En el prefacio he hablado de la conferencia de Contarini en la Accademia degli incogniti a la que asistió Giulia. La disertación versó sobre las relaciones de Casanova y Henriette, el gran amor del aventurero veneciano. Aunque he tratado de reproducir el tono original de la narración, sería ilusorio pensar que lo he conseguido. Ha pasado demasiado tiempo y nadie, por buena memoria que tenga, podría recordar tal cúmulo de datos. A fin de restaurar los pormenores de la aventura he utilizado las Memorias de Casanova y varios estudios consagrados a él. Giulia parecía poseer un conocimiento exhaustivo de todo ello. Igual he hecho con la parte musical, aunque en este caso han sido de gran ayuda los cuadernos de Contarini. Espero haber respetado el espíritu del relato de Giulia y que ella hiciera lo mismo con el de Contarini. El paralelismo entre nuestra propia historia personal y la de los protagonistas es casual y no ha influido en la narración. Por último, a los interesados en la pieza musical que cerró la conferencia, les recomiendo la versión de Roel Dieltiens y el Ensamble Explorations publicada por Harmonia Mundi en 2007.
Conocí a Alvise Contarini el día que impartió su conferencia sobre Casanova y Henriette en la Academia degli Incogniti, hace tres años. Yo todavía no pertenecía a la asociación. Me invitó Mario Stefani, el poeta. ¿Has oído hablar de él? Un verso suyo es el best seller de las pintadas callejeras. Está por todas partes. “Soledad no es estar solos, es amar a los otros inútilmente”. A mí me gusta. Cuando supe que era de Mario me sentí aún más unida a él. Pero no vayas a creer que hubo algo entre nosotros. Somos amigos. Además, Mario es homosexual.
Atravesaba una mala racha y decidí venirme a Venecia, ocultarme más bien. Él se ocupó de mí y lo arregló todo para consolarme. Aquel día me llevó a almorzar con unos conocidos a un restaurante de la calle Querini, cerca de la casa donde vivió Olga Rudge. Olga fue violinista, una de las descubridoras de Antonio Vivaldi, aunque ahora se la recuerda sobre todo por haber sido la amante de Ezra Pound. Durante la comida se habló de las complicaciones que estaba causando el legado de éste. Uno de los presentes comentó que el conferenciante al que íbamos a oír por la tarde había estado muy unido a la pareja y que, tras el fallecimiento del poeta, visitaba a Olga a diario para tomar el té. Contaron muchas cosas curiosas de ambos y, en cierto momento, alguien insinuó que el ensayo sobre el prete rosso que ella escribió para el Grove no podría haberlo redactado sin su colaboración. Recuerdo que se armó una gorda por culpa de este asunto y que aún fue peor cuando la misma persona sugirió que Olga fue el amor platónico de Contarini. Es una tontería, pero te confieso que a veces he sentido la tentación de preguntarle.
Mario y Alvise se conocen de toda la vida, aunque no simpatizan. La verdad es que no sé por qué digo esto; sólo los he visto juntos un par de veces y en ambas ocasiones fueron cordiales el uno con el otro. Pero son muy diferentes. Mario se pasa la vida haciendo equilibrios al borde del abismo, incapaz de absorber la luz que distribuye a manos llenas entre quienes ama. Alvise, en cambio, parece la flecha de Aristóteles camino del blanco. Nada ni nadie puede desviarlo de su camino. Para las mujeres ha debido ser un desafío, pues pertenece a esa clase de hombres que no se dejan apartar así como así de sus pensamientos. Pero no me hagas caso. Soy mala psicóloga y de lo que deseo hablarte es de la conferencia.
Esta tuvo lugar en el palacio donde nos conocimos. Siempre son allí. Creo que el inmueble pertenece a uno de los fundadores de la Academia. Todos los años se elige a un académico para que diserte sobre el tema que guste y luego se ofrece un coctel. En primavera y otoño se organizan otro tipo de actos, menos formales y en sitios diferentes. La costumbre de disfrazarse una vez al año está recogida en los estatutos y responde al propósito de rememorar la época galante y, en particular, el nombre de Zorzi Baffo. A Baffo se le alaba ahora por lo mismo que antes se le vilipendiaba: sus poemas eróticos. Parece que los venecianos han entendido que el erotismo constituye uno de los rasgos distintivos de la ciudad, igual que los canales y las góndolas. Venecia, como Afrodita, está hecha para llevar en su ombligo la espuma del mar que la abraza por todas partes. No es la ciudad del amor, como dicen las guías turísticas, sino la ciudad de Venus. Son cosas diferentes.
A mí me encantó todo aquello: el palacio, los salones iluminados con hermosos candelabros, los lacayos de librea, las máscaras y vestidos de época, los frescos del techo, la compostura dieciochesca del público. Era lo que necesitaba para evadirme por un rato de una vida que se me había complicado mucho. No obstante, cuando Alvise arrancó a hablar me sentí al momento atraída por él y por la historia que empezó a relatar y pronto acabé olvidándome del escenario.
Sus primeras palabras fueron una cita de Bach. “De los dones recibidos de Dios el más precioso es el tiempo y será de él, del uso que cada cual le dé en su vida, de lo que tendremos que responder el día del Juicio”. No me preguntes por el origen de estas palabras porque no tengo la menor idea. A mí no me consta que Bach escribiera nada salvo música. Alvise las usó como pretexto para pasar sin rodeos al asunto que había preparado. Es típico de su estilo y conmigo funcionó.
Siguiendo la costumbre, iba a hablar sobre Casanova, uno de “los corsarios de Venus”, que es como aquí llaman a un grupo de poetas venecianos famosos por haber sido también amantes notables: Verónica Franco, Pietro Aretino, Baffo. La Academia degli Incogniti siente predilección por ellos. Es lógico porque uno de sus postulados es que el hombre contemporáneo ha convertido el erotismo en algo calculado, mecánico. La época ha impregnado nuestra sensibilidad con toda clase de vulgaridades. Sexología y pornografía han devaluado el amor a la categoría de las cosas sin espíritu. Antes era otra cosa. El amor no era concebido como una serie de experiencias físicas desligadas de lo demás. Eso es lo que creen al menos los miembros de la Academia y, por eso, conceden tanta importancia a los escritos de esos autores y, en especial, a las Memorias de Casanova. La constatación de que éstas no son el relato de un charlatán, como se ha creído durante siglo y medio, sino los recuerdos de un hombre dotado de una retentiva formidable y una capacidad evocadora extraordinaria, las han convertido en un texto fundamental para conocer la vida europea del XVIII. Los historiadores, atraídos por la valiosa información que contienen, llevan tiempo tratando de descubrir la identidad de los personajes que se mencionan en ellas, a menudo sólo con iniciales o nombres falsos. Los resultados son asombrosos y, en general, confirman la fiabilidad del relato. Uno de esos personajes es Henriette, de la que Casanova dice varias veces que fue el amor de su vida.
Contarini había escogido a este personaje no porque tuviera nada que decir sobre su identidad, conocida ya por los historiadores, sino porque le interesaba una anécdota que le había sucedido en la época en que fue amante de Casanova. Henriette y Giacomo vivieron juntos tres meses en Parma. Una tarde acudieron a cenar a casa de un amigo. Entre los invitados había un grupo de músicos del teatro de la ópera que amenizaron la velada. Tras la actuación de un violonchelista, Henriette pidió el instrumento y volvió a tocar la pieza interpretada tan maravillosamente que todos quedaron estupefactos. Ni el título de la obra ni el nombre del autor se mencionan en las Memorias del veneciano. Pensar en averiguarlos parece absurdo. Sin embargo, estos son los enigmas que atraen a Contarini.
A su juicio no era una tarea tan peliaguda como parecía. Si en vez de a mediados del siglo XVIII, la historia hubiera ocurrido un siglo más tarde, las probabilidades de dar en la diana hubiesen sido mínimas, pero en la época de Casanova el chelo tenía una historia relativamente corta. Su aparición se remontaba a cien años antes y sus primeros intérpretes, formados en torno a la capilla musical de la basílica de Bolonia, tardaron en ver en él algo distinto de una viola de gamba. Hasta la generación de Vivaldi el chelo no adquirió autonomía y, por eso, en tiempos de Henriette, el repertorio era aún escaso. Un vistazo a los catálogos de las principales empresas editoras del momento confirma la escasa difusión que tenían los conciertos para este instrumento. Compositores populares como Caldara o Bononcini ni siquiera publicaron en vida sus obras. Verdad que los músicos se servían de partituras manuscritas realizadas por copistas piratas que las vendían a muy bajo precio, mas tampoco esto garantizaba su circulación. El mercado de copias ilegales apenas era suficiente para dar a conocer a autores del relieve de Bach. En definitiva, quizá no fuera tan difícil resolver el misterio. Contarini se disculpó de todas maneras por desviarse de las costumbres de la Academia. Su conferencia no iba a ocuparse de erotismo, aunque, como veríamos, música e historia no estaban reñidas con Venus. En compensación, había traído consigo a un amigo que tocaría al final la pieza que interpretó Henriette en Parma. “Un pequeño aliciente. Consuélense pensando –nos dijo sonriendo- que hubiese sido peor si el intérprete fuera yo.”
El primer encuentro de Giacomo y Henriette fue verdaderamente extraño porque ella estaba en ese momento en la alcoba de otro hombre, dentro de su cama, desnuda. Durante horas fue de hecho un bulto bajo las sábanas. Después, cuando fue aclarado el enredo que le impedía exhibirse, asomó la cabeza y dedicó a las dos personas que había en el aposento, el capitán húngaro del que era amante y el joven veneciano que los había auxiliado, una sonrisa tan deliciosa que, al verla, éste pensó que el hombre sin la mujer sería el animal más triste de la Tierra.
La presencia de Casanova en la posada era casual. Llevaba diez meses fuera de Venecia, viajando sin rumbo. Pese a la protección del senador Bragadín, que lo había adoptado como hijo y le ofrecía cuanto necesitaba para vivir desahogadamente, no le quedó otro remedio que abandonar la laguna a fin de eludir la acción de la justicia. Los cargos que se le imputaban no eran graves, pero bastaban para arruinar la reputación de cualquiera. Una violación, dudosa porque la dama consintió, y un acto de impiedad, hoy diríamos de mala cabeza juvenil, consecuencia de haber metido bajo la cama de un rival un cadáver recién exhumado.
Para no perjudicar al senador, Giacomo adoptó al salir de Venecia el apellido de su madre, Farussi. Zuanna Farussi era una actriz célebre, pero su campo de acción era el Imperio, no Italia. Nadie lo asociaría con una mujer con la que apenas había convivido, aunque su debut en el negocio de la nigromancia –Casanova logró algunas satisfacciones sexuales haciéndose pasar por mago- demostró su predisposición congénita hacia el teatro. Respaldado por su protector y por su mano en el juego, práctica con la que redondeaba sus ingresos, recorría Italia sin ocuparse de nada salvo de su diversión. Fue cerca de Nápoles, en Cesena, ciudad del Papa, donde el destino decidió ponerle delante a la bella y complaciente Henriette.
Casanova se había acostado solo y tarde la noche anterior y, como de costumbre, le costó conciliar el sueño. No era la mala conciencia la que no le permitía dormir, sino los naipes que volvían a aparecérsele una y otra vez como si estuviera jugando. Cuando lograba serenarse había transcurrido media noche. Si los esbirros que aporrearon uno de los cuartos de la hostería no lo hubieran despertado con sus voces, seguramente aquella mañana hubiera dormido hasta el mediodía. La razón del alboroto no tardó en saberse. Los guardias del obispo exigían a un huésped que demostrara que la dama con quien compartía la alcoba era su legítima mujer. El huésped respondía en latín diciendo que era extranjero y no comprendía nada de lo que le estaban diciendo, igual que les ocurría a los guardias con sus respuestas. Casanova, irritado por el trato dado al extranjero, se ofreció como intérprete. El caballero resultó ser un capitán húngaro al servicio de la emperatriz María Teresa que iba camino de Parma para entregar un despacho oficial. En cuanto a su acompañante, escondida bajo las sábanas, nosotros sabemos que era mujer y también lo sabían los esbirros del obispo, alertados por el personal del establecimiento, pero nadie podía tener certeza de ello ya que había entrado en el albergue travestida de hombre y tanto su amante como ella no estaban por el momento dispuestos a reconocer otra cosa.
Cuando Casanova logró solucionar el asunto y los tres quedaron solos y salvos en el cuarto, ella salió de la cama ataviada con una camisola masculina. La joven tendría unos veinticuatro años, los mismos que Giacomo, quien al verla se sintió tan fascinado que medio siglo después pudo escribir: “su belleza me llevó de golpe a la esclavitud”. Al dirigirle la palabra, descubrió que era francesa y que tampoco ella podía hablar con el oficial porque carecían de lengua común. Una situación excitante, que le obligó a extender el papel de traductor a la pareja. Con la rapidez que le caracterizaba en este tipo de situaciones, intuyó las ventajas de mostrarse cortés y tomó la decisión de sacar partido de su buena fortuna.
Giacomo logró que mediara en el conflicto el general Spada, autoridad militar de la plaza, quien además de zanjar el problema a satisfacción del obispo resarció a los protagonistas invitándolos a la recepción que ofrecía esa misma noche en su residencia oficial. Henriette acudió vestida de soldado y mantuvo todo el tiempo la comedia de que era un hombre. Su actitud desenfadada y elegante reveló que más que una aventurera se trataba de una dama acostumbrada a la sociedad. A una señora que le preguntó cómo se las arreglaba para vivir con alguien con quien no podía conversar respondió que para el negocio que ambos se llevaban entre manos lo de menos eran las palabras. Y cuando la misma dama quiso saber qué clase de negocio era ese ella respondió que jugar al faraón, que llevaba siempre la banca y que las apuestas resultaban tan mezquinas que no valía la pena contarlas. Casanova ardió de tal manera con aquellas respuestas que se decidió a ofrecerles el carruaje que no tenía y llevarlos a Parma. Ellos aceptaron y Giacomo tuvo que pagar por un cupé inglés todo lo que había obtenido meses atrás en Mantua con la venta de la vaina del cuchillo con que Pedro cortó la oreja de Malek en el Monte de los Olivos.
Durante el viaje, con la encantadora joven sentada frente a él, Casanova conoció las circunstancias en que sus compañeros se hicieron amantes. Era una historia extraña, que decía poco de la virtud de la muchacha. El oficial la había visto por primera vez en el puerto de Civitavecchia, bajando de una tartana junto a un anciano militar. Iba vestida de hombre, aunque sus movimientos le hicieron sospechar que no lo era. Como ella se registró con su acompañante en un cuarto del hotel en el que el húngaro se hospedaba, éste supuso que era una cortesana y le propuso, a través de un criado del albergue, que pasara una hora con él. Henriette contestó que era imposible pues habían previsto viajar a Roma inmediatamente, pero tres días más tarde coincidieron de nuevo y esta vez ella se le entregó a cambio de que la llevara a Parma. Lo que el oficial no sabía, ni tampoco llegó a saber nunca Casanova, era el nombre de la persona que la acompañó a Roma y la razón de dicho viaje. Cuando Henriette, días después, le contó que era su suegro que pretendía recluirla en un convento para alejarla de su marido, con el que no se llevaba bien, no la creyó. Por graves que fueran las razones para tomar esa decisión –y podían serlo a la vista de los riesgos que asumía- no resulta fácil explicar el melodramático asunto del disfraz y tampoco el periplo desde Francia. Lo único seguro es que huía de su marido, y que por algún misterioso motivo deseaba ir a Parma.
Comprendiendo que la relación con el húngaro carecía de consistencia, Giacomo ofreció al oficial ocuparse de la joven. Corto de fondos, éste soñaba con librarse de la carga y no lo dudó. La muchacha le agradaba, pero la diferencia de edad, su situación irregular y el pésimo estado de su bolsa aconsejaban olvidarse de ella. Como oficial de la emperatriz, cuyos comisarios de castidad habían convertido Viena en el templo de la mojigatería, temía además la intervención de cualquier espía que pudiera desacreditarlo en la corte y dar al traste con su carrera. La propuesta de Giacomo le pareció bien. Se trataba de un acuerdo entre caballeros, aceptable para la época, y complació a todos, incluida Henriette, que pasó la noche con Giacomo en el mismo lecho que compartiera el día anterior con el oficial sin que ninguno de los dos encontraran el menor motivo de queja.
En Parma, a donde llegaron media semana después, se inscribieron en un hostal apartado del centro de la ciudad bajo los nombres de Giacomo Farussi y Anne d´Arci. La actitud de ella era extremadamente cautelosa. No quería dejarse ver en público bajo ningún concepto y hasta dentro del albergue actuaba con suma prudencia. Contaba sin duda con la eventualidad de que su marido o su suegro, a los que llamaba monstruos, la estuvieran buscando para hacer valer sus derechos. A fin de distraerla, Giacomo llenó la alcoba de costureras y zapateros y contrató un profesor de italiano que ocupó con sus lecciones parte de la jornada. La otra parte, reservada exclusivamente para él, le sirvió para constatar que su amante era tan hermosa como perspicaz. La buena educación la había llenado de talentos y vaciado de prejuicios, una mezcla perfecta cuando no se es de esos que prefieren compartir el lecho con la virtud.
El día que Henriette pudo vestirse por primera vez como una dama, Giacomo y el oficial, que continuaba visitándolos, quedaron atónitos con la metamorfosis. Los dos sintieron que habían tratado indebidamente a aquella delicada mujer aprovechándose de su desgracia. El nuevo aspecto confirmó lo que ambos barruntaban y resultó un acicate tan grande para Giacomo que por la noche creyó estar con otra persona. Para un hombre con el cuerpo en llamas debió ser un estímulo formidable. Hay que tener en cuenta que en una época en la que cortejar a una dama significaba poco más o menos lo mismo que pretenderla como esposa y en la que estaba muy mal visto que las mujeres concedieran anticipos carnales a cuenta del matrimonio, las complacencias de ella debían parecer asombrosas. Giacomo descubrió entonces la diferencia entre una mujer que aspira a encadenar a un hombre porque lo ama y otra que demuestra su amor rompiendo todas las cadenas. Pero no era sólo la pasión lo que los unía. Cuando sus sentidos flaqueaban recurrían a la inteligencia, tan despierta en ambos que nunca se interpuso entre ellos una desavenencia o un bostezo.
A punto de acabar 1749, la pareja fue invitada a una cena en la villa del rector de la Casa de la Moneda, con quien Casanova mantenía buenas relaciones. La villa poseía una sala abovedada de acústica perfecta y dos cantantes del teatro de la ópera, invitados también a la reunión, cantaron varias piezas de moda. Luego tuvo lugar el concierto de chelo del que hablé antes. El intérprete fue un alumno de Vandini. Cuando concluyó la actuación, Henriette se levantó y elogió su arte, pero añadió en voz alta, para que todos la oyeran, que estaba convencida de poder hacer brillar más el instrumento. Entonces, para asombro general, sobre todo de Giacomo, que nada sabía de su talento musical, se sentó en el sitio del intérprete, colocó el violonchelo entre sus piernas y volvió a tocar la misma pieza. La ejecución fue magnífica y el auditorio pidió con sus aplausos que la repitiera. Giacomo, emocionado, tuvo que refugiarse en el jardín para evitar que se vieran las lágrimas que comenzaron a rodar por sus mejillas.
Aprovechando que nuestro protagonista había abandonado la escena, Contarini pidió que prestáramos atención a los detalles del relato porque, aunque nada seguro revelaban, ofrecían pistas interesantes que había que tomar en cuenta. La primera es que Henriette volvió a tocar a instancias del público la pieza interpretada por el discípulo de Vandini; seguramente el fragmento solista, el adagio o el largo, pues en ningún momento se dice que la orquesta la acompañara. Los aplausos confirmaban, en segundo lugar, que no había hablado por hablar al ufanarse de poder hacer brillar aún más el instrumento, pero esto significa que conocía ya la obra y que estaba convencida de poder ejecutarla mejor o, en todo caso, de forma muy diferente a como lo había hecho el primer intérprete. No podía tratarse de una simple cuestión de destreza porque en ese caso no se hubiera atrevido a proclamar delante de un grupo de músicos profesionales que estaba en condiciones de superar la interpretación anterior. Ahora bien, Vandini era un profesor famoso en Italia. A sus alumnos se les identificaba con facilidad debido a su peculiar manera de sujetar el arco, con la palma hacia arriba, técnica derivada de la técnica de la viola de gamba. Los intérpretes más avanzados, partidarios de Benedetto Marcello, Vivaldi o Bononcini, lo hacían, en cambio, con la palma hacia abajo, igual que la mayoría de los músicos franceses, influidos por Michel Corrette, autor en 1741 de un manual en el que se justificaba tal proceder con el argumento de que así se liberaba la mano permitiendo ejecutar golpes de arco de gran virtuosismo.
Contarini pidió que retuviéramos esto porque, a su juicio, volvía insostenible la hipótesis, defendida por algunos casanovistas, de que la pieza que interpretó Henriette fue un concierto del propio Vandini, cuyas composiciones, poco brillantes, se ajustaban a su técnica envarada. ¿Cómo admitir que un discípulo directo pudiera interpretar una obra del maestro peor que alguien que no estaba familiarizado con ella?, ¿no sería más bien su falta de brillantez prueba de que la partitura que tocó no era la más apropiada para su estilo interpretativo?
Henriette se convirtió con su actuación en el centro de la fiesta. Los invitados la rodearon para felicitarla y uno de ellos le preguntó si sabía tocar otros instrumentos y cómo aprendió a manejar con tanta maestría el violonchelo. Ella explicó que había sido educada en un convento donde estudió por instigación de su madre, aficionada a la música, y gracias a la influencia de su padre, quien persuadió al obispo de la diócesis para que le dejara cultivar un arte mal visto entre las damas. El clave o el virginal eran idóneos para una joven, no un instrumento que había que colocar entre las piernas. Giacomo, enamorado como nunca, corrió a la mañana siguiente a comprarle uno y llegó a aficionarse tanto a él que acabó juzgándolo superior a cualquier otro instrumento. Henriette, en cambio, consciente del error cometido haciéndose notar, utilizó el regalo como pretexto para persistir en su reclusión y rechazar las visitas. Sólo pisaba la calle para dar, cuando el tiempo lo permitía, un paseo en carruaje, casi siempre al atardecer y lo más lejos posible del recinto urbano.
Fue en uno de estos paseos donde ocurrió lo inevitable. Se encontraban en los jardines de Colorno, residencia estival de los duques, gozando del crepúsculo, cuando un caballero de San Luís, gentilhombre de cámara del infante don Felipe, el duque, abordó a Henriette y le preguntó si tenía el honor de conocerla. Ella respondió que no y entonces él se retiró excusándose por su impertinencia. Días después, Giacomo recibió de manos del caballero una carta con el ruego de que la entregara a Henriette. Ésta, tras leerla en silencio, anunció con frialdad que debía marcharse para siempre. Casanova, fuera de sí, propuso huir inmediatamente, pero ella, dominada por un súbito sentido del deber, esa cosa misteriosa que llevan los nobles en la sangre, le contestó que no estaba dispuesta a comprometer el honor de su familia y su marido más de lo que ya lo había hecho. Aunque pareciera inverosímil a la vista del amor que se profesaban, no había nada que discutir.
Henriette mantuvo a Giacomo al margen de las negociaciones entabladas con los representantes de su familia. Ello no le impidió seguir viviendo con él las tres semanas que duraron, la última en Ginebra, aunque en ningún momento, y pese a sus evidentes muestras de afecto, le dio ninguna esperanza que pudiera aliviar su dolor. Al contrario, insistía en que no tratara de volver a verla cuando se separaran y que si coincidían por casualidad fingiera no conocerla. Cuando se marchó, cosa que hizo con toda pompa, con dama de compañía, lacayo en el pescante del cochero y otro precediéndola a caballo, él se quedó en el cuarto del hotel aguardando la carta que prometió enviarle desde la primera posta. No sabemos qué esperaba de la misiva, pero cuando la recibió fue peor que un mazazo, pues contenía sólo una palabra: “Adiós”. A Giacomo se le saltaron las lágrimas mientras contemplaba a través de la ventana la senda por la que Henriette había desaparecido. Fue entonces cuando descubrió en el cristal las palabras que había grabado con la punta de un diamante: “También olvidarás a Henriette”. La inscripción, que Casanova volvería a ver trece años más tarde, seguía siendo visible en 1828, fecha en la que la descubrió el conde de Malmesbury.
Compungido, pero con la bolsa llena gracias a la generosidad de ella, Giacomo volvió a Parma, donde halló otra carta de su amada en la que ésta celebraba los meses que habían pasado juntos y le prometía no olvidarse jamás de él. “No sé quién eres –le decía-, pero sí que nadie en el mundo te conoce mejor que yo”. Reiteraba su voluntad de que fingiera no saber quién era si llegaban a encontrarse y que no se preocupara por su porvenir, pues había arreglado sus asuntos de forma tan satisfactoria que esperaba ser igual de feliz sin él que con él. Prometía, además, no volver a tener amantes en toda su vida, cosa que obviamente no podía exigirle a él, hombre fogoso, sin compromisos y en la flor de la juventud.
Hoy sabemos que Henriette regresó a su ciudad natal, Aix-en-Provence, y que llegó a algún acuerdo con su marido, a quien abandonó probablemente con sus hijos. Su familia paterna, perteneciente a la antigua aristocracia de la comarca, la acogió con los brazos abiertos y ella reemprendió su vida de noble dama repartiendo sus días entre la mansión que poseían en el centro de la ciudad y el château situado no demasiado lejos de allí, en la carretera de Marsella, cerca del cruce de la Croix d´Or, donde volvería a encontrarse casualmente con Giacomo catorce años después.
Un año antes de ese encuentro, Casanova volvió a alojarse en la habitación de la posada ginebrina. La inscripción en el cristal de la ventana continuaba allí y al verla sintió una punzada en el pecho, justo en el punto donde uno de sus rivales lo había rozado con la espada. Sentado en una butaca, evocó a la muchacha que tanto amó y reflexionó sobre su vida. A su edad ya no se creía digno de semejante mujer. Todavía sabía amar, pero había perdido el entusiasmo que alimentaba tanto el deseo como el vigor capaz de sostenerlo. La sangre se le enfriaba y el ardor que lo hizo irresistible menguaba sin remedio. Giacomo nunca fue tan consciente de sí mismo como aquel día. De pronto se percató de que su único secreto con las mujeres había consistido en contagiarlas de su propio deseo y persuadirlas luego de que cedieran a él. “No tengo más mérito que hacer fácilmente lo fácil”, escribió en la Historia de mi vida. A su lado, las mujeres sentían la hinchazón primaveral de las yemas de los árboles, un latido delicioso y apremiante que las dejaba a su merced. Su pasión operaba sobre ellas como un narcótico. Un alma superficial, un Leporello, podía impresionarse con la cantidad de sus conquistas, pero la auténtica medida de su poder estaba en el tipo de complacencias que había sabido arrancarles. Sus detractores veían en ese poder algo diabólico, pero él no tenía nada de maligno. Más que destruir a sus conquistas, Giacomo sabía revelarles aspectos de sí que desconocían. ¿Cómo calificar de engaño semejante revelación? El problema es que ese deseo ilimitado sobre el que reposaba su magnetismo empezaba a fallarle. El aire de suficiencia, la inalterable serenidad, el vigor de antaño, ya no le acompañaban.
Doce meses después, estas impresiones se habían agudizado. Los líos en que estaba metido eran peores que nunca y aunque, a causa de su destreza como estafador, su bolsa continuaba llena, la malignidad le estaba haciendo perder el encanto. Verdad que suplía con ciencia lo que antes era producto de la naturaleza y que, visto desde fuera, resultaba más fascinante que nunca, pero el amor ya no le empujaba hacia el alma de las mujeres ni lo movía tampoco como antes a complacerlas antes que a complacerse. Sus pasiones habían envejecido con él y se habían vuelto depravadas. Más que amor, notaba la agitación de los sentidos y el deseo de calmarlos. Marcolina, la veneciana que lo acompañaba cuando se rompió la cadena del timón de su carruaje, podía confirmarlo mejor que nadie.
El percance ocurrió cerca de la posta de la Croix d´Or, junto a una bella mansión situada al fondo de una alameda de unos doscientos metros de largo. Era tarde y hacía frío. Casanova mandó a su lacayo a la casa para pedir ayuda. Éste reapareció con dos criados que lo invitaron en nombre de su amo a esperar en la residencia mientras era reparado el carruaje. Giacomo y Marcolina echaron a andar por la larga senda de grava cercada de árboles. Antes de llegar a la casa –a lo lejos se veían abiertas de par en par las puertas de un suntuoso salón- tres damas y dos caballeros salieron a su encuentro. El mayor se dirigió a ellos ofreciendo su hacienda y su persona para lo que precisaran. A continuación, presentó a su hermana, y al resto de la comitiva. Giacomo saludó con un cabezazo, pero apenas pudo hacerse una idea del aspecto de las señoras porque estaba anocheciendo e iban cubiertas con capuchas. La única que llevaba el cabello suelto era Marcolina, cuya melena, tan negra como el vestido que se había puesto para el viaje, flotaba al viento realzando su belleza. El propietario de la casa, atónito, preguntó a Giacomo si era su hija y este, irritado, respondió que se trataba de una prima, veneciana como él.
A punto de entrar en la residencia ocurrió otro accidente. Una de las señoras, la hermana del propietario, tratando de ayudar a un perrito al que acosaba un mastín, dio un traspié y se dobló el tobillo. Excusándose y cojeando, se retiró a su alcoba socorrida por el conde. Los invitados permanecieron en el jardín hasta que su anfitrión volvió con el ruego de que subieran al aposento de la condesa, quien había decidido permanecer en cama mientras persistiera la hinchazón.
La alcoba estaba mal iluminada. Unas cortinas de tafetán carmesí cerraban el paso a los últimos rayos del Sol y las luces estaban dispuestas de manera que era imposible ver el rostro de la señora. Por supuesto, oían muy bien su voz, una voz que les pareció tanto más agradable cuanto que habló en italiano, con acento veneciano. Casanova le preguntó dónde había aprendido a hablar su idioma y que si conocía Venecia, pero antes de que recibiera respuesta entraron los criados a decirle que, según el carretero, harían falta al menos cuatro horas más para reparar el carruaje. Era una contrariedad, aunque el propietario de la casa se apresuró a aliviarla invitándoles a cenar y pasar la noche en el château. Giacomo agradeció el gesto y fue a buscar a su lacayo para que descargara el equipaje. De paso quería ver cómo evolucionaban las tareas de reparación. Cuando regresó descubrió que Marcolina se había convertido en el centro de la reunión y que sus ocurrencias, traducidas por la condesa, divertían a todos. A fin de no excluir a la enferma, se organizó allí la cena. Los criados prepararon una mesa con siete cubiertos y la iluminaron con candelabros. Sin embargo, la condesa no se levantó de la cama. Había perdido el apetito y prefería seguir tendida para bajar la hinchazón del tobillo. Giacomo se quedó con ganas de verla más de cerca. Siempre le había gustado escrutar el rostro de las mujeres a fin de adivinar los placeres que prometen sin saberlo. Aunque se ufanaba de no fallar nunca en sus cálculos, esta vez no pudo hacerlos porque su anfitriona buscaba siempre la sombra. Claro que Giacomo tampoco mostró interés. Marcolina satisfacía todos sus deseos.
Concluida la cena, a punto de despedirse, Marcolina propuso quedarse con la dama para ayudarla en lo que necesitara. Casanova, conocedor de las inclinaciones de su amante –semanas atrás le había dado pruebas en Génova de su gusto por las mujeres- se olió que sus pretensiones eran otras. Asombrosamente, la condesa también tuvo la misma impresión, aunque lejos de irritarse con ello, parecía contenta de las perspectivas que se le abrían. De hecho, cuando Giacomo, aprovechando que nadie allí sabía italiano, bromeó diciéndole que tuviera cuidado porque no podía garantizarle el sexo de su prima, la condesa le respondió: “en ese caso sólo corro el riesgo de salir ganando”. El rumor que había oído alguna vez de que las mujeres de la Provenza solían ser proclives a los amores lésbicos daba la impresión de no ser infundado.
Giacomo no sentía celos de las mujeres y descansó perfectamente. Cuando abrió la ventana del aposento este se impregnó con el perfume del jardín. Una multitud de pájaros nerviosos entonaban sus aburridos trinos mientras alguien cortaba leña lejos de allí. A pesar de la belleza del paisaje, decidió apresurarse para acelerar el trabajo del carretero. Un criado le llevó café al camino y en el momento en que todo estuvo listo regresó a la casa para despedirse de sus anfitriones. La condesa no estaba aún visible y, por medio del hermano, pidió disculpas a Giacomo por no recibirlo, invitándolo a volver cuando quisiera. Molesto por lo que, a su juicio, era una descortesía, Casanova escrutó el rostro de Marcolina buscando una explicación. Pero Marcolina resplandecía como siempre. Hasta que no subieron al carruaje e iniciaron el viaje no le preguntó qué había sucedido durante la noche. Ella le explicó que la condesa no había rechazado sus insinuaciones, sino que las había recibido con gusto, entregándose como una amazona experimentada. Hizo a continuación un elogio de su cuerpo y le dijo que, en realidad, no debía tener más de treinta tres o treinta y cuatro años. Por último, y para demostrar que no inventaba nada, le enseñó una rica sortija con cuatro brillantes, regalo de la señora, que dejó maravillado a Casanova. La joya valía mucho más de lo que nadie pagaría por una noche de placer.
Al llegar a Aviñón, una vez instalados en el albergue, Marcolina cumplió el encargo que le hizo la condesa de entregarle justo en ese momento una carta a Giacomo dirigida “al hombre más honrado que he conocido”. Éste la abrió intrigado y encontró al pie de la hoja una sola palabra: Henriette. Petrificado, reconoció al instante el lacónico estilo de su amada. ¿Cómo pudo suceder? Un hombre de memoria tan prodigiosa no podía haber olvidado a la mujer de su vida. En ese punto advirtió con cuanta astucia había evitado ella que llegara a verla. ¿Se ocultaba para impedir que contemplara los estragos que había hecho en su belleza el tiempo? Las mujeres, al llegar a cierta edad, pierden un terreno que creían suyo. La guerra de los sexos traslada su frente lejos de ellas y entonces tienden a abandonarse. Esto es lo que probablemente le había sucedido a Henriette, para quien debió ser duro comprobar que el hombre que tanto había amado en su juventud ni siquiera la reconocía. Claro que quizás ella pensaba que sí lo había hecho, pero que, de acuerdo con lo pactado, había representado un papel. Esto último explicaba, sin duda, el encabezamiento de la misiva. En cualquier caso, era evidente que ella no deseaba que Giacomo tornara sobre sus pasos y que si hacía oídos sordos a ese deseo y decidía volver, probablemente ya no la encontraría.
“Los jóvenes –dijo Contarini en este momento del relato- creen que la vejez es una fábula de gente mayor y que los viejos lo fueron siempre. Yerran, por supuesto, pero el día que lo descubran será tarde para corregir ese pensamiento”. Algo así debió sucederle a Casanova. La tristeza se apoderó de él y cuando trató de disiparla –la costumbre era instalarse entre las piernas de una mujer y la que lo acompañaba no era de las que discuten las viejas costumbres- sufrió, por decirlo con sus palabras, “un ataque de parsimonia”. Aunque la naturaleza manifiesta un refinamiento perverso al conservar en un hombre el ardor y despojarlo del vigor necesario para aplacarlo, a Giacomo, hasta esa noche seguro de poseer energías ilimitadas, aquella súbita falta de empuje debió de parecerle doblemente enojosa. Estaba entrando en esa lamentable edad en la que la devoción del hombre por la mujer no se corresponde con las ofrendas que es capaz de hacerle.
Giacomo no volvió a Aix-en-Provence hasta trece años después. El pretexto fue entrevistarse con Jean Baptiste de Boyer, marques d´Argens, autor de Teresa Filósofa, una novela erótica inspirada en cierto suceso acontecido en Aix entre un sacerdote y la joven a la que sedujo. Nadie sabía esto porque la obra se publicó anónimamente, pero Casanova lo sospechaba. En todo caso, el marqués tenía fama de ser hombre de cultura enciclopédica y de haber conocido a multitud de personajes ilustres, entre ellos Federico II, rey de Prusia, del que fue amigo. El encuentro resultó bien y las visitas se repitieron durante varios días hasta que Casanova, inesperadamente, contrajo una pulmonía que se agravó tanto que al cabo de una semana le administraron los sacramentos. Por fortuna, fue reponiéndose de la enfermedad asistido día y noche por una desconocida que no lo abandonó hasta verlo restablecido. Cuando el aventurero quiso recompensarla por sus servicios, preguntó en su albergue por aquella mujer, pero había desaparecido y nadie supo informarle ni de su nombre ni de su paradero.
Naturalmente, pensaba en Henriette. Soñaba de hecho con encontrarla en alguna reunión. Varias veces oyó su nombre, pero siempre guardó silencio para no despertar sospechas. Confiaba en que su discreción sería recompensada y cuando vio que no iba a ser así decidió visitarla, aunque la enfermedad se interpuso. Cuando superó la pulmonía no lo dudó más y fue al château con una carta anunciándose y comunicándole que no se apearía de la carroza sin su consentimiento. Un criado le informó de que la gestión era inútil porque la señora se hallaba en su residencia de Aix desde hacía seis meses y no tenía previsto regresar al campo hasta tres semanas más tarde. Casanova pidió entonces permiso para entrar y escribir otra carta. Allí descubrió a la criada que le había cuidado durante su enfermedad. Esta confesó que había sido su ama la que mandó que lo hiciera y mostró su sorpresa porque buscara a la señora en el campo cuando estaba en Aix. Era extraño que no la hubiera visto nunca, le dijo, porque iba sola a todas partes. Temiendo no haberla reconocido, Casanova le preguntó si su ama había sufrido alguna enfermedad que hubiese desfigurado sus rasgos. La respuesta fue que su aspecto continuaba siendo juvenil, aunque había engordado un poco. Él intentó imaginar a Henriette convertida en una mujer regordeta, oculta bajo una capa de polvos de maquillaje, luchando contra el espejo, y no lo consiguió.
Dudaba si regresar a Aix o mandarle una carta y esperar respuesta en Marsella. Se decidió por esto último y al día siguiente le llegó una respuesta llena de nostalgia por los veintisiete años transcurridos desde la separación, un abismo tan hondo como para haberse olvidado de su rostro. “Me siento como una inscripción que nadie es capaz de descifrar”, le decía. Giacomo no necesitaba que le explicaran aquel sentimiento. Igual que las mujeres notan que han envejecido cuando se percatan de que ya nadie las mira, los hombres empiezan a saberlo cuando descubren que sus miradas, antes recibidas con placer, producen repugnancia, como si la persistencia del deseo fuera un vicio y no una fatalidad natural. Henriette no juzgaba oportuno un encuentro, pero deseaba mantener correspondencia con él y con Marcolina. De hecho ambos cruzarían a partir de esa fecha docenas de cartas que Giacomo, al redactar sus Memorias, pensó incluso en añadir al texto si ella moría antes, cosa que no ocurrió. Contarini encontró por casualidad tres en los Archivos de la República siguiendo el rastro de Antonio Pratolini, el seudónimo de Giacomo en la época en que trabajó de confidente de la Inquisición del Estado. Las tres misivas habían sido escritas por su antigua amante porque la letra era exactamente la misma de otra dirigida a Marcolina Bosi firmada por AG, Adélaide De Gueidan, nombre auténtico de Henriette como ahora se verá.
Contarini no necesitó mucho para aclarar este asunto. Se limitó a presentar las conclusiones de los historiadores sobre la identidad de Henriette. Hay tres candidatas posibles: Jeanne-Marie d´Albert de Saint Hyppolite, Marie-Anne d´Albertas y Adélaide De Gueidan. A favor de la primera hablaría el hecho de que el château descrito por Giacomo podría ser el castillo de Luynes, propiedad de su esposo, pero el problema es que ni el castillo está a legua y media de la Croix d´Or ni ella era de la edad de Giacomo, sino siete años mayor, hecho que se contradice con su afirmación de que ambos tenían la misma edad. Esto no ocurre con Marie-Anne d´Albertas, cuyo padre poseía también un pabellón de caza situado cerca de la Croix d´Or en cuya entrada se exhibe la frase de la Eneida Fata viam invenient que Casanova adoptó como lema. Sin embargo, la señorita d´Albertas nunca se casó y tampoco su familia era noble. Mejor justificada está la conjetura propuesta en 1996 por Jean-Louis André, quien llegó a la conclusión de que la casa de la familia de Henriette debía ser el château de Valabre, inmueble usado a lo largo del XIX como escuela oficial de agricultura y antes como residencia privada de la familia De Gueidan, uno de los linajes prominentes de la Provenza desde la época de las cruzadas. Según esto, Henriette era hija de Gaspard De Gueidan, fiscal general de Aix, y Angélique de Simiane. El matrimonio poseía también una mansión en la ciudad y tenía seis hijos, cuatro chicos y dos chicas. Confirmaría la hipótesis su fecha de nacimiento, 1725, la misma de Giacomo, y su dominio de la viola de gamba, pasión que compartía con su madre y de la que queda constancia en un bello retrato de Claude Arnulphy: Adèlaïde de Gueidan y su hermana Polyxéne al clavicémbalo. La pintura, hoy en el museo Granet, muestra a las hermanas elegantemente vestidas tocando una el clavecín de dos teclados y empuñando la otra el arco de una viola de gamba apoyada en él. Que se trate de una viola y no un violonchelo no debe extrañar, pues aunque la época de esplendor de la primera había pasado, los nobles franceses seguían considerándola un instrumento de mayor categoría.
Lo anterior bastaría para estar seguros de la identidad de Henriette, pero además se conocen otros muchos pormenores que la confirman. Adèlaïde casó en 1745 con el marqués de Meireste, con quien tuvo tres hijos y al que abandonó precisamente en 1749 debido a las reticencias que mostró para reconocer al último de sus vástagos. Uno de sus testigos de boda fue D´Antonie-Blacas, caballero de San Luís, gentilhombre de cámara del infante Don Felipe, duque de Parma, el mismo que la descubrió en los jardines de Colorno. Por si fuera poco, el estudio de los libros de contabilidad del padre demuestra que Adèlaïde abandonó a su marido en el mes de marzo, que permaneció en casa de su progenitor hasta octubre y que se ausentó tres meses sin regresar al domicilio conyugal. La vuelta a Aix sucede también en las fechas en que dejó a Casanova en Ginebra. Son coincidencias notables. El único punto oscuro de esta hipótesis es un documento que asegura que falleció en 1786, algo que contradice lo dicho por Casanova, quien habla de Henriette en sus Memorias –escritas a partir de 1793- como si estuviera viva. Contarini confesó no conocer de primera mano ese documento y, por eso, no estar en condiciones de decidir sobre él, pero intuía que debía haber algún error porque en sus pesquisas en los archivos de la República –de cuyos fondos inabarcables afloran sin cesar centenares de papeles valiosísimos para el historiador- había encontrado como sabemos una carta de la señora de Gueidan a Marcolina Bosi posterior a esa fecha. Que esta mujer era la misma que estuvo en Aix acompañando a Casanova no podía ponerse en duda porque el propio Casanova dice que era sobrina por parte de madre de Matteo Bosi, ayuda de cámara de Tommaso Querini, embajador veneciano en Londres. Marcolina, Casanova y Querini coincidieron en 1763 y, tras el clásico pacto de caballeros, ella regresó con el embajador a Venecia, donde permaneció hasta el final de sus días. El dinero que le proporcionaron sus amantes le permitió contraer un matrimonio ventajoso, olvidar las aventuras de juventud y adoptar el aire respetable y severo de cualquier matrona. Aunque Giacomo interrumpió su trato con ella es probable que lo retomara cuando fue levantado el edicto que le impedía entrar en la Serenísima. Contarini no dijo que reiniciaran sus relaciones, pero sí que volvieron a verse. Venecia es demasiado pequeña para que no se produzca un encuentro. En cualquier caso, debía ser fácil para él, en su condición de confidente de la Inquisición, satisfacer la curiosidad de Henriette y conseguir las señas de su antigua amante. Más aún, el hecho de que en la misiva usara su apellido de soltera sugiere la posibilidad de que hubiera hablado antes con ella y que se hubieran puesto de acuerdo para evitar recelos del marido. La carta que Contarini descubrió, escrita con la misma caligrafía de las dirigidas a Pratoloni, seudónimo de Giacomo, ratifica la tesis de André. Ahora bien, y puesto que esa carta tiene fecha de mayo de 1796, la afirmación de que Adèlaïde de Gueidan murió antes no puede ser verdadera.
La identificación de Henriette con Adèlaïde era importantísima para resolver el enigma del concierto porque en el catálogo de la biblioteca de la familia De Guedain, hoy en los archivos de Aix, se menciona un ejemplar del manual que escribió en 1741 Michel Corrette para aprender a tocar el violonchelo. Michel Corrette era un entusiasta admirador de Vivaldi. Su pasión por Las Cuatro Estaciones le llevó a componer un Laudate Dominum en el que parafraseaba nota a nota la Primavera. Cuando Le Clerc publicó en 1740 la seis sonatas opus XIV de Vivaldi, se apresuró a comprarlas y a elaborar un tratado que ayudara a ejecutarlas correctamente. Su Methode Théorique et Pratique pour apprendre en peu de temps le violoncelle contiene a modo de ejemplo varios fragmentos sacados del repertorio vivaldiano, entre ellos el segundo movimiento del concierto en mi bemol mayor, hoy conocido como RV 408. Tal movimiento encaja con la descripción que hizo Casanova de la actuación de Henriette en Parma y explicaría su en absoluto improvisada ejecución. Por otra parte, no es raro que los discípulos de Vandini sintieran cierta predilección por Vivaldi, pues, como se verá ahora, también la sentía el maestro.
Vivaldi fue un violonchelista extraordinario. Veintisiete conciertos y numerosas sonatas lo atestiguan. La ejecución de estas obras exige dominio por parte del intérprete, no sólo una formidable pericia con la mano izquierda, sino también gran versatilidad con la derecha. En sus composiciones, como en los encajes de Burano, el adorno es un ingrediente esencial. Una interpretación insípida puede arruinarlas por completo. Los estudiosos contemporáneos relacionan el gusto de Vivaldi por los detalles con su tarea pedagógica en el Orfanato de la Pietà, donde ejerció a lo largo de su vida diversas funciones. Instruir a las muchachas le permitió disponer de una orquesta y un coro hechos a medida. Esto fue decisivo para su evolución artística. Sabemos, por ejemplo, que la frecuente utilización que hizo de la mandolina estuvo motivada por la destreza de una alumna con ese instrumento. Maestro y discípulas se entendían muy bien y en poco tiempo el nivel fue tan alto que acudía gente de toda Europa sólo para oírlos.
Vestidas de rojo, las chicas actuaban ocultas tras una celosía de madera dorada. Los espectadores no podían verlas y esto encendía la fantasía de muchos a los que sobrecogía la perfección de sus ejecuciones. Rousseau cuenta en sus Confesiones que nunca en su vida experimentó nada tan voluptuoso. La música de Vivaldi acrecentaba el efecto y esto benefició al orfanato, sostenido en parte gracias a las donaciones del público que acudía los domingos a los conciertos. Aunque Vivaldi se convirtió en una pieza esencial de la Pietà, las autoridades de la institución no siempre estuvieron dispuestas a reconocerlo. El prete tenía demasiados compromisos y a menudo dejaba la laguna. El nivel del coro y la orquesta se resentía entonces y los otros tres hospicios de la ciudad aprovechaban para hacerle la competencia. Hasta qué punto era intensa ésta lo prueba el hecho de que el Ospedale degli Incurabili llegó a contratar por aquel entonces a dos autores de reputación internacional, Hasse y Porpora.
Vivaldi había ingresado en la Pietà como profesor de violín al poco de ordenarse sacerdote, luego ejerció diversas responsabilidades hasta que sustituyó a Gasparini como maestro de conciertos. El cargo apenas le dejaba tiempo para dar clase a las chicas y hubo que recurrir a otros músicos. En 1720 fue contratado para enseñar violonchelo un virtuoso boloñés, Antonio Vandini. Pese a ser un intérprete cualificado, Vandini tocaba su instrumento como si fuera una viola de gamba. Esta técnica era incompatible con las pretensiones sonoras del prete y, tras seis meses de trabajo y discusiones, se vio obligado a dejar la institución. Onofrio Penati, oboísta de la capilla ducal y testigo de la despedida, ocurrida el cuatro de abril de 1721, escribe en su diario que Vandini exclamó ante los administradores de la institución que tocando el violonchelo como Vivaldi, sólo Vivaldi podía sacar tales sonidos. El compositor, que estimaba a su colega, le reprochó su terquedad y le regaló allí mismo, en presencia de todos, una copia manuscrita de su último concierto, el citado concierto en mi bemol mayor, desafiándole a tocar el largo sujetando el arco a su manera.
Vandini estudió a fondo la obra. Aunque es improbable que llegara a formar parte de su repertorio habitual, le interesó lo bastante como para emplear una paráfrasis de la melodía central en dos de sus composiciones. Suponer que sus alumnos estaban familiarizados con ella no es ninguna fantasía, como tampoco tiene nada de extraño que una violonchelista francesa como la señorita Guedain la conociera, pues Michel Corrette la había utilizado como ejemplo en su célebre manual. “Tal vez se trate sólo de simples coincidencias -dijo Contarini- pero todavía me queda otra prueba más de que el autor de la música que tocó Henriette en Parma fue Vivaldi, aunque no seré yo quien la exponga, sino el amigo que he traído conmigo. Por favor cierren los ojos y traten de ponerse en la piel de un joven de veinticuatro años al que su amada sorprende con este maravilloso regalo.”
Y no era mal argumento, te lo aseguro; yo te diría incluso que, para mí, fue el más convincente.