Ya estos fierros van andando
Tren al sur, Los Prisioneros
Cuando entré por primera vez a Buenos Aires yo tenía 15 años y lo hice en tren. Mi padre compró pasajes para cinco en Mendoza ( a sobreprecio, estafado por un funcionario vestido de hombre honesto que le revendió a un precio mucho más caro que el que anunciaba la tableta oficial sobre la ventanilla, aquéllos que eran aparentemente los últimos cinco pasajes, cuando el tren estaba casi vacío). Mucho después, volví solo y viví la ciudad en subterráneo. Era un sistema tan viejo y mal mantenido que en alguna ocasión me quedé sin luz en uno de los túneles cerca de Retiro. Ese tren era una exensión de la ansiedad. Mis viajes a cercanías fueron casi tan desagradables. Los vagones eran viejos, las estaciones descuidadas, despintadas, siempre generaban una cierta angustia, la parálisis de la incertidumbre, el pequeño pánico de estar en territorio desconocido, a merced de los ladrones y de los vivos. Fui a Ituzaingó, donde me esperaba una amiga pintora y morena, de bellísimas piernas, que había conocido en Río de Janeiro. Viajé entre Ituzaingó y Buenos Aires y entre estaciones intermedias porque ella era maestra de escuela y me pidió compañía en sus viajes laborales.
Es verdad que hay un cierto encanto en la decadencia. De eso habla Pamuk cuando conversa sobre el hüzün de Constantinopla. Los imperios se han construído y se han derrumbado uno detrás de otro y algunas veces lo único que nos dejan es el recuerdo. Hay belleza en el metro de París, en sus angostos túneles; y en el de Londres, con sus altísimas escaleras mecánicas. Pero ambos son funcionales, cumplen con cierta decencia la misión de trasladar a los usuarios. Permiten las divisiones de horarios y los cronogramas.
De la ciudad de Santa Cruz de la Sierra en Bolivia, la única donde había visto tantos anuncios callejeros de Inca Kola como en Lima, lo único que recuerdo son los gritos apasionados de una pareja en el cuarto contiguo de un hotel barato donde pasé una noche, unos tallarines con una deliciosa salsa amarilla picante y una presa de pollo; y la salida del tren. Era un terminal moderno, y el funcionario uniformado me ofreció, por sólo unos Bolivianos más, la posibilidad de viajar en un «tren bala» que me dejaría a poca distancia de la frontera pantanosa con el Brasil. El tren bala resultó ser un engaño, pues marchaba con la lentitud del verano en ese Pantanal que yo había visto antes sólo en las novelas brasileras (una que se anunciaba en las pantallas del Canal 9 con un cuerpo caliente y casi desnudo saliendo desde el agua, con los ojos bizqueantes de líbido de Cristiana Oliveira); pero fue uno de los viajes más hermosos, cruzando la selva a paso de tortuga, sentado en la puerta de uno de los vagones, conversando junto a una peruana que encontré al abordar y que se convertiría en una de mis mejores amigas, la escritora y directora de cine Rossana Díaz.
Unos años después, al enfilar hacia la Antártida, a la que no llegué, tomamos desde Santiago de Chile el «tren al sur», monstruo de fierro que la banda Los Prisioneros habían convertido en el mítico aparato de los sueños para viajar por el continente, en la música de fondo obligada del viaje sudamericano, mucho antes de que Walter Salles redondeara la idea y pusiera al Ché en moto en Diarios de motocicleta. En ese tren decadente pero funcional, vi la luna más grande sobre el paisaje del sur chileno, desperté para gozar con la vista de ríos y caídas de agua mientras el tren zumbaba sobre puentes de hierro que parecían diseñados para sobrevivir a la loca geografía del sur de América. Antes de desembarcar en Temuco, en una noche accidentada, pude presenciar dentro del vagón una guerra entre pandilleros que se disputaba con correas de gruesa hebilla. Uno y otro saltaban sobre los asientos vacíos mientras los pasajeros nos arrimábamos para ver mejor el espectáculo, mientras que algún aguafiestas gritaba «¡Calma!» e iba a denunciarlos con el maquinista.
Ahora el tren de Nueva York va por el borde del río Hudson, que alguna vez se llamó San Antonio. Frente a la ventana se asoman las colinas de los Palisades, cubiertas por la neblina. En el asiento me dejan un boletín donde proclaman que el sistema de trenes que me lleva al trabajo ha recibido un premio mundial por su funcionalidad. Afirman que la puntualidad en sus trenes durante el 2011 fue alrededor del 97%. También que se ha renovado una estación en los rieles cerca del Hudson, añadiéndole 1000 estacionamientos, servicios de cafetería y de atención al público. Un conductor se acerca para pedirme que le enseñe el boleto mensual que cargo en la billetera, me saluda porque ya me conoce, incluso antes de abrir la billetera. Me desea buenos días.
Llegando a la ciudad el camino de rieles dobla hacia la izquierda, por debajo del puente Hudson y se acomoda por el borde del río Harlem, que divide a Manhattan del Bronx. Dos embarcaciones llenas de remeros pasan por debajo del puente a toda velocidad. Un entrenador los arenga desde un bote. Siempre están en aquella parte del río, preparándose para alguna olimpiada o alguna regata. Me alisto para bajar. Creo saber a qué hora voy a llegar y a qué hora regresaré. Un tren es un estilo, una forma de empezar el día y de mirar la vida. Sé que me gusta viajar en tren, bajar del tren, acomodarme a leer pegado a la ventanilla, sentir que el mundo avanza sin contaminar, eléctrico, parte de un todo, viendo la vida como un pasajero.