Acid

Un diminuto pantaloncito corto vaquero y una camiseta de niña, azul brillante, coronada con un lazo entre las inexistentes tetas. Tiene un rostro antiguo enmarcado entre unos bucles morenos. Me lo imagino mamando pollas en una fiesta orgiástica en Babilonia aunque él se conforme con poder disfrutar de su vida en el pequeño cuadrilátero, húmedo y oscuro, en el que nos movemos.

 

No pensaba salir de casa pero la promesa de contemplar en acción a desaforados gays paquistaníes y del Golfo Pérsico ha podido más que el cansancio. Las mujeres pagan 10 dólares menos que los hombres por entrar, la barra libre es igual para todos. El whisky sabe como el ron, el ron sabe como el vodka, y el vodka podrían utilizarlo como anestesia en cualquier operación. A mitad de la primera copa he subido directamente a la estratosfera; busco curiosa a algún nativo de Karachi o Islamabad, dispuesta a arrastrarlo de los pelos al exterior para pedirle una descripción exhaustiva de un coito anal entre cabreros en un callejón de Peshawar, pero me temo que mi anfitrión ha exagerado los titulares. Los maricones, y con una mariconería muy mal llevada, son los libaneses. Su cara y su verga dice sí, pero constriñen el culito, ponen morritos y al final resulta no. Me entran ganas de mediar, micro en mano, entre tanto calientapollas reprimido. A ver señores, esto es una discoteca gay, usted parece gay, se comporta como un gay, y va vestido, no como un gay, sino como una locuela que desea que la desplumen en un urinario público. ¿Por qué nadie actúa, pues, en consecuencia?

 

Ciertos detalles se me escapan. Ignoro en qué tipo de vehículo blindado habrán llegado hasta allí los travestidos para que no los apedreen por la calle. Hay lesbianas, hay tías disfrazadas de lesbianas y hay tíos que me miran lascivamente mientras observo unas inmensas peras envueltas en una red.  La gente quiere confundir o se confunde. La de la red, por mucho rollo bollo del que haga gala, exhibe un escote irritado de tantas cubanas que le han hecho…

 

Un chaval con cara de gañán interrumpe mis pensamientos. Una vaca le ha lamido la cabellera peinada hacia abajo antes de presentarse en la discoteca. “Soy Nabil y soy de Siria”. Luce lustroso con su camisita de cuadros una talla más pequeña. “Trabajo en una clínica de fisioterapia”. Me causa tanta ternura, él, su peinado y sus zapatitos de sirio con los calcetines asomando blancos, que me reservo el apretón de manos y un caluroso “Shalom”. No es el único que se ha equivocado de discoteca. Un individuo de Dubai busca esa noche compañía femenina. Mis propios escoltas intentan ahuyentarlo bajándole los pantalones. Lejos de asustarse, el dubaití se levanta la camiseta provocador, enseñando un vientre plano que vuelve locas a las manos que ya lo manosean. “Vamos afuera”, dice cogiéndome de la mano. Sin reparar en que chupársela a un tío detrás de un seto rodeada de parejas que se están enculando los unos a los otros no entra dentro de la categoría de fantasía sexual femenina.

 

La gente ha comenzado a desaparecer. La barra libre nos está destrozando a los que aguantamos. La música de corte occidental es sustituida por los grandes éxitos del mundo árabe.  Al grito machacón de Allah, Allah, noto unas manos sudorosas que me agarran el culo. Ya hay que joderse con los gays árabes….

 

Son más de las cinco de la mañana. Mi anfitrión, sin suelto en el bolsillo, dice que no nos preocupemos por pagarle al taxista… que vuela ya por las calles desiertas de Beirut hasta alcanzar al barrio armenio. Es una hora mágica. No hay nadie, el polvo y el calor crean una tenue luz de color amarillo que petrifica en mi memoria este Beirut viejo y resistente. Aprieto fuertemente la corteza caída de un árbol en mi mano, ya falta muy poco para que todo vuelva a despertarse. A miles de kilómetros de distancia, una amiga se quiebra en ese momento para siempre ante la muerte inesperada de un hijo.

 

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