Volvemos al mundo de los integrados y los apocalípticos de los que hablaba Umberto Eco. Mientras los primeros creen que la tecnología (y el mercado) resolverá por sí misma a medio y a largo plazo los problemas que creará inmediatamente, los segundos ven un mundo desastroso en el horizonte. Efectivamente, parte de la izquierda ha adoptado una postura casi tecnófoba y apocalíptica ante la última revolución tecnológica. Incluso se le atisba la nostalgia del mundo antiguo, ordenado, de la fábrica (o de la oficina, como en El Apartamento) llena de unos trabajadores con garantías laborales y sociales que eran más importantes que las máquinas.
La robotización, como ya no busca complementar al humano, dicen los más agoreros, sino sustituirlo, va a provocar hordas de parados y de excluidos, puesto que, en nuestras sociedades uno acumula derechos en tanto en cuanto es trabajador. Al tiempo que esa exclusión aumenta, seguirá acelerándose la concentración de la riqueza en manos de los dueños de los robots, que producirán más, sin descanso, y que reportarán plusvalías crecientes a medida que la inversión inicial en su desarrollo se haya amortizado (aunque hay que tener en cuenta advertencias sobre la previsión de que los rendimientos empresariales no crezcan con la robotización, sino que se reduzcan).
No sólo se augura una mayor desigualdad entre el factor trabajo y el capital, también una mayor distancia en las remuneraciones de los trabajadores. Porque otro efecto que se achaca a la robotización es que destruye puestos de trabajo de clase media y que requieren mediana cualificación, mientras se mantienen los de muy baja cualificación, productividad y remuneración y los empleos más cualificados, ligados precisamente al desarrollo de las nuevas tecnologías y excelentemente pagados.
Algunos de quienes hacen este diagnóstico, miran atrás, a los siglos XVIII y XIX, a la Primera y a la Segunda Revolución Industrial y plantean que igual que entonces se produjo un brutal shock social (entonces por exceso de trabajo escasamente remunerado), ahora no nos ahorraremos un periodo que puede dar la razón a quienes con más pesimismo analizan nuestro futuro más inmediato (por ejemplo, Ryan Avent, en La riqueza de los humanos -Ariel-). Hará falta pasarlo muy mal, hará falta un incremento brutal del paro, la pobreza y la desigualdad para que los poderes públicos vean la necesidad de actuar. La historia nos enseña que la política suele ser reactiva, pocas veces se anticipa a los problemas sociales o de cualquier otra índole.
Contra la tecnofobia y las visiones más temerosas de la innovación, Alex Williams y Nick Srnicek escribieron en 2013 el Manifiesto Aceleracionista, que ahora aparece más desarrollado, y con críticas a la izquierda contemporánea incluidas, en el libro Inventar el Futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo (Malpaso). Williams y Srnicek no parten en su manifiesto de un diagnóstico idílico de la realidad, al contrario: «Los apocalipsis que se avecinan dejan en ridículo las normas y las estructuras de organización política que se forjaron con el nacimiento de los estados-nación, el auge del capitalismo y un siglo XX marcado por guerras sin precedentes». Entre esos apocalipsis, destacan el colapso del sistema climático del planeta, el agotamiento de los recursos acuíferos y energéticos, las políticas de austeridad fiscal después de la crisis financiera global y, por último «la creciente automatización de los procesos productivos, incluido el ‘trabajo intelectual’, (que) pone de manifiesto la crisis secular del capitalismo y su pronta incapacidad a la hora de mantener los niveles de vida actuales, incluso para las clases medias del hemisferio norte, ya en proceso de desaparición».
Contra el inmovilismo que achacan a la política actual, que no se muestra capaz de generar nuevas ideas para transformar y adaptar nuestras sociedades a los nuevos retos («mientras la crisis se acelera y refuerza, la política se ralentiza y debilita»), los autores apuestan por el aceleracionismo. Ése que se presupone al capitalismo y su obsesión por no parar nunca de crecer, aunque haya fallado porque «en lugar de (en) un mundo cargado de futuro, de viajes espaciales y potencial tecnológico revolucionario, vivimos en una época donde lo único que avanza es una parafernalia de cosas ligeramente mejoradas para los consumidores. Un sinfín de repeticiones de los mismos productos básicos sostienen la demanda marginal de consumo a expensas de la aceleración humana». (Una aceleración humana que tan bien relata Marta Sanz en Clavícula).
Aceleración, no vuelta atrás al modelo fordista, ni siquiera una mínima nostalgia: «El desarrollo tecnológico tiene que acelerarse precisamente porque la tecnología es necesaria para ganar los conflictos sociales». Pero, tal y como plantean los autores, ya de manera más extendida en el libro, hay que entender la tecnología como algo político, como objeto de apropiación y dirección democrática. «La tecnología no es buena ni es mala ni tampoco es neutral», afirman. «La elección de qué tecnologías desarrollar y cómo diseñarlas es, en primera instancia, una cuestión política. La dirección del desarrollo tecnológico está determinada no sólo por consideraciones tecnicas y económicas sino también por intenciones políticas». Por eso, señalan, «hay quienes han demandado un mayor control democrático sobre el diseño y la implementación de las infraestructuras y tecnologías».
Así, si los Estados aplican deducciones a la inversión en I+D+i, por ejemplo, pueden intervenir no sólo en el índice de desarrollo tecnológico, sino también en su dirección. O «un Gobierno que piense hacia adelante podría apoyar proyectos orientados a una misión como la descarbonización de la economía, la completa automatización del trabajo, la ampliación de las energías renovables de bajo coste, la exploración de la biología sintética, el desarrollo de medicinas de bajo coste, el apoyo a la exploración espacial y la construcción de inteligencia artificial. El reto es desarrollar mecanismos institucionales que permitan el control popular sobre la dirección de la creación tecnológica».
La aportación de los aceleracionistas no se limita, por tanto, a plantear «curas» políticas al «shock» social que puede provocar la última revolución industrial robótica con mayor o menor ambición, desde rentas básicas universales a la mera recapacitación laboral de los trabajadores se queden en la cuneta, desplazados por los robots. También propone la intervención democrática en el propio proceso de innovación tecnológica, planificándola y dirigiéndola hacia el interés común, convirtiendo a la tecnología en proveedora de bienes sociales.
Supone, por tanto, volver a dar un papel protagónico al Estado en la planificación económica, pero sometido al control (y la dirección) democrático.
Los aceleracionistas, en lugar de ver al robot como un enemigo, lo ven como un aliado para conseguir la ansiada utopía ‘lafarguiana’: el derecho a la pereza, la liberación del trabajo, el post-laboralismo. O el pronóstico aún incumplido de Keynes para sus nietos, que son nuestros padres.
¿Que esto es todo muy utópico? Sí, y ése es el problema que el aceleracionismo ve en la izquierda: que ha abandonado las utopías y eso es lo que le frena para inventar el futuro.
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