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Novela por entregasAcciones legales

Acciones legales

 

Cuando una relación amorosa desaparece –o en el caso que trato, se aparca– uno no sabe la pasta que se ahorra en teléfono. Aparte de la locura de estar todo el rato mirando la pantalla del aparatito, enloquecido creyendo que el bolsillo derecho ha temblado por un mensaje de texto cuando en realidad podría haber sido el inicio de un ictus o esa arteria que se atora por la grasa consumida o la mala suerte que no siempre se esquiva.

 

Aquella mañana salí de mi hotel resacoso, con bolsas de pescado y verduras en ambas manos tras haber hecho la visita de rigor al mercado central de Phnom Penh, donde Trasañejo se abastece de todo lo que no viene de Japón, Europa y las maletas de los amigos y conocidos, que cuando no traen jamón ibérico al vacío cortado a cuchillo nos surten con auténtico pimentón de La Vera y azafrán manchego en hebra, cuando no viene directamente un queso manchego muy viejo sumado a los libros en castellano que son tan importantes como esos ingredientes mágicos.

 

Al llegar a la mesa 2 del restaurante, la que mira de frente a la cristalera principal del salón –Sancho solía utilizar la 1 donde usando la cortina a su antojo podía ocultarse de visitas pelmazo, que las había y las sigue habiendo a diario–, como cada mañana, encendí mi ordenador y abrí el correo personal y el del trabajo mientras leía la prensa por internet y pensaba en qué historia iría a escribir al rato. El problema es que todo saltó por los aires porque en el buzón de ‘recibidos’ de mi correo personal había uno de Flower, que antes de abrirlo ya me hizo sufrir un amago de infarto. Fui a por un café solo para ayudar a que las arterias se contrajeran y tras leerlo casi caí fulminado: “A mí me encanta que escribas y desde el principio te di todo mi apoyo, pero algunos de mis amigos (el Grupo Tóxico, y en especial Marylin y Cynthia) quieren que ceses en la producción”, me escribió, de un libro que no sé si llenara estanterías en librerías dignas pero que seguro llegará a su finalización y saldrá a la venta aunque sea en formato electrónico. Y espérate que no lo traduzca al inglés además de al francés. Por si ciertos políglotas desearan tener las tres versiones en sus estanterías del Ikea.

 

Ganar miles de dólares al mes, tocarse los genitales a diario, tontear con las drogas y no saber aún qué sexo es tu preferido ayuda a que eminencias de la ONU y parecidos se atrevieran a utilizar a Flower como altavoz para añadirme que “algunos estarían dispuestos a hacerle daño a tu restaurante con comentarios malos en Tripadvisor”, una web paria donde vale lo mismo el voto de un gourmet que el de una oronda sin paladar de Dakota del Sur. Otra persona (luego supe por Sancho que era Cynthia, la serpiente de cascabel que ocultaba sus preferencias sexuales bajo una duna de MDMA) había llegado aún más lejos, haciéndose una paja mental de dimensiones bíblicas: según Flower, estaba dispuesta a tomar “acciones legales” contra mi persona. Por supuesto, cualquier amenaza de aquel grupo terrorista desarmado, armamentísticamente hablando además de cerebralmente, me la traía y me la trae –por eso hoy día sigo escribiendo y publicando– al pairo. Pero dos asuntos provocaron que durante cinco meses escribiera unos cuantos capítulos y no los publicara: que Sancho, mi socio e inversor, además de amigo íntimo y leal, me pidiera con orden y concierto que lo dejara ya que lo de hacer daño al restaurante sí era posible que lo consiguieran. Y que tirar decenas de miles de dólares a la basura no era una necesidad acuciante para nuestra economía tan cercana al ocaso. La otra razón, en sí la principal, para que dejara de publicar –porque el corazón seguía y sigue mandando– fue que Flower me lo pidió “como un favor personal” ya que estaba comenzando a tener problemas con un Grupo Tóxico al que me lo imaginaba cada semana entrando en FronteraD –donde a día de hoy se sigue publicando cada capítulo bisemanalmente; hasta el cese por amenazas de ‘acciones legales’ lo hacía cada siete días–, copiando el texto y metiéndolo en cualquier absurdo traductor de los que, como los videos porno, se encuentran por miles en internet. Nunca esa gentuza sin sustancia se sintió tan importante: no ya sólo la mayor máquina de subvencionar del mundo (la ONU) les habían no sólo sacado de pobres sino que les habían directamente elevado al cielo de los derrochadores, sino que un tipo calvo con gafas y melenas, que cocina dignamente, plasmaba de rebote parte de sus vidas que directamente hacían añicos la de Flower y nuestra relación que en aquellos días levitaba en un limbo controlable.

 

Tras aceptar su petición –incluso Flower me alentaba a que siguiera produciendo sin cesar y que calmada la tormenta volviera a publicar–, que ella se lo tomó como un acción rebosante de amor y caballerosidad, volvimos a apagar el contacto para que aquello no se volviera a convertir en un descenso barranco abajo: con polvos públicos, discusiones sin ring en salones de restaurantes y todo esa retahíla de orgasmos y padecimientos que disfrutamos y padecimos hasta límites insospechados.

 

Sobra decir que todos los miembros del Grupo Tóxico, incluida Flower, nunca vinieron a Trasañejo a dejarse unos cuartos que ingresaban mensualmente por miles de dólares. Aquel primer día, el 14 de julio de 2013, donde gracias a una fiesta rebosante de comida y alcoholes varios, todo gratuito, inauguraba Trasañejo, no faltó ni uno de ellos. Blanco y en botella. O en bolsa de plástico, en este caso.

 

Que a mí me dejen sin escribir, o en ese caso sin publicar, cuando tenía una acuerdo verbal con FronteraD para hacerlo cada semana a mi modo y con mi acento, me hizo volver a perder el ritmo de sueño. Suerte que no cobraba por publicar y el jefe de la citada revista literaria aceptó de buen grado mi paréntesis en la publicación de Doble Ictus, un libro que nació con tres metas: homenajear a Flower, un milagro no cotidiano; continuar con mi trabajo como escritor, probándome con unas memorias recientes; y saltarme todas las reglas de la legalidad contando cada detalle con pelos y señales. Dragó, insigne escritor y amigo, me lo dijo una tarde nublada en la maravillosa Kioto, mientras Naoko, su mujer, escuchaba con cara de hartazgo. O eso me pareció a mí. Corría el año 2011: “Yo comencé a escribir a corazón abierto, contando todo, sin vergüenzas ni arrepentimientos, cuando murió mi madre”. Yo, al menos, no quise esperar al deceso de la mía. Así se irá a la tumba sin la más mínima duda.

 

En aquella respuesta que di a Flower, donde aceptaba sus plegarias y peticiones, admitiendo el cese momentáneo de Doble Ictus, le eché algo en cara: “Parece mentira que no hayas sido capaz de venir a Trasañejo una sola vez. Tu puto círculo personal me da igual, pero tú no. Y no tienes excusa”. Creo que favor por favor, y a eso de los cuatros días, Flower apareció en Trasañejo con Marylin, una sueca a la que no conocía llamada Alana y con la que hoy mantengo una gran relación, y otra dama que sigue hoy día siendo clienta de Trasañejo, de la que la verdad no me acuerdo de su nombre, sólo de su extrema delgadez y su llamativa belleza facial; seguramente porque su cara estaba copada por unos ojos verdes como pocos, sin fondo, aunque sin llegar a los que Flower usaba para mirarme, para erosionarme.

 

Pues bien, en aquella cena que venía bien a las arcas de Trasañejo pero fatal a mi/nuestra estabilidad, se produjo el primer contacto visual entre Flower y yo, en al menos, cuarenta días. Como se pueden imaginar aquello no fue más que la mecha que prendió sin necesidad de acercar fuego alguno. Y al final de la mecha, la bomba atómica.

 

Durante la cena me mantuve alejado, llegando a enviar a Sancho a tomar nota de la comanda, aconsejar el vino y hacer de mí mismo, porque yo me quedé en la cocina, semi escondido, cocinando y supervisando, con el corazón en un puño y el ataque de histeria cercano a que se produjera. Como se pueden imaginar en aquella mesa rodeada de cuatro bellas mujeres, adultas y elegantes, se vendieron cuatro botellas de vino blanco. Con tanta ingesta no hubo más remedio que cruzarme con una Flower que iba al baño a soltar lastre. Sus ojos le brillaban, temblaba, sus tacones la hacían demasiado alta, su olor corporal me volvió a enfermar. Sobra explicar que ella sintió lo mismo. Cuando salió del baño se me acercó buscándome la boca, cuando yo lo que más deseaba en ese mismo instante era besarla hasta la parada cardiorrespiratoria. Pero el sufrimiento padecido en meses anteriores, y la estabilidad encontrada en las últimas semanas, sin ella, fue tan grande, que esquivé el ataque de mortero, hecho éste que la dejó, y mira tú cómo es la vida, con mal sabor de boca. Luego la vi beber un chupito de tequila de manera violenta alentada por las malas compañías, alcohol ese que nunca le venía nada bien, y se marcharon por donde habían venido.

 

Ya cenando con Sancho, a eso de las once y pico de la noche –porque los hosteleros cenamos cuando los comensales o pernoctan o se van de fiesta– sonó mi teléfono móvil: era un mensaje de texto. Antes de averiguar quién había sido el o la causante le dije a Sancho: “Es Flower”. Repito: por el teléfono móvil hacía mucho tiempo que no nos comunicábamos. Y al comprobarlo: bingo. Era Flower con mensajes aplastantes: ‘Te quiero mucho’, ‘Necesito verte ya’, ‘Ven a verme’… Debieron ser doce en tres minutos. Aparte de melancólica estaba borracha como una cuba. Y para aumentar la tensión, aquella de la que nos habíamos despojado gracias al distanciamiento, me llamó al móvil. Al principio me negué a cogerlo. Pero aquello ya se había salido de madre: cesé mi cena, subí a la primera planta de Trasañejo y contesté. Estaba beoda. Llorosa. Quería verme a toda costa. Para colmo estaba en el Minibar, el bar de moda en Phnom Penh, con unos dueños muy por debajo en lo humano de lo que ese bar genera: buenos tragos, ambiente agradable y alegría de no estar en un puti-club dándole a la botella, lo que de verdad abunda en Camboya. Pero a ese bar se nos prohibió la entrada a Sancho y a mí. Es lo tiene la competencia mal llevada y los camellos muy mal seleccionados. Por ello, le dije a Flower que si acaso saliera ella de aquel bar y que nos viéramos en la esqina de las calles 240 y 19. La conversación ya daba muestras de que Flower se encontraba alejada de lo que se denomina ‘control de la situación’. Como no volvió a llamar y andaba algo preocupado –después de su madre debía ser en aquellos días la persona que mejor la conocía– comencé yo a llamarla aburrido y preocupado de que no contestara. A eso de la una de la madrugada su teléfono dejó de sonar. La batería, pensé. Por lo que desilusionado, confundido, preocupado y enloquecido me fui a dormir no sin antes, y mirando al cielo, cagarme en todos sus muertos prometiéndome no volver a contactar con ella nunca más. Por supuesto le envié un mensaje de texto para dejar todo zanjado y sellado: “Es la última vez que te envío un mensaje o te contesto al teléfono”.

 

A eso de las nueve de la mañana, ojeroso tras una noche casi en vela, compraba en el mercado central –a mí no me darán la estrella Michelín pero querría ver yo a todos esos ídolos modernizados pasarse cada día por un mercado a abastecerse– cuando mi móvil comenzó a sonar de manera enloquecida: mensajes de texto, uno tras otro, siete por minuto, y llamadas que por supuesto nunca contesté. Lo que saqué en claro es que Flower la noche anterior había perdido el conocimiento a causa de la extrema borrachera, la mezcla de alcoholes, los consejos del Grupo Tóxico y su pésima alimentación. Y que habían tenido que llevarla a su casa, beoda, algo que yo realicé no pocas veces. En mi defensa, yo nunca la incitaba a perder la cabeza, consumir ilegalidades y la procuraba llenar de amor real: del que no se vierte esperando nada a cambio. Y aquellos despojos del Grupo Tóxico, en su mayoría, la querían porque les amenizaba las tardes y las noches y porque –¡oh casualidad!– en aquellos días todos los miembros de la citada secta eran o solteros o recién separados. Y mira tú por dónde que fueron a joder a la única que tenía pareja. Lo dicho: amistad pura y dura. De la buena.

 

Cuando estaba a punto de enloquecer, aullando como un licántropo, decidí contestar un mensaje agradeciéndole que me hubiera informado de que estaba viva, recordándole que excepto yo todo lo que le rodeaba en Camboya eran hienas o proyectos de ellas, y que volviéramos a dejar de comunicarnos: por mi salud mental. Le desee suerte y le pedí que respetara mi decisión. Porque en esa continua etapa de montaña, con interminables subidas y bajadas, yo ya no podía dar más pedales. Agonizaba. Y todo este nuevo jaleo tras una simple visita a mi restaurante: la primera.

 

 

Joaquín Campos, 14/07/14, Phnom Penh. 

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