Apostado bajo la techumbre de mi hotel a causa de un sorprendente aguacero –seguimos en plena estación seca–, hacía tiempo antes de irme a dormir a mi desasosegante zulo fumando un Marlboro y haciéndome una de esas clásicas autoentrevistas mentales con las que me consagro como un ser único: me hago pasar por periodista de rigor, de voz engolada además de astucia y sentido del humor inglés, para añadir también el poder ser un magnífico lo que sea que contesta con la habilidad de catorce famosos televisivos –me he hecho pasar por entrenador milagro que lleva a un equipo de Segunda B a Primera en dos años, además de por ventrílocuo, con los difícil que es sólo parecerlo, y hasta por consejero delegado de una empresa que tala bosques de manera arbitraria–, hasta queme topé con una escena que para muchos podría haber sido pavorosa cuando para mí fue celestial. La vida me volvía a avisar, tocándome el hombro de manera evidente, de que en cualquier segundo de cualquiera de esos días que parecen evitables en los almanaques, donde a la semana siguiente no serías capaz de recordar ni un solo fragmento de los mismos, la sorpresa te vuelve a golpear la nuca para dejarte anonadado. Nyta estaba embarazada, por no decir embarazadísima. “De ocho meses”, me dijo. Pero lo mejor estaba por llegar, como en esas teleseries que comienzan tranquilas y al tercer capítulo te muestran al patriarca acostándose con una de sus hijastras: su delgadez extrema sin que aparentara ser anoréxica me hizo convencerla de que una charla en su habitación –a la bajura de la mía– me haría salir adelante en esta carrera vital en donde la línea de meta es la muerte y lo importante, sin duda, es el trayecto. Y el tren de Nyta me prometí no perderlo.
Tumbada sobre la única cama de una habitación sin sofá, no tuve más remedio que acomodarme junto a una mujer a la que, aseguro, sus ropas llevaban sobre ella al menos una semana. Los tatuajes, que le cubrían casi toda su piel convertida en pellejo por su extremada delgadez, se acentuaban en su desaparición en muñecas y codos, auténtica demostración visual de que la muerte puede alumbrar a la vida; al menos en lo que aún llevaba en su vientre.
—¿Niño o niña?
—No lo sé. Nunca fui al ginecólogo.
Áspera. Entera. Y esnifando pegamento de una bolsa de plástico, Nyta, además, bebía latas de cerveza local en una especie de maldición divina: quería matarse, y bien que lo va a conseguir, pero como brota la mariposa de la oruga alguien tomará su testigo espero que con mayor acierto.
—La vida me ha golpeado duramente. Hacía la calle desde que llegué a Phnom Penh.
Nyta, en 1.996, era una joven sin futuro pero con ilusiones. Con 18 años dejó su pueblo y marchó a Phnom Penh, en busca del cielo de las oportunidades. Pero lo primero que hizo fue casarse y quedarse embarazada. “Hay cosas en la vida, y una fue el matrimonio, que no tenían nada que ver con lo que la gente contaba. Al menos para mí. Yo me casé enamorada y aquello no era para estarlo”. Al año su marido la abandonó. El bebé se quedó a cargo de su madre, a la que casi no le dio tiempo a respirar la libertad de ver marchar a su hija a la capital. Pero como si de un cuento tétrico se tratara Nyta, aún bella y joven, se puso a cobrar por hacer el acto. “Era lo fácil. En aquellos años ya comenzaron a llegar los primeros extranjeros que pagaban muy bien. En una noche llegué a sacarme 100 dólares. De hecho nunca más ni gané ese dinero ni he conocido a familiar mío, y ya han pasado casi veinte años, que lo gane mensualmente”.
—¿Y dónde está ese hijo que engendraste?
—No me habla.
Nyta, como los futbolistas que en vez de retirarse se vuelven a sus pueblos a romperse los ligamentos en campos de tierra, no supo dejarlo a tiempo. Y por ello, fue bajando su caché. “Comienzas a degradarte y acabas chupándola en un callejón por dos dólares; el precio de la siguiente dosis de pegamento”. Me prometió que no cenaba porque nunca tenía hambre; y que el bombo se lo había hecho alguno de esos clientes a los que, tras media docenas de copas, los riesgos les importan menos que eyacular dentro y sin condón. Luego me incitó a hacerla la cuchara. Esa posición que al que está de espaldas, siempre que sea hombre, le genera una erección abrupta aunque su compañero de baile sea una almohada. Por lo que se podría decir que recibí una invitación casi mortal de necesidad. La tele emitía a millones de decibelios una película infumable de ese Hollywood inclasificable. El que vive de las migajas de los que se reparten las estatuillas. A lo que iba: que la cucharilla incendió la mecha.
—Házmelo.
–Espera… que me pongo un condón.
—¿Por qué? Házmelo sin. No ves que ya estoy preñada.
Me lo pensé. Y no era por esa idiotez de los que nunca hemos sido padres que creemos que el feto va a ser testigo más que directo de esa exhibición sexual. La razón, indudable, su desmejorada salud. No pesaba ni 35 kilos.
—No estoy enferma. Todo el mundo me dice lo mismo.
A la hora, y tras besarla a tornillo, con ese hedor a ropa vieja que otras veces me cae tan bien pero que esta vez me cayó fatal, desembuchó. Al hacerlo, y para sentirse más tranquila, le iba tocando esa prodigiosa e hinchada barriga con la misma ignorancia que treinta años antes lo hacía con el globo terráqueo que adornaba mi habitación y con el que jugaba a soñar, dándole vueltas como si aquello fuera la ruleta del casino, dónde iba a irme a vivir cuando fuera hombre. Yo dejaba el dedo índice muy tieso y cuando se paraba el artilugio, que un día se salió de su eje –luego encendí la televisión donde se exhibía el drama de un terremoto que había arrasado Los Ángeles–, me hacía pajas mentales: Chad, Luxemburgo, México… Ese día me hice trampa moviendo el dedo para que se detuviera en Tejas, Estados Unidos, siendo éste el primer caso de infante español espalda mojada telepática. Pues eso. Que Nyta, por todo eso del calor humano que genera la confianza, me aclaró un detalle que previamente había dejado pasar por alto. Sobre todo cuando hacía catorce minutos me había invitado a horadarla a pelo.
—Tengo sida. Desde hace cuatro años. Y como no tengo dinero no sigo tratamiento alguno.
—¿Querías que me contagiara?
—No, quería confianza. Y tú me la estabas dando.
A la quinta cerveza cayó rendida. Ya dormida, medí su muñeca izquierda –la derecha se le había quedado pillada debajo de su cuerpecito menudo– con mi mano, dándome cuenta que Nyta tiene los días contados. Y que su bebé saldrá con un síndrome de abstinencia tal que no habrá médico en todo Camboya –ni pagando, que tampoco era su caso– que pudiera dar con una solución aunque fuera a medias. A las cuatro horas, porque cuando eres vicioso el dormir te quita tiempo para tus asuntos personales, nos despertamos como haciéndonos los sorprendidos. Qué diferente hubiera sido si aquella oferta sexual se hubiera llegado a consumar.
—De todas formas te debo contar algo.
—No me hables por las mañanas que tengo muy mal carácter.
—Yo también cobro por follar.
—Bromas las justas.
Tras intentar convencerla de la realidad –o no quería aceptarlo o no era capaz de expresarme correctamente– desistí, lavándome los dientes con su cepillo –era el que dan el hotel: sólo tenía un uso– y subiéndome a mi habitación que de tan inmaculada me dio miedo. Al ducharme, me sentí feliz por partida doble: mi teléfono estaba sonando y mi glande brillaba por su abstinencia sexual, y no por el flujo escabroso de una sentenciada a muerte que aparte de cavar su propia tumba a velocidad inusitada, traía al mundo a un nuevo desgraciado que antes de que aprenda a decir ‘mamá’ la echará en falta.
Luego me vestí y me tomé un café como mandan los cánones: sólo, reducidísimo, sin azúcar; que con el cigarrillo, me abrieron tanto el esfínter que tuve que inaugurar el baño que aquel bar donde recordé a Nyta asegurando que sin llegar a ser mi amiga íntima –tampoco es que haya pernoctado con muchas amigas que me informaran hasta de sus enfermedades terminales, si acaso de sus periodos– iba a ser el primer ser medio cercano que iba a dejar este mundo. La llamada a mi móvil, por cierto, era de Gloria, una portorriqueña que aparte de sentirse sola en la ciudad le gustaba alardear de su nacionalidad. Y ante eso, no hay váter que se apiade. Que cuando la sociedad mundial aprenda, de una vez por todas, sabrá que nunca, absolutamente nunca, uno debe basar su vida y éxitos según el lugar donde nació, cuando ni lo eligieron ellos ni probablemente existan, como Nyta, de aquí a un corto espacio de tiempo.
Joaquín Campos, 28/03/14, Phnom Penh.