¿No os resulta enero, más que una cuesta, una llanura infinita bajo cielos siempre rasos y soles altísimos? Enero avanza eterno en la imaginación, como una autopista perpetua en mitad de un desierto de arena blanca. Enero, como septiembre, es un mes blancuzco, un mes de estreno, afeitado y neutro, un mes de pórtico y de rodaje, en donde todo va despacio y el verano siempre queda muy lejos. Enero puede que sea la transfiguración de septiembre, la depuración de los excesos veniales, una segunda oportunidad, la vuelta a empezar. Pero enero comienza, en rigor, siete días después, cuando los contenedores amanecen asfixiados de cajas de cartón y papel de regalo, en un silencio agridulce de lágrima contenida. Y los niños -«aquella edad de sentimientos limpios», escribe Ignacio Camacho– aprenden la inveterada lección de que el jardín de las delicias no es para siempre; y los perros, tan sensibles para captar la metafísica de las costumbres, ladran en la noche como en los primeros días de Navidad, pero el eco se percibe ahora sobrio y boscoso, más como un aullido solitario de luna llena que como un arropo de lumbre crepuscular. Se enlentece enero como el olvido y como el tempo de un adagio. Las luces de colores vivos, fantasmas hirientes de la Navidad, se renquean de cuerpo presente en las calles y en las plazas después de Reyes. También en los balcones y ventanas de los hogares, acaso como un intento niño de aferrarse un poco más al viejo juguete de las vacaciones de invierno, al humo del oropel y la muchedumbre y la ardentía de los placeres, al empeño infructuoso de negarse a la cotidianidad agria de los días y sus fatigas. Pero enero parece demasiado serio como para permitirse un derroche así de nostalgia. Pronto se despachará la soledad lujosa de los adornos, y entonces la casa, la calle, el pueblo, el país, el mundo, se quedarán estupefactos de vacío, ordinarios y en hormigón, sin ornamentos, como cuando la lluvia prorrumpe sobre un bello paisaje de nieve y todo se vuelve gris y originario. Así luce cada año el shock de enero cuando se aleja el tren suntual de diciembre. Lleno de estadísticas y dietas, encandilado de luces de oficina, con los mismos propósitos que nunca se cumplirán. A la espera, como el corazón del poeta Machado, de algún que otro milagro de la primavera. Pero “el hombre es un ser que espera, y por lo mismo, acaba conociendo la decepción”, advierte Lipovetsky. “Deseo y decepción van juntos”. De eso sabe bien enero, ay, cornisa de las estaciones, vértigo del año.
Adagio sentimental de enero
El músculo de la mirada
el blog de Antonio Fernández Jiménez