Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoActo I: Cinta carrocera

Acto I: Cinta carrocera


 

Ya no se escribe en el aire, sino en el suelo. Con cinta carrocera. Acto I, Acto II-1 y Acto II-2, Acto III. En una sala negra y poco recogida por la que corremos, nos rebozamos, apuntamos y jugamos con el aire hasta darle la forma deseada: la de la máscara, la del movimiento buscado.

 

Primero lo pintamos con el aspecto, con el gusto por el espacio y por la fiesta que Verdi lleva encima cada vez que la música trepa por las paredes.

 

 CintaCarrocera

 

Luego, seguimos, al imaginar esas paredes que se yerguen a nuestro alrededor, esas pautadas por las cintas del suelo, y que se moverán. Al imaginar techos y espejos que no existen, y divanes que son sillas y bancos, y copas que, por ahora, no son más que vasos de plástico, pero que todos tratan como si estuvieran hechos del mejor cristal de Bohemia.

 

Desde luego, la calurosa sala de estar donde comenzó todo, un insoportable jueves de julio, donde Susana nos explicó su Traviata y la bailamos y la completamos, ha crecido en proporciones y espacios. En calidad, en realidad, en volúmenes. Aquellos días, que ahora se antojan lejanos, eran dos personas quienes coreografiaban una ópera. Al día siguiente, cuarenta caras –mayores, jóvenes, hermosas, peludas, con gafas, obtusas, flexibles–, las de los integrantes del coro, comenzaban a tomar el color deseado para esta nueva producción.

 

El vestuario es algo que se cuela en forma de telas por una puerta entreabierta, por el gusto de los cantantes por estar ideales y por la expectativa, siempre recelosa, de la propuesta que se encontrarán para un juego de papeles que conocen demasiado bien. Al final, todo ello convergerá en un solo punto de atención, en varios hitos anclados a los momentos culminantes de la ópera más representada del mundo. En algo que no tendría cara hasta la llegada de los solistas, el lunes siguiente, y que estaba abocado a morir dentro de dos semanas, con la última función, recogida y cierre de este mes de ensayos.

 

El tenor escucha y medita, la soprano estudia el espacio, el barítono calcula sus pasos. Esto es La Traviata y, con los dos regidores ante sus partituras, el maestro ante un tempo firme, y todo el coro ante Violetta Valéry, todo se dibuja, de pronto, en los márgenes de los compases; en la muñeca del maestro al pedir «más staccato»; y las caras desencajadas por los ecos de una fiesta interminable, del atropello definitivo a una Violetta imaginaria, irreal, cuya cara y gesto aún desconocemos.

 

La voz humana resuena para solo cinco personas, diez a lo sumo, que acometen en silencio el descanso posterior a esta escena cumbre, a aquel la sostenido que corre en playeros y vestido de verano por el pentagrama. Tararearemos, cantaremos frases sueltas y dudosamente entonadas, en torno a la providencial caña que brinda el Madrid sudoroso casi de noche, cuando el calor aprieta de verdad.

 

Todos saben dónde está su sitio y caminan, con los abanicos y los gorros imaginarios en la mano, se amontonan absurdamente en un espacio delimitado por esa cinta carrocera pegada al suelo, esa cinta pisoteada y sucia a la que apenas le quedan unas horas de utilidad. Cuando lleguemos al espacio real, cuando palpemos las mesas auténticas, el diván de rigor y nos veamos reflejados en los espejos auténticos, aquí, en esta sala negra y desordenada ya no quedará nada de La Traviata. Ni siquiera una grabación, ni una imagen en movimiento, ni más crónica que la que almacenan un puñado de fotografías estáticas y las cabezas, la memoria y las notas de quienes entramos siendo unos y salimos, después de cada sesión, hechos otros. Cambiados, si se quiere, por algo tan sencillo como unas efímeras líneas en el suelo.

Más del autor

-publicidad-spot_img