Entre las muchas maneras de combatir la nada, una
de las mejores es sacar fotografías.
(Las babas del diablo / Julio Cortázar, 1959)
En 1965, Roman Polanski había realizado Repulsión con Catherine Deneuve en un Londres en blanco, negro y grises que bien podían recordar a los de aquel cine social británico, el denominado free cinema, tan lejano de las vanidades de Londres como lo estaban las ciudades del norte de Inglaterra, y que directores como Tony Richardson dejaron patente con películas extraordinarias como La soledad del corredor de fondo. Era aún el blanco y negro británico, de actores sobrios, excelentes, que decían todo lo que había que decir con un ligero cambio en la mirada, un hablar con gestos, un blanco y negro muy diferente a aquel de Godard, más hablado –pronunciado- y gesticulado. Era uno de los últimos “b&w”, el de la gran Qué noche la de aquel día de Richard Lester, o el de El sirviente de Joseph Losey, y por supuesto el de aquel, el del mejor Losey, Rey y patria, lamentablemente siempre sepultada por Senderos de gloria de Stanley Kubrick. De hecho, Help, también de Lester, ya sería rodada en color en 1965, al igual que Accidente de Losey en 1967, y al igual que Tony Richardson de nuevo, el de Tom Jones, pero sobre todo el de La carga de la brigada ligera con protagonistas que ya habíamos conocido en Blow Up, con Vanessa Redgrave y David Hemmings. Era el lento apagarse de una textura muy británica, aquella de los siempre recordados estudios Ealing. Pero había más: Carol Reed, David Lean, y un largo etcétera.
Estos comentarios vienen al caso porque el color –la luz- de Blow Up, en manos del gran director de fotografía Carlo di Palma, produjo un gran impacto. Era el color de una nueva generación, de un mundo que ya era en color, que rompía con la memoria monocroma de la Segunda Guerra Mundial. Era también la ruptura con el neorrealismo que tanto había influido en el free cinema, la ruptura con el propio Antonioni, director en blanco y negro, pero que ya avisaba dos años antes con los colores moribundos de Deserto Rosso. El color de Blow Up era un nuevo color, y en cuya obtención los fabricantes de película también tuvieron algo que ver. Digamos en todo caso que son unos determinados colores, los que produce un día nublado, un cielo cubierto europeo, blanco, londinense, tan alejado de los cielos del Antonioni que rodará en América. Quizás, en todo caso, lo que Carlo di Palma y Antonioni entendieron fue que si bien trataban con el color, Blow Up era ante todo, y sobre todo un asunto de luz. La luz de Blow Up es parte fundamental de la película.
Lo cierto es que Blow Up está situada en un Londres que ha estallado en otros colores. Una nueva libertad, nuevas ideas, nuevos ropajes y nuevas maneras, un resurgir de la cultura –y de la contracultura- británicas. También aparece un nuevo dinero en manos de un consumidor recién llegado que apenas supera la mayoría de edad. Todo es nuevo. Es el swinging London con Peter Blake que está diseñando la portada de Sgt. Peppers, The Who envueltos en la bandera inglesa fotografiados en máximo colorido por Art Kane, también Ray Davies, ese excelso dandy barriobajero de chaquetas imposibles paseando por Chelsea, Carnaby st. con faldas inexistentes, camisas transparentes, y Twiggy en las portadas antes de que la anorexia pareciese existir. Fiestas nuevas, “fumaderos” más privados que Melkweg, aquellos que van a surgir en el Amsterdam donde vive el squatter Roel van Duijn, y que van a convertir la plaza del Dam en otro centro del mundo. En Blow Up estará sobrevolando todo esta ética de los “nuevos jóvenes airados” obviamente aplaudidos por John Osborne, la actuación de los Yardbirds con Jimmy Page y Jeff Beck rompiendo su guitarra a la manera de Pete Townshend. Pero también hay fotógrafos en este nuevo Londres y que son tan famosos como los personajes que retratan. Fotógrafos de moda como David Bayley, Terence Donovan o John Cowan, entre otros. Será el estudio de éste último el que haga suyo David Hemmings, el utilizado por nuestro fotógrafo denominado Thomas para hacer sus fotografías, para ampliarlas, es el estudio elegido para el rodaje de Blow Up. Todo esto es en principio la coreografía que envuelve la película. Pero hay otros escenarios, porque Blow Up no es exactamente una película sobre aquel Londres efímero e irrepetible.
Blow Up es una interpretación, una reconstrucción, una adaptación en extremo libre de Las babas del diablo, ese magnífico relato de Julio Cortázar. Sin embargo, no estamos ante una película que pudiésemos clasificar como de trama o de historia, no es un libro adaptado como otras muchas películas lo son. Es difícil de transferir, tal es su radicalidad visual y narrativa. Antonioni ya comentó que para poder explicar Blow Up tendría que hacer otra película, o quizás, de nuevo la misma película, una réplica exacta, volver a calcar el gesto, la intención, la única manera de explicar algo que es inexplicable.
Blow Up contó con un plantel de jóvenes y excelentes actores y actrices británicos y que el tiempo confirmaría como extraordinarios: David Hemmings, Vanessa Redgrave, Peter Bowles, Sarah Miles… aquella chica que también veíamos en El sirviente. Expresado en pocas líneas, la película resume en algo más de cien minutos un día completo en la vida de Thomas, un fotógrafo de moda y de éxito que se pasea por Londres con un Rolls descapotable desde el que habla por radio con su estudio, y en el que fotografía a las más famosas modelos, entre ellas un icono de la década, Veruschka von Lehndorff. En un momento dado, y de manera casual, Thomas entrará en un parque para hacer algunas fotografías que quizás le puedan servir para un libro-reportaje que está terminando. A lo lejos hay una pareja de amantes correteando y abrazándose, a los que, de una manera furtiva, comenzará a fotografiar. La joven, Vanessa Redgrave en su primer gran papel, se dará cuenta de ello, correrá hacia él y le exigirá la película. Thomas se negará, y llegaran a forcejear por la película que está en la cámara. Repentinamente, la joven saldrá corriendo hacia el lugar donde había estado con su amante. Thomas volverá a su estudio y revelará y ampliará las fotografías con una curiosidad cercana a la atracción, descubriendo que “quizás ha fotografiado un asesinato”. Volverá por la noche al parque y podrá constatar el cadáver del amante sobre la hierba. El resto es parte de la historia, un thriller que no llegará a serlo, pues cualquier amago de resolución quedará completamente frustrado. No estamos ante una película de Hitchcock, ni tampoco de Brian de Palma, si bien éste hiciese posteriormente su particular homenaje, Blow Out, nada desdeñable. Tampoco de Francis Ford Coppola, a pesar de ese extraordinario guiño llamado La conversación. En España se mantuvo el titulo Blow Up, pero se añadió la coletilla Deseo de una mañana de verano, subtítulo que no parece muy afortunado.
Blow Up se encuentra en la lista de películas que ciertamente me impresionaron cuando las vi. Fue en 1968, y contó con la anécdota añadida de que al terminar la proyección alguien dijo por un altavoz que los soviéticos acababan de invadir Praga. Yo era un adolescente enganchado al cine, con una educación no muy apropiada para digerir cualquier cosa que ocurriese en el extranjero. En un principio, atribuí mi extrañeza, digamos perplejidad, a Jane Birkin y a Gillian Hills, las dos chicas cuya irrupción en la película será recordada por toda una generación, en menor medida a Veruschka, y en mucha mayor medida a Vanessa Redgrave. Pero en realidad no era solamente ésta la causa de mi desconcierto. Mi inquietud podía deberse también a que esta película, a diferencia de las demás que yo había visto, mostraba un mundo que yo no reconocía, que no se parecía en nada a la burbuja en la que transcurría mi realidad, un mundo del que nadie me había hablado anteriormente, nadie me había dicho que esas personas y esos ambientes sí existían. Era un mundo de adultos. Me sacudió aquella apariencia de libertad. Finalmente, y pasado el tiempo, creo que en realidad lo que también ocurría era que nadie me había mostrado el mundo de esa manera, ninguna película me había narrado el mundo en esos términos. Qué diferente a las películas de Alfred Hitchcock. La clave parecía encontrarse en que ese mundo estaba fragmentado y no existía fuera de la cámara, Blow Up era un mundo tan sólo visible a través de un objetivo, no importaba lo que pasaba sino cómo se veía lo que pasaba. Era algo sólo posible a través de una lente, en otro nivel de realidad, pero más o menos como esa vista/visión del mundo que sólo se puede obtener si vamos en avión; el mundo visto desde otro ángulo, expresión ciertamente fotográfica.
Blow Up es de hecho portadora de una extraña violencia, de igual manera que lo sería La naranja mecánica pocos años después, y que también vi antes de tiempo. Eran películas que se parecían, y que aún se parecen, muy afines en mi opinión, incluso el hecho de que Gillian Hills apareciese en ambas, me parecía algo más que una anécdota. Películas de una violencia intangible, soterrada, entre bastidores, visual, gestual, la violencia del lenguaje, de las narraciones, de las imágenes, la violencia de las máscaras blancas, de los rostros del teatro japonés, y que Roland Barthes tan bien analizó. La violencia de un nuevo cine británico… en color, como La carga de la brigada ligera de Richardson. ¿Estaríamos en ambas recreaciones ante un Londres apocalíptico de payasos vestidos de blanco y de mimos con la cara pintada de blanco, como el teatro japonés, como Joker, como Alex, de risa helada, paseando por escenarios post-industriales? ¿No es violento ese deambular de Thomas con su coche por un cierto Notting Hill de cielo siempre plomizo y que por una décima de segundo nos sitúa en el color sin luz de Deserto Rosso? ¿No hay un ligero parentesco con las visiones fantasmagóricas de Roger Waters y su muro? Se trata de un mirar sin concesiones, la mirada sin empatía, aséptica, sin comprensión, la mirada fría y calculada –en prosa- del lenguaje, ¿el teatro de la crueldad que hubiese firmado Antonin Artaud, o el cine de la crueldad sobre el que hablaba André Bazin? Probablemente, ni uno ni otro, pero nos sirve para entendernos.
Es posible que Blow Up pueda haber quedado descatalogada para un cierto público joven que ha aprendido nuevas cosas, que habla nuevos idiomas, y que puede sentir que está ante un producto excesivo, pretencioso, ante unos tics ya agotados y agotadores, un Londres de iconografías obvias y anacrónicas, un cierto chirriar de materiales ya oxidados. Es posible que Antonioni hubiera sido admirado, en blanco y negro, por una cierta intelectualidad que se arrogaba el monopolio de la estética… y sobre todo de la ética.
Unos sixties continentales en una Sorbona quizás demasiado seria y que pronto moriría de éxito entre barricadas, muy distinta a la cultura de aquellos isleños de King’s Road que apenas sabían de Sartre, como en aquella viñeta magistral en la que Charlie Brown, profundo y solemne donde los hubiere, pronunciaría aquel: “Hamlet dijo: Ser o no ser”, a lo cual Snoopy respondería: “Sinatra dijo: dubi–dubi–du”. A pesar de ello, de todo ello, es probable que Blow Up sea lo más parecido a una obra maestra.
Con Blow Up quizás estemos ante uno de los grandes textos que se hayan mostrado sobre fotografía y cine, una más que lúcida reflexión sobre la manera en la que se puede ver el mundo a través de una cámara. Es mucho más sencillo opinar sobre las imágenes tomando café con un ordenador encendido que desde la soledad de un artilugio interpuesto entre nuestro ojo y el mundo. Blow Up fue construida por Antonioni para hablar de cine, para pronunciarse sobre el lenguaje, para intentar mostrar a qué se parecen –en qué se convierten- los lugares según sean mirados, re-nombrados. Espacios construidos por la mirada, el abismo, el enorme choque entre las imágenes de la realidad y la realidad misma; aquí sí retomaríamos a Artaud.
Es el placer del cine, de la fotografía, del texto… de la gran escritura, la capacidad para crear imágenes brutales a partir de realidades cómodas, simples, banales. Blow Up puede ser eso, la potencia de un texto extraordinario y revolucionario sobre la mirada. Es en ello en lo que vamos a centrarnos, nos situaremos en dos momentos decisivos de la obra Blow Up:
1- Thomas va al parque a hacer unas fotografías.
2- Thomas amplía en su estudio las fotografías que ha obtenido.
En el parque
El parque es Maryon Park, se encuentra en Londres, no muy lejos del Támesis, y se llega a él por Woolwich Road. A este lugar volvería David Hemmings treinta años después del rodaje, y comprobaría que las cosas continuaban bastante parecidas a como él las había dejado. El actor explicaba que algunos árboles, arbustos y trozos de césped habían sido pintados para acentuar el color, se había añadido alguna iluminación artificial a la natural, y el sonido del viento había sido amplificado en estudio. También parece ser que entre los cientos de cinéfilos incondicionales que han visitado Maryon Park a modo de peregrinaje, los ha habido de todo tipo, incluido un personaje que aparecía, desaparecía y reaparecía con cierta periodicidad, filmándose vestido como Thomas y haciendo fotografías a la manera de Thomas. En todo caso, Maryon Park es un agradable parque donde aún se juega al tenis (con raquetas y bolas de verdad), se hace footing, y las madres y los padres pasean con sus hijos. Poco parece recordar a Maryon Park, ese otro parque que aporta su suelo a nuestra historia. La palabra es premeditada: “el otro”… o quizás “el doble”. De igual manera que los actores ceden sus cuerpos y sus almas para convertirse en otros, los lugares ceden su presencia para convertirse en decorados, en escenarios. Cuanto mejor es un director, mejor “actúan” los actores y los lugares.
Antonioni otorgará mucho más espacio de pantalla al suelo que al cielo. Es parte de Blow Up, es una cámara que tiende a mirar desde arriba, como colocada en un árbol, como agazapada, como escondida en un arbusto, como clavada en lo alto de un poste… todo ello con la finalidad de vigilar el parque. Ese suelo, resbaladizo como si tuviese una fina capa de hielo, es parte esencial de nuestra narración. Blow Up es, desde el momento en el que Thomas entra en el parque, un lugar mirado desde otro sitio. Porque el parque de Antonioni en el que entrará el fotógrafo es un espacio sin nombre, es tan sólo un decorado vacío donde van a ocurrir los hechos, el teatro donde va a tener lugar la representación, eso que a continuación vamos a ver. Es un prólogo, como el del coro de Romeo y Julieta que anuncia dónde vamos a ser trasladados: En la bella Verona, donde situamos nuestra escena… No hace falta ver nada más, el espacio ya está nombrado, ya está colocado en su sitio. ¿A qué Verona se refiere alguien que trabaja en suelos imaginarios? ¿Cómo mostrar, sin embargo, nuestro lugar? Porque no nos olvidemos de que éste no es un lugar cualquiera, quizás estemos donde se cometió o se cometerá un crimen, como en los espacios de Atget. Antonioni aparece como uno de los grandes lectores de la escritura de Eugéne Atget, aquel fotógrafo al que también le gustaba fotografiar en los parques, y que si no inventó la fotografia, ciertamente la reinventó.
En principio, veremos no tanto un lugar en estado natural, sino un lugar mirado, digamos agredido por la mirada. Le robaremos el nombre, su historia, su cielo… le despojaremos hasta de su situación en el mundo. Fuera de él no existe nada, no hay nada, no hay donde recurrir, es la nada. Es una trasgresión, es la violencia que generan los espacios manipulados por la mirada. La violencia de aquello que vemos y no hay manera de nombrarlo. Nunca hubiéramos pensado que se pudiese contemplar un paisaje con ojos de voyeur. Es lo que hará Antonioni, es parte de la violencia de Blow Up, es el extrañamiento de los viejos edificios fotografiados, de los que uno puede decir “ya no existen porque fueron derruidos”, o “ya no existen porque lo hemos destruido con la mirada”, como si nuestros ojos lanzasen rayos láser que volatilizasen el mundo, como las viejas películas y las viejas fotografías, presencias fantasmagóricas, repletas de ilusiones ópticas, de memorias que se desesperan por trasladarnos a lo que ya hace mucho que dejó de existir. Si la cámara de Antonioni es la de un mirón es porque estamos en un lugar donde algo puede ocurrir.
Es un parque plagado de ausencias, en él nada es familiar, un jardín secreto. Qué lejos queda el paraíso. Ahí no hay nadie, nunca hubo nadie, y nunca va a haber nadie. Es un parque suspendido, atemporal, es un viejo decorado en ruinas. Siempre fue así y siempre será como lo vemos, carece de vida, no se transformará a no ser que lo resucitemos con nuevas palabras. Thomas se ha adentrado en él… y no podrá escapar de él. El hecho cierto es que no será el mismo tras este viaje a otra parte: es también un viaje iniciático. Su vuelta al parque, de noche, tras el revelado (“la revelación”: el revelado) en su estudio, enfrentándose al cadáver del amante, se verá obligado a mirar al mundo sin cámara, algo que Thomas no sabe muy bien cómo se hace. Demasiada realidad para alguien que siempre ha interpuesto una barrera insalvable entre su ojo y las cosas. La distancia de la cámara, la lejanía del ojo que ve pero que no toca. Cada vez se aleja más, se extraña más, este Marion Park. Es Antonioni, su cámara, un ojo sin dueño, tan indiferente que no puede acercarse a esa distancia en la que las cosas “son como son”. Sabemos que el medio fotográfico está capacitado para obtener fotografías que nos mostrarán tanto espacios ya escritos como espacios aún por escribir: el mundo posee espacios de todo tipo. La mayor parte de la historia de la fotografía ha hecho más caso a los espacios ya escritos, pero sabemos que la fotografía adora los que aún están por escribir, por ver, por decir. Lo no visto, lo no dicho, siempre Wittgenstein. Es una imagen del mundo más reciente, es una fotografía que fotografía desde la memoria, desde la ausencia, desde la distancia, trata de comprender, es la que busca re-escribir los espacios, es aquella búsqueda duchampaniana que busca desesperadamente nuevas palabras, nuevos pensamientos para viejas imágenes.
Parece ser que son cuarenta y tres los planos que plasman la estancia de Thomas en el parque. Es una escena que bien podría formar parte de ese Olimpo en el que se encuentran Cary Grant en la cuneta de una carretera, los primeros minutos de Sed de mal, las siempre nombradas escalinatas de Odessa, `La última cena’ de Viridiana y otros miles de momentos para la historia de la mirada.
Thomas entra en el parque. Allí le espera la cámara, una cámara fija como la que hace posibles los cuentos de hadas, como si el bosque le llamara, le reclamara, le invitase a entrar, amablemente. Una atracción irresistible, como quien escucha aquellos cantos de sirena del Rin, la tentación de entrar y, entre todo ello, la pequeña duda, una inquietante premonición: “¿Dónde estoy, hacia dónde me dirijo?”. Thomas es succionado por la cámara de Antonioni que le espera desde el interior del parque. Otra víctima, se dirá ese monstruo que sólo puede cazar hipnotizando porque no puede moverse. Es el ojo pasivo sobre el trípode que no puede actuar, que sólo puede esperar a que el mundo y sus cosas pasen por delante. Es el comienzo de una aventura fantástica. Es la cámara, el ojo –el ojo es la cámara según Hans Richter- que siempre pareció estar allí, es una nueva manera de mirar las cosas, la vídeocámara, fija como esa que vigila el tráfico en la autopista y a la gente en Oxford st. Pero nuestra webcam no es tan sólo de utilidad pública, es más compleja, su finalidad es estética.
Thomas se cruza con una empleada del parque que está recogiendo hojas y, sin ninguna idea concreta, comienza a correr tras algunas palomas para fotografiarlas. Es uno de los pocos momentos en los que la cámara de Antonioni también se moverá, también será una cámara en mano. Recordará a un cine de escritura más predecible, pero será un espejismo, la escena se resolverá apuntando hacia el cielo, un cielo blanco, sin volumen, sin esa materialidad que hizo posible el gran paisaje holandés, sin nada, de poesía incierta. Una extraña energía eléctrica en el ambiente como si amenazara tormenta. Se escucha un viento desapacible. Thomas continúa su pequeño periplo por el parque y descubre a lo lejos a la pareja. Se esconde como un cazador furtivo entre árboles y matorrales y les fotografía obsesivamente. Cuando ya está dispuesto a marcharse con sus fotografías, la joven (llamada Jane) le alcanza y le reprocha que haya estado fotografiándoles.
Es una actitud ya conocida de hacer fotografías, es la fotografía de reportaje de toda una gran parte del siglo XX. Imágenes furtivas, el fotógrafo agazapado a la espera de saltar, instantáneas sofisticadas. Hablamos para entendernos del famoso “instante decisivo” que Henri Cartier-Bresson convirtió en dogma de fe. Imágenes cogidas al vuelo gracias a la revolución técnica y visual que supuso la instantaneidad en la toma fotográfica. Es un oficio “a escondidas”, es fotografiar con una Nikon F que se mueve como una ardilla. Pero también sus formas son clásicas, es una fotografía narrativa, con un antes y un después que busca contar y mostrar un mundo reconocible, lógico, comprensible, como las mejores películas de Hitchcock. Es por ello por lo que Thomas aparece como un fotógrafo menos innovador en sus fotografías que en sus actitudes. Fotografías humanas, a un nivel de realidad tocable, cercana. Es un “ver” ya conocido, es la mirada de quien tan sólo mira a través de una cámara, la visión del turista inocente se encontraría en el mismo plano lingüístico. Es un fotograma bien elegido de un buen clásico del cine. Es un buen fotógrafo porque entendemos sus fotografías, vemos un mundo que entendemos. Es una fotografía radicalmente diferente a la que propone Antonioni, una fotografía-texto, una fotografía que rompe el mundo en añicos.
Las maneras de Thomas sí tienen algo de contracultural, de beat generation, de nihilismo militante. Ve el mundo tan sólo a través de su cámara, es básicamente su manera de relacionarse con él. En realidad él no ha querido molestar a la pareja, en primer lugar porque le son indiferentes; simplemente ha querido obtener sus fotografías. Tampoco es exactamente voyeurismo, no hay ese gesto, esa intención, esa distancia, ese interés, es una fotografía muy nítida la de Thomas, tan sólo una manera de entender la fotografía, las conocidas “fotografías robadas” que podemos ver en todo tipo de libros y revistas, casi siempre una fotografía callejera. Thomas es un flaneur baudelairiano con una cámara colgada del hombro.
Lo que no sabe Thomas es que no es el único que mira furtivamente, no es el único voyeur, el único mirón, el único que se esconde y acecha, no sabe que quizás es el cazador cazado. Desde que ha entrado en el parque es observado en todo momento, es constantemente visto por diferentes videocámaras. Es como quien entra en un edificio de oficinas –de noche, quizás- y va introduciéndose en el campo de visión de todas esas cámaras inertes que enfocan espacios muertos a la espera de algo por ocurrir. Son esas cámaras fijas sin alma y que todo lo ven. Ni tan siquiera es buscado, nadie le sigue, simplemente él, inocente, inconsciente, inadvertido, cae en la trampa. Es mirado obsesivamente desde un ojo cósmico, lejano, que puede dar miedo, del que no conocemos sus intenciones. Todo es mirado así, desde este ojo que todo lo extraña, todos son mirados así, Thomas, los amantes, el parque… el mundo. Este es el extrañamiento de Blow Up, esto es lo que desconcierta en Blow Up, el desconcierto de una mirada sin intención, el silencio que produce el ruido del viento en las ramas de los árboles, el vacío de un cielo sin brillo, sin vida. Antonioni sabe que el silencio es un extraño en la naturaleza. Es el silencio de las buenas imágenes. Ello también implica un tiempo, un tempo de mirada imposible de mantener si no hay una cámara por medio. Definitivamente es Antonioni quien nos obliga a contemplar el espectáculo a través de esta mirada. Una visión amenazadora, inquietante, anónima, indiferenciada, amoral, que no se pronuncia, que no opina, y contra la que toda la historia de la fotografía ha estado combatiendo. Es ello –lo neutro- quien sobrevuela el parque, el auténtico furtivo, es la cámara de Antonioni, en ningún caso la de Thomas. Esta nueva cámara es -podría ser- el texto de Blow Up. Lo que puede caracterizar la escritura de Blow Up es el nivel de mirada con la que actúa. Se revela como un visionario. Blow Up le consagraría como uno de uno de los grandes innovadores de la imagen, una extraordinaria referencia para la fotografía contemporánea. En pocos casos una obra cinematográfica ha participado tanto de las inquietudes de la obra fotográfica.
En el estudio
Thomas ha vuelto a su estudio, ha revelado la película y está mirando los contactos. Hay una pregunta en el aire, obvia, ya que qué puede haber en estas fotografías como para que la joven (innecesariamente nombrada como Jane) esté dispuesta a casi todo a cambio de la promesa de la película. Finalmente lo que habrá en ellas será un hombre tumbado en el suelo y algo parecido a una pistola empuñada que se intuye entre unos arbustos. De los contactos a las ampliaciones, y que una tras otra Thomas irá clavando en la pared para observarlas, contrastarlas, investigarlas. Comienza un viaje al interior de las imágenes, es lo que llamaríamos “el descubrimiento”. También comienza un viaje interior, es el epicentro del viaje iniciático que comenzó en el parque. La escena es una obra maestra.
Es un proceso bien conocido por quienes hacen fotografías. Quienes fotografían cámara en mano, normalmente no tienen tiempo para controlar hasta el último detalle lo que se encuentra en su visor. Esa es la razón por la que tratan de obtener muchas fotografías “de lo mismo”, como Thomas en el parque, con la esperanza de que al menos una de ellas cumpla las expectativas previstas. Es en la observación de los contactos donde este descubrimiento suele tener lugar. Normalmente siempre hay alguna sorpresa tanto para la satisfacción como para la decepción. Los contactos nos pueden mostrar lo que no vimos, pero también dicen lo que vimos en otro tiempo, en otro lugar, en otra distancia. Es un tiempo recuperado, una nueva lectura, más calmada, más reposada. Es importante saber leer los contactos, es una nueva toma fotográfica, es algo consustancial al hecho de ser fotógrafo, y no siempre una tarea sencilla.
Thomas ya no busca su gran fotografía sino averiguar qué ocurre –que ocurrió- en esas imágenes. Es James Stewart en La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock, rodada doce años antes, una adaptación de la historia corta It Had to Be Murder, de William Irish. Las fotografías pueden mirarse de la misma manera que se mira el mundo. Es una investigación, se trata de analizar, de ir atando cabos, una labor detectivesca, se trata, una vez más, de comprender. Thomas mira sus ampliaciones de la misma manera que James Stewart mira las ventanas del edificio que tiene enfrente de su apartamento situado en Manhattan, 125 W. 9th Street, una dirección inexistente. Tratan de resolver un misterio. Jeff /James Stewart es un fotógrafo que ahora está en convalecencia obligada. Jeff resolverá el enigma, no así Thomas pues Thomas no es Jeff, de la misma manera que Jane, la chica sin nombre, Vanessa Redgrave, no es Lisa Carol Freemont / Grace Kelly. De la misma manera que los intereses de Antonioni no son los de Hitchcock.
A fin de cuentas, el proceso que Thomas sigue en su estudio, ese rastreo sobre cada milímetro cuadrado de imagen, es la búsqueda que se sigue en el visor de una cámara clavada en un soporte. El fotógrafo selecciona el habitáculo para su futura imagen, y lo previsto sería intentar el control absoluto sobre lo que pueda ocurrir en ese espacio que ha construido, ha fabricado con su cámara. Lo que le ha ocurrido a Thomas en el parque es que ha dejado casi todo al azar, ha dejado toda la responsabilidad de la imagen en manos de esa parte de scanner con mil automatismos que de hecho es una cámara fotográfica, y apenas se ha preocupado por mirar.
Las copias fotográficas recorridas por la cámara de cine, prácticamente en paralelo con los ojos de Thomas, componen una escena antológica. Aquel parque y estos paisajes hechos jirones nos colocan ante un extraordinario fotógrafo. Son estas fotografías obsesivas, superpuestas, reinterpretadas, re-fotografiadas, re-visitadas, potentes, de cuerpos extrañados, de rostros alienados, de espacios alejados, en las que Vanessa Redgrave está y no está con su amante, de confusión, de desorden, de incertidumbre. Son estas fotografías las que deberían haber sido rescatadas y colgadas en una de las paredes de la Tate Modern: imágenes imprescindibles, y como tal deberían haber sido tratadas. Queda la esperanza de que algún día aparezcan en Christie’s.
Thomas coge su cámara de gran formato y fotografía una de las fotografías ya ampliadas. Quiere llegar más lejos, quiere averiguar la verdad, la realidad, es la tesis de Stanley Kubrick de que “no fotografiamos la realidad, sino las fotografías de la realidad”. Una nueva manera de entender el retrato, la figura en el espacio, -de hecho Jane llegará a adelantar un paso de danza, anticipándose a Isadora Duncan, el propio espacio, en la distancia exacta, esa longitud de onda imposible de explicar, la mirada de Jane /Vanessa Redgrave que no sabemos qué mira, mirada hacia ninguna parte, pero que atraviesa el parque, que pulveriza lo que está en su órbita. Una cierta angustia, sin lugar a dudas, una imagen de una potencia abrumadora. Fotografías muy diferentes a las de Thomas, fotógrafo inocente, impaciente, de visión nerviosa, habilidoso.
Las fotografías de Antonioni podrían estar hechas desde la memoria, imágenes que ya existían en su cabeza. Imágenes de trípode que acotan el espacio, un espacio fijo, inmóvil, por él podría pasar la historia del mundo, sería tan sólo cuestión de paciencia. Es el espacio fuera del tiempo en el que existe, transcurre, el más fotográfico que existe. Es la cámara de cine que rivaliza con la cámara fotográfica, son las nuevas cámaras de fotografiar que obtienen vídeo HD. Se atreve a mirar indefinidamente, hasta que se llene el disco duro, hasta que no quede nadie por mirar en el monitor. El proceso es apasionante, éste de la cámara fija, de observación, ajena a lo que ve, que fragmenta el tiempo de lo real, y convierte el espacio en un decorado sin duración. Es una de esas miradas que casi medio siglo después permanece activa. Blow Up es un cuento muy bien contado, con palabras nuevas, elegantes, para un público exigente, adulto. Como en todo buen cuento, al menos de aquellos, de los de infancia, hay violencia –insistamos en ello- y la de de Blow Up no es muy diferente de aquella que desvelaba al niño sintiendo que llegaba el hombre de arena. Espectadores en la lejanía, en un espacio inactivo, imágenes siempre de trípode, tomadas con la mente en otro lugar quizás, de hace tiempo, desde la memoria, Y como en los lugares a renombrar, “¿pude haber estado aquí anteriormente?”. Porque Maryon Park es definitivamente un espacio a ocurrir desde la misma webcam nocturna que vigila una de las salas del Museo del Prado.
Unas imágenes que se apoyan entre ellas, que nos conducen de una a otra, que van construyendo una narración, un diálogo parpadeante, una historia sin sintaxis, un texto para lectores que no necesitan explicaciones, unas imágenes para lectores que saben ver. Palabras recicladas en imágenes, entrecortadas, fragmentadas, sumergidas en mil interpretaciones. Son fotografías, éstas de Blow Up, que muchos fotógrafos contemporáneos hubiesen deseado firmar. Son fotografías falsas –usurpadas- las que cuelgan de las paredes del estudio y que se reproducen como células cancerosas. No las ha tomado Thomas sino que son testimonios del lugar exacto en el que el cine de Antonioni colocó el trípode, son lo que filmó, el documento, el acta notarial de una mirada, la que nos obligó a seguir. El descubrimiento ya estaba hecho, mucho antes del supuesto asesinato, antes de entrar en el parque, antes de ver a la chica. Ya se conocía ese proceso inverso por el que sabes de antemano todo lo que va a haber en el alma de esas imágenes balbuceantes, y la realidad que surja tras ello no es más que acto de reconocimiento, de creación.
Aterrorizado por lo que está descubriendo, Thomas volverá al parque -ya es de noche- y efectivamente comprobará que allí, donde la fotografía ya lo había visto, hay un cadáver. Es ahora cuando él lo ve, lo descubre, es cuando el mundo es real y el choque que experimenta contra la realidad es tan brutal que necesita tocar el cuerpo yacente para asegurarse de que sí es real, que es cierto, que ya no son las ficciones que permiten las cámaras y las palabras. Lo toca como lo haría un ciego, porque Thomas es un disminuido que no sabe relacionarse con el mundo si no es mirando a través de una buena lente, la lupa que le permite ver, sin ella apenas ve. Es como quien está perdido porque se le han caído las gafas y se han roto, los cristales están hechos añicos, la imagen que devuelven los espejos rotos. En realidad es el viejo problema de la confusión que sufren quienes miran fotografías y creen estar viendo el mundo.
Finalmente, Blow Up es una muy buena historia que pudiera estar contada desde un supuesto narrador muy lúcido, pero que como nuestro protagonista apenas ha dormido, le duele la cabeza, está cansado, ha sido una jornada muy dura, hay una cierta resaca, lleva todo el día con ojeras, ese valor expresivo propiamente occidental: fatiga, morbidez, erotismo (de nuevo Roland Barthes). El día ha sido gris, tampoco se sabe muy bien qué es lo que ha pasado, ha sido unas horas extrañas, hay unos mimos que están locos, tienen la cara pintada de blanco y juegan al tenis sin raqueta y sin pelota… Thomas se va, el día siguiente también será gris. El parque es un habitáculo, y tampoco habría ninguna razón para que el fotógrafo no se quedase a vivir en él. Tan sólo necesitaría unos cartones para protegerse, porque ese cielo amenazante parece anunciar lluvia, incluso tormenta. Pero Thomas se va… a ninguna parte.
Hay una impresión de Paul Bowles, descrita mucho antes de que Blow Up fuese rodado, ni tan siquiera pensado, que sirve como el mejor colofón: “Hoy fue como una vieja y desgastada película, falta de luz, inconexa, parpadeante, llena de cortes, con un argumento que no acertaba a comprender. Resultaba difícil prestarle atención”.