una historia sin estrujar es como una naranja sin exprimir, que da un zumo insustancial, inacabado. Que como me dijo Dragó “yo comencé a escribir toda la verdad cuando murió mi madre”. Yo, en fino homenaje, no he esperado, para contarlo todo, a la defunción de la mía.

 

Convencerla para que viniera a la fiesta de apertura de mi restaurante fue un suplicio. Según follábamos, venía; según nos distanciábamos, amenazaba con no acudir. Y así hasta la apertura. Porque debe quedar claro que nunca, en toda mi vida, he padecido mayor inestabilidad, con dudas hasta de cuándo le llegaba la regla, con una persona tan loca como yo –si no más; al menos a veces, unas cuantas de ellas–, que en vez de tranquilizarme me excitaba. En todos los sentidos.

 

Flower es un sol de persona. Una amiga fiel. Una mujer inteligente. Alguien que se preocupa por los demás. Un ser con capacidad de decisión, análisis y crítica. Con experiencia a borbotones. Pero eso sí. Una cosa es vivir alrededor de ella y otra encima. Y a mí me tocó la profundidad de su ser, la crisis por cualquier cosa, las penetraciones hasta el desmayo, y los cambios de humor que nunca padecieron los del grupo tóxico; aunque tampoco creo que se hubieran enterado.

 

 

Joaquín Campos, 29/10/13, Phnom Penh.  

 

 

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