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ArpaAdela, la hija de El Indio Fernández, en su voz más íntima

Adela, la hija de El Indio Fernández, en su voz más íntima

 

El 11 de julio por la mañana Adela me recibió en su casa, una casa construida para soñar, una casa construida para fabricar sueños. En ella soñó Emilio El Indio Fernández, su padre. En ella se han rodado más de 140 películas. Es una mole levantada en piedra volcánica dentro del barrio de Coyoacán en Ciudad de México. Cerca de la Casa Azul donde nació, vivió y murió Frida Kahlo. Cerca de la casa donde murió Luis Cernuda. Adela se acicaló y se vistió muy mexicana, con trenzas recogidas, hizo un gran esfuerzo para recibirme (a los pocos días la hospitalizaron), me regaló una conversación al final del camino: “me estoy muriendo, aquí me meterán a mí también”, dijo, mientras me enseñaba el mausoleo que había mandado hacer para recibir los restos de su padre. Era verdad, a los pocos días la hospitalizaron y el día 18 de agosto cruzó el umbral, tenía setenta años. Este año en la Casa Fortaleza han levantado un gran altar en su honor. Uno de esos altares que tanto le gustaba armar, en noviembre, cuando se rinde culto a los antepasados; nos deja un libro delicioso sobre este tema Sabrosuras de la muerte. 

 

En la casa se palpaba mucha vida, en ella vivían también su hijo Emilio, un pintor español y su novia, de realquilados, y el pequeño equipo encargado de organizar eventos y la agenda de Adela. Amigos que entran y salen como Rosario Guillermo, la escultora, que esa mañana partía para Yucatán. Al día siguiente llegaría Marysole Worner Baz. Perros y ardillas se paseaban por la casa. Adela se encargaba de que tuvieran que comer.

 

Hablaba, o mejor susurraba, despacito, te envolvía con sus recuerdos, quizás algunos siguiendo la tradición familiar fueran inventados. Era escritora, nació escritora. Escribió, entre otras muchas cosas, la biografía de su padre, una semblanza de su hija Atenea y un libro, Híbrido, en los que fue dejando desperdigados trazos de su vida, piezas para una autobiografía.

 

La historia de Adela empieza un día del año 1941, cuando su padre se encontraba en La Habana. Una tarde, como tantas otras, decide salir a lucirse por El Malecón, vestido con un traje de lino blanco. Allí se topó con Gladys Fernández, una bella muchacha que le trastornó desde el primer momento. Gladys iba acompañada por dos de sus hermanas en la hora de las chicas bonitas, al atardecer con su luz baja tan favorecedora, la hora en la que El Malecón se convierte en un hervidero.

 

El Indio tenía 37 años. A esas alturas de la vida había vivido lo suyo y lo de algunos más, se encontraba en la isla haciendo tiempo para que se olvidara una reciente muerte que había provocado por un disparo al final de un día de rodaje. Juan Grandjean fue la víctima, la policía no siguió el caso y El Indio pudo volver sin problemas a México.

 

Gladys era una güerita delicada y fina, recién había cumplido los 15 años, la edad de la puesta de largo, la edad en la que por esas tierras a las muchachas les hacen fiestas y las visten como novias. Se estaba asomando a la vida con la ayuda de sus hermanas, un piquete de hermanas, siete, todas guapas.

 

El Indio fue capaz de seducir en poco tiempo a Gladys y a toda su familia, hizo el trabajo bien, porque consiguió llevarse a la bonita habanera a México. Pero el padre de Gladys le puso una condición: había que pasar a firmar, su hija tenía que salir casada de Cuba. Así se hizo: el 12 de julio de 1941 se casaron.

 

Al año siguiente, un 6 de diciembre de 1942, nació Adela Fernández Fernández en la enfermería de la plaza de toros El Toreo, a las cinco de la tarde, acompañada por los ¡olés! dedicados al matador Pepe Ortiz en una de sus últimas corridas. Esta fue la versión de su padre, que no desaprovechaba ocasión para crear un mito. La madre aseguró que dio a luz en el hospital de toreros que existía en la calle Manzanillo, sin ¡olés! de acompañamiento. Sea como fuere, lo que sí es cierto es que este torero, junto a su mujer, Guadalupe Gallardo, fueron sus padrinos en el bautizo. Le pusieron nombre de corrido revolucionario: la idea la tuvo Pablo Fernández, su abuelo materno, que fue un militar cubano.

 

El feliz acontecimiento sucedía mientras el mundo se desgarraba bajo los efectos de la Segunda Guerra Mundial, que en México se fue notando poco a poco, según iban llegando exiliados que huían del horror. Exiliados, expatriados, parias que llegaban con la única riqueza de su formación. Alguno de ellos llegó a tener mucha influencia en la vida de Adela.

 

No duró mucho la dicha para Gladys. Pronto empezó a sufrir el desprecio y las malas maneras de El Indio, hasta que no le dejó más alternativa que irse, lo que le costó perderse la infancia de su hija Adela, que fue retenida por su padre. El Indio provocó la ruptura. Necesitaba estar sin ataduras para sus frecuentes aventuras y sobre todo para cortejar a Dolores del Río, que había vuelto a México después de triunfar en Hollywood. Dolores era su diosa, se había juramentado para dirigirla tiempo atrás, cuando la vio por primera vez, cuando él era un extra y ella una diva.

Hizo más, El Indio intentó borrar a Gladys de su vida, incluso maniobró para que le retiraran la nacionalidad mexicana y que la expulsaran del país. Pero Gladys no se amilanó, se volvió a casar con un médico militar, Enrique Alvelais, y formaron un matrimonio feliz. Vivió con su marido en Chihuahua y murió en 1998 vencida por un cáncer.

 

“Tuvieron tres hijos, Gabriela, Cecilia y Enrique. No supe quién era mi madre hasta los nueve años, cuando vino a reclamarme, pero decidí quedarme con mi padre. No sabía quién era mi madre. Aguanté unos años, pero no funcionó, muy jovencita me fui de casa. A principio de los sesenta establecí una cálida relación con mi mamá y mis hermanas. A mi madre le gustaba cantar zarzuelas, el arte ruso, el ballet, las operas, la literatura. Compartí todo eso con ella, cantaba muy bien, sobre todo zarzuelas”.

 

Adela creció entre platós de cine, la casona de hecho era un plató, y recibiendo al todo México: artistas, pintores, músicos, escritores, actores y políticos desfilaban por la casa. Vio cómo se rodaban películas y se discutían guiones. Acompañaba a su padre a los rodajes en estudios o en exteriores. Asistía a las discusiones con Mauricio Magdalena (guionista), Gabriel Figueroa (director de fotografía) y Juan Rulfo (escritor). Dicen que Rulfo consolidó su alcoholismo en esta casa. Todo le parecía de lo más normal, aunque no entendía bien lo que pasaba. A veces veía que mataban a alguien que al poco tiempo se levantaba y le volvían a matar. No entendía que estaban rodando una película.

 

En los buenos tiempos trabajaban 24 personas en la casa. A veces coincidían hasta tres mariachis tocando al mismo tiempo. Antonio Bribiesca, el gran guitarrista, sonaba como música de fondo. Algunos días ese hombretón caía dormido encima de la guitarra. Se hicieron fiestas que llegaron a reunir trescientos invitados, una fiesta sin fin.

 

Cuando Adela tenía tres años apareció en su vida Columba Domínguez, la segunda mujer de El Indio. De alguna manera ella le crió, aunque era casi una niña: tenía 15 años cuando se fue a vivir con El Indio. Nunca se llegaron a casar, pero fue con la que más tiempo vivió. Con Columba tuvo lo más parecido a una pareja estable. Al final de su vida Columba volvió a su lado para cuidarle.

 

 

Vivir en un cuartel

 

“Mi padre era feliz rodeado de mujeres, mantenía un gineceo, nos hacia ir como velas a todas. En aquella época además de atender a los invitados tenía que preparar a sus novias, las bañaba y las rociaba de Chanel. Las muchachas, como él nos llamaba, era el grupo de mujeres que vivíamos bajo sus órdenes y con la tarea de complacerlo: estaba compuesto por sirvientas, amigas, amantes, esposas y yo.

Después de que Columba se fuera de casa, mi papá fue presa de una promiscuidad sexual desaforada, hasta que apareció Gloria de Valois Cabiedes y le centró una temporada. Gloria tenía también 15 años, otra niña en su vida, como Gladys, como Columba. Pasé mi infancia viendo desfilar por casa decenas de novias y de personajes famosos. Yo era la criadita, la traedora: tráeme esto, tráeme lo otro”.

 

Una muestra de cómo era el ambiente en la casa lo cuenta Juan Antonio Bardem, el director de cine, en sus memorias. Una noche acabaron él y Paco Rabal en la casa de El Indio: “La casa era como un enorme decorado cinematográfico, lleno de trofeos y objetos valiosos. Me los regaló todos. Yo era su cuate y podía disponer de lo que se me antojase. Lástima, debería haberlo hecho. Estábamos bebiendo y bebiendo las copas que nos servía una adolescente preciosa, vestida con un primoroso traje bordado de veracruzana que resultó ser su hija”.

 

“Un buen día llamaron a mi papá para hacer una película en Italia. Me llevo con él. Vivimos más de un año sin que pudiera rodar por problemas de censura. Allí, en Roma, empecé a brotar. Me salieron las tetas. Desde ese momento cambió todo con mi padre: me empezó a tratar mal, no me dejaba salir, me hizo la vida insoportable, hasta el límite que cuando volvimos a México ya empecé a pensar en irme de casa. Era un misógino, pese a todas la historias que tuvo, pese a lo enamoradísimo que era de la mujer, era un misógino. Había empezado a leer gracias a un amigo y a Emilia Aguilera que me pasaban libros de Sartre, de la Sagan, de Simone de Beauvoir, de Albert Camus; libros sobre el existencialismo y el psicoanálisis. Forraba esos libros con fotos de Zapata, de la revolución de 1910, para que mi papá no descubriera lo que leía. Emilia era quien le pasaba los guiones a máquina, amaba los libros, amaba París. Fue una de las personas que me ayudaron a dar el paso de salir de casa. En 1958 conocí a Marysole Worner en la Galería Proteo. Ella exponía allí, venía de su viaje por Europa. Me dio fuerza y con dieciséis años me fui de casa, hui de mi padre. Crecí muerta de miedo. Cuando por fin salí de la casa me moría de hambre, pero era feliz. A veces íbamos a la funeraria Gayosso para comer lo que dejaban las familias tras los velatorios. Nos daban pastas y algunas viandas. Nos íbamos metiendo donde podíamos, de tumbo en tumbo. Salí de casa con una máquina de escribir Remington que era de mi abuelo, una guitarra que Andrés Segovia había regalado a mi padre, unos cuantos jorongos estupendos que mi padre encargaba a los mejores tapeteros, la Enciclopedia Británica, que todavía estaba pendiente de pagar, se iba pagando mes a mes, mi perra, que la tuve que devolver a los pocos días, porque nadie me la aceptaba y el caballerango Santiago Ríos que se vino conmigo y después se convirtió en pintor surrealista. En ese tiempo nos ayudó Chavela Vargas, todavía no era tan famosa, pero ya trabajaba y ganaba su dinero. La guitarra y los jorongos se los regalé a Chavela, que nos acogió y nos ayudó, a mí y a otras amigas: Marysole, Olga, Beatriz. Nos hizo aprender el himno de México y nos llevaba a visitar pueblos, museos y zonas arqueológicas. Nos presentó a Demetrio Sodi, que nos enseñaba arqueología y con el que acabé trabajando en varios estudios. Chavela era casi más mexicana que mi padre, una mexicana vocacional. Dicen que los conversos son los peores. Chavela tenía un carácter como el de mi padre, con los mismos defectos, los mismos arranques, las mismas sorpresas, con ese hoy te quiero mucho y mañana no te hablo. Lo mismo no podía estar sola y era muy cariñosa, que se le cruzaban los cables y montaba unas broncas monumentales a todos los que tenía alrededor. Así que para no ser rechazada, salí corriendo. En épocas de mucho alcohol Chavela desarrollaba intolerancia hacia la gente, se metía con todo el mundo. En el fondo fue una gran solitaria. Conmigo se portó, me dejó algo de dinero para alquilar un cuartito al principio de mi escapada. Conocí a Chavela gracias a Emilia. Me habló de ella, le llamábamos al cabaret donde trabajaba y le decía que me cantara, que era una niña ciega, y que no podía ir a verla. Nos enteramos que habían operado a Chavela, decidimos ir a visitarla al hospital. Unos días antes me puse una venda en los ojos, nos presentamos en el hospital y le conté que me habían operado de los ojos y que probablemente recuperaría la visión, le dije que me iban a quitar las vendas esa misma semana.

Emilia se pintó toda de verde, Chavela hacia una canción Verde Luna, que nos gustaba”.

 

Verde es mi color

Color de verde luna, verde mar

Verde es mi pasión

 

“De esta guisa nos presentamos: ella toda de verde y yo de cieguita. El caso es que estábamos en la habitación del hospital hablando con Chavela, incluso nos cantó, y yo quería verla. No aguante más, me quité la venda. Pero como llevaba varios días con ella puesta, cuando me la quité no veía nada, me asusté y empecé a gritar. Chavela también se asustó, se levantó y salio al pasillo a pedir ayuda.

Poco a poco recuperé la visión y le conté la verdad a Chavela”.

 

Pero niña, ¿por qué me dijiste que eras ciega?

Para darle pena y que me cantara por teléfono.

Pinche niña.

 

“Y así me quedé, cada vez que hablaba de mi decía la pinche niña. Éramos traviesas, éramos ingenuas, éramos tontas”.

 

De mayor Chavela recordaba en las entrevistas a Adela con cariño, como si fuera una hija o una hermana pequeña. Adela la recordaba con una mezcla de temor, admiración y agradecimiento. Hubo rumores de que tuvieron un romance, pero Adela lo niega: no me peló, me hubiera gustado.

 

“Que yo sepa Chavela solo fue una vez a nuestra casa. El Indio era un impresentable homófobo, pero a Chavela la tenía respeto, quería convencerla para que hiciera una película. A mitad de la cena unos patos que estaban chapoteando en el estanque le molestaron, saco la pistola y los mató. Todos se quedaron petrificados en la mesa. Chavela le preguntó por qué lo hizo: por putos, le contestó [manera despectiva de llamar a los homosexuales]. Chavela no quiso volver a oír hablar de trabajar con mi papá. En definitiva, salí huyendo de tanta mexicanidad, de tanto realismo mexicano, de tanto nacionalismo y de tanto control exacerbado. Me llamaban la niña cautiva de Coyoacán. Era muy joven. Pese a ello me junte con un grupo de surrealistas, las antípodas del ambiente que había vivido en casa de mi papá. Con gente como Leonora Carrington que abominaba de los muralistas, Remedios Varo, José Horna (que hacia unas muñecas maravillosas), Gabriel Alatriste, Salvador Elizondo (que sacaba la revista S.nob). Publiqué mis primeras páginas en pequeñas revistas con tiradas de cincuenta ejemplares. Yo quería ser pintora pero no servía, no estaba previsto en el guión de mi vida, acabé escribiendo, y sigo en ello, es lo que me gusta. Con ellos jugaba al cadáver exquisito, a la escritura automática, a contarnos los sueños… Yo me los inventaba. Leonora se daba cuenta, pero se divertía mucho conmigo, eran juegos surrealistas por excelencia. Entré en contacto con ellos gracias a los hijos de Leonora que estudiaban conmigo, a mí me interesaba más la madre que los hijos. Más tarde me dio miedo volver a verla, siempre he tenido miedo al rechazo, aunque de pronto era capaz de salir encuerada a la calle. Pero es mentira, soy una gran tímida. Remedios Varo era diferente, tan anacoreta, era una mujer que no se entregaba. Fui más cercana a Leonora, que se supone que era dificilísima. A mí me tocó conocerla cuando estaba bien loca, a cada rato la metían en un psiquiátrico, tenía crisis, ibas paseando con ella y de pronto alzaba el paraguas y se peleaba contra el sol, quería asesinarlo porque estaba muy caliente. Sin embargo era muy familiar. Remedios era rara, muy rara, no se antojaba quererla, sentías el rechazo. A mí me encanta la gente loca. Aunque, fíjate, un cuadro de Remedios y una película de Jodorowski me ayudaron a tomar distancia de mi padre. El cuadro de Remedios se llama Saliendo del psiquiatra: un personaje lleva la cabeza de su padre agarrado de la barba y echándolo a un pozo. De manera simbólica, en Fando y Lis, la película de Jodorowski, entierran las fotos de sus padres en el desierto, una forma de matarlos. Me sirvieron para deshacerme, al menos en parte, de las ataduras paternas. Con el tiempo me he dado cuenta de que ese mexicanismo exacerbado que viví en casa de mi papa no andaba lejos del surrealismo. Así fui viviendo a salto de mata y aprendiendo de aquellos monstruos que iba conociendo en las tertulias de surrealistas y con mi grupo de amigas. Al principio viví con Marysole, ella me robó, cuando nos distanciamos por primera vez. Inicié mi odisea, mi peregrinaje, viajé mucho, en camionetas, de cualquier manera, era muy amiguera y la fama de mi papá me abría puertas. En una de las visitas que hice a mi mamá, que vivía en Chihuahua, me llevó a un baile para presentarme en sociedad. Allí estaba un joven vestido de arriba abajo en mezclilla azul pálido, hasta las botas se las había forrado en mezclilla de ese color. Era propietario de una mirada tristísima, era tan bonita su imagen, estaba sin estar, llamaba mucho la atención sobre todo por su belleza, pero también por esa tranquilidad, esa ausencia, era un fantasma presente. No contestaba si le preguntabas, te atravesaba con la mirada, muy extraño, algo fascinante para mí. Se llamaba Óscar Chávez. Me casé muy joven, fue un matrimonio triste, pero muy amoroso. Él no estaba bien, era un poco autista, no del todo, pero era muy difícil sacarle de su mundo. Siempre estaba con la historia de que nadie me comprende, este mundo no es para mí. Le costaba despertarse, le costaba dormir, nada le interesaba y yo que llevaba una cuerda en esos momentos que nadie me podía parar… Era muy difícil la convivencia, al poco tiempo nos separamos. Él se metió de hermano lego en un convento, no mucho tiempo después salió y me buscó, me propuso que nos suicidáramos juntos. Como se puede comprobar no acepté, pero él sí lo hizo, me quede viuda. Pese a todo, recuerdo esa relación como muy amorosa, muy dulce”.

 

Ecos de estas vivencias aparecen en sus cuentos poblados de personajes encerrados, que les cuesta salir, seres que viven instalados en pesadillas, atormentados, que solo encuentran la paz en la muerte.

 

“Después de estar sin casa mucho tiempo, Severo Mirón me hizo un sitio en el Club de Periodistas. Me dieron una suite y como todos eran borrachos, pasábamos el tiempo en la cantina La Ópera, que sigue con la misma decoración, pero ahora es un restaurante de lujo. La Remington que saqué de casa de mi papá pesaba horrores. Me sirvió para ganarme la vida, con ella escribía cartas de amor en una pulquería, los clientes me pagaban con pulque, que en parte vendía. Escribía entre burros, borrachos y molcajetes con salsa. Los periodistas me pedían que hiciera sus artículos, sus entrevistas, así poco a poco fui agarrando oficio. En el Club había un restaurante llevado por unos españoles que vivían en el piso de arriba. Tenía una gran ventaja, firmabas, esto es, te dejaban pagar a cuenta, pagabas cuando tenías. Enfrente estaba el famoso Café París, nido de artistas y de exiliados, allí se reunían también mujeres poetas. Fíjate otra mujer de la que me enamoré fue de la loca de Pita Amor, y para completar el espectro también de Nahui Ollin. Me especialicé en locas. Por allí aparecía de vez en cuando una costarricense, Eunice Odio. Un día que Pita me hizo un feo me fui al café de enfrente para contemplar a Eunice. Margarita Paz Paredes (“Pequeña isla soy/ Tú me descubres”), me convenció para hacer una lectura: no te preocupes, yo te llevo alguna gente –me dijo. Allí apareció Eunice, que yo la conocía de observarla en el café. Estaba también Carlos Monsiváis jovencito. Eran como ocho o nueve personas. Eunice dijo que yo era una poeta beat-neck (desnucada) y me quedé con lo de poeta beat. Guardo su imagen con el pelo oscuro, estábamos en una azotea donde yo tenía rentado un cuartito, con velas y un foco iluminando el cielo, un ambiente muy bohemio. Esta mujer con una belleza que encerraba amargura y misterio. Esta poeta de la luz, había comprendido que la vida me había golpeado. Había tendederos con ropa colgada y ella tenía detrás una colcha de niños con figuritas como de Walt Disney. Yo pensaba: esta mujer tan misteriosa con ese fondo… Me hubiera gustado cambiársela y ponerle una de color neutro. Es curioso este recuerdo se me ha quedado muy grabado. Ella no hacía casi vida social, no iba a cócteles, así que fue un gran honor que viniera. Era silenciosa, de mirada fija, atenta”.

 

Eunice murió sola en su apartamento, tardaron diez días en descubrir su cuerpo, la misma casa, el mismo sofá en el que murió su amiga Yolanda Oreamuno, que murió en sus brazos. Ahora, tras años de olvido, se han convertido en mitos de la literatura tica. Dos expatriadas, mujeres, intentando abrirse camino lejos de la encorsetada Costa Rica, tuvieron unas vidas difíciles, son leyenda.

 

Eunice fue capaz de escribir:

 

Ven

Amado

Te probaré con alegría.

Tú soñarás conmigo esta noche.

(…)

Ven

Comeremos en el sitio de mi alma.

 

Así se las gastaba Eunice Odio, la que calificó de beat neck a la principiante Adela. Eunice ya había cumplido los cincuenta en esa época, era una escritora de cuerpo entero que malvivía de sus escritos. Su obra Tránsitos de fuego es una cumbre. Alfonso Chase, el escritor costarricense, leyó este libro y le cambio el nombre a la autora: Eunice Amor.

 

 

Un amor místico

 

“Te voy a contar algo personal, no me importa que se publique. Me enteré que Gerardo Lizárraga, el primer marido de Remedios Varo, había hecho una foto a Rosa Zabaraín y utilizó su rostro como modelo para un Cristo que pintó. La eligió por sus ojos de un azul especial. Me dijo que si le ayudaba a limpiar su apartamento y de paso encontraba la foto me la regalaba. No lo dudé, aquello era un desorden mayúsculo. Le dediqué bastante tiempo, tenía muchos apuntes de Remedios, cartas… Lo ordené, encontré la foto, me la quedé. Rosita era una mujer que yo quise muchísimo. Vendía discos en la Sala Margolín, la tienda de la última pareja de Remedios, Walter Gruen. Yo me enamoré de esa mujer por los ojos, unos ojos que parecían llenos de lágrimas que no se derramaban, tenía una nariz grande, estaba siempre ordenando discos, era silenciosa y grandota, con un aspecto entre campesina y culta, una mezcla rarísima que me fascinaba. Pero mi timidez, mano, era terrible, me quedaba parada mirándola, haciendo que buscaba algún disco, tratando de olerla, tratando de sentirla, era uno de esos amores de adolescentes que son terribles; tendría yo como veintiún años, pero era muy inmadura emocionalmente, esas cosas a mí me ahogaban. Entonces perdí mi sabroso contacto con Margolín. Para mí representaba una tensión terrible. Yo entraba en la sala como está el Popocatepel ahorita, con tremor, las fiebres, los fríos, los sudores, los miedos. Escribí El perro, que realmente era una carta, porque yo me dije: ella tiene que saberlo; y se la mandé. Ella dijo no, no, no, para mí no es alguien que esté tan enfermito, alguien que se siente un perro, que pierde la oreja, que pierde la cola, que pierde la pata, que se muere de hambre al pie de la puerta y aúlla”.

 

Si no me amas, tristearé por siempre –escribí en El perro.

 

“Esto hizo  que me distanciara de la Sala Margolín, no quería que nadie se diera cuenta; porque una mujer que ya tenía hijos, estaba divorciada y que no quería para nada una relación lésbica, no la quería molestar, no quería quemarla, la quería proteger. Me veía a mí misma como un enemigo para su tranquilidad y entonces perdí Margolín. Entraba, compraba cualquier disco y salía corriendo, ya no era aquello de estar allí mirando y hablando con otros sobre las novedades o descubrimientos con los musicólogos. Todo eso bonito de Margolín lo perdí, por enamorada, por aterrada, por tímida y por pendeja. Sí, fue muy fuerte, ha sido el sentimiento más fuerte de mi vida, el más fuerte de todos. Y me enteré de ese cuadro de Lizarraga, del Cristo. Me habían dicho que ella había posado para él. Después ella se fue a vivir a Guadalajara y yo retomé mis visitas a Margolín, pero ya no era lo mismo, no tenían tantas novedades, la gente se quejaba, estaba un encargado catalán que era un mamón, aunque al final me hice amiga de él, para que me diera noticias sobre Rosita. Total que murió y no la volví a ver. Fue trágico que se acabara la Sala Margolín, era toda una manera de vivir y de encontrarse. Toda la gente amante de la música iba a la Sala Margolín, realmente era un negociazo para Walter. Allí iba yo, con mi tortura en el corazón y mis huaraches con grapas. El año pasado cuando la cerraron lloramos, era nuestra fuente de nutrición. Los mejores discos, la mejor orientación, las mejores grabaciones. Walter era una buena persona, tenía pasión por Remedios, por su arte, por la amiga, el pleito por la herencia lo mató. Él la mantuvo, la ayudó a sacar lo que llevaba dentro”.

 

 

Maternidad

 

“Me vino con fuerza el deseo de ser madre. Admiraba el mundo griego clásico y la cultura judía. Quería tener un hijo judío y otro griego”.

 

Marysole dice que en realidad quería ser una especie de madre universal, quería también un hijo chino, otro negro, lo que no tenía claro dentro de su fantasía era pensar en cómo sacarlos adelante, en cómo mantenerlos, a Marysole le parecía todo una locura, fue una de sus épocas de distanciamiento.

 

“Conocí al padre de Emilio, que es de origen judío. Era el más bello hombre del momento, todas morían por él. Era muy joven, se puede decir que casi le violé. Yo tenía veintiuno y él diecisiete, creo recordar. Arístides Coen, pintor, no tuvo responsabilidad paterna. A mí me gustaba el idioma, el yidish, la cábala, que empecé a conocer gracias a Leonora, aunque yo no sabía nada de eso, sigo sin saber. Quería robarme un rabino que me enseñara a cantar y la Torah. Me agarró una pasión por el pueblo de Israel que ya se me quitó. Yo los conocí de modo cercano en Coyoacán, me encantaba cómo cocinaban. Conseguí lo que quería. Me quede embarazada y me fui a Nueva York. Mi hijo nació allí en 1964, el 26 de diciembre, en el Bellevue Hospital. Lo registré en el consulado mexicano, le puse Emilio Quetzalcóalt. El segundo nombre Quetzalcóatl se lo debe a Chavela, ella lo sugirió. En Nueva York viví una temporada con unos beatniks que conocí en México, en San Blas, Nayarit. Los últimos beatniks. Los conocí un atardecer en que una mano amiga me salvó del ataque de las nubes de pequeños mosquitos, los temidos jején, metiéndome en una casita cerca de la playa. Allí conocí a Kai, a Erick y a Donato, era 1962, viajé una temporada con ellos por México. Nos juramentamos para encontrarnos en San Francisco al cabo de un año. Pero milagrosamente me los encontré en Nueva York y conviví con ellos un tiempo durante el embarazo de Emilio”.

 

En esa época escribió Adela:

 

Tengo cuatro meses de embarazo y pánico a parir

New York huele a mostaza

(…..)

Kai, Eric y yo cafeteamos

(……)

Los beat niks laten agonía

Los nacientes hippies desbordan euforia.

Los unos, con más años encima

y caminos recorridos,

sufren de melancolía.

Los otros, juventud en la sangre.

Zanjan sus rutas psicodélicas.

(….)

Yo no soy ni lo uno ni lo otro,

Simpatizo con las dos corrientes.

Yo soy beat neck, desnucada,

La cabeza ladeada sobre el hombro

Y por decepciones entristecida:

Estrella de mar que se seca en la playa,

Más peregrina que nómada.

 

“La experiencia se acabó un día que se incendió el apartamento en el que convivíamos. En ese apartamento tuvimos una tarde de confesiones, empecé yo, les dije que estaba embarazada, se abrió la veda. Kai confesó que era lesbiana, pero acabó casándose con Eric, que nos contó que padecía de trastorno bipolar. Tuvieron cuatro hijos. Don, que era el mayor, tenía cincuenta años, nos dijo que era homosexual. Fue como una liberación. Don acabó sus días en México, no me buscó, se suicidó en Tepoztlan. No volví a ver a ninguno de ellos. Viví el Nueva York de los beatniks, eran una gente tristona, existencialistas. También frecuenté una iglesia budista, de esa época conservo una faceta zen, soy una zen kikapú y algo más. Vinieron luego los hippies con sus cánticos y sus comunas, que a mí no me gustaban. Eso del sexo en multitudes no va conmigo. Los hippies corrieron a los beatniks. Algunos hippies se desplazaron a Latinoamérica y no fueron bien recibidos. Los beatniks tampoco, muchos fueron expulsados de México.

Hice de todo para sobrevivir en Nueva York, al principio trabajé en Correos, pero como no entendía nada a los tres días me corrieron. Luego en bares, el primero en el que trabajé fue El Ebro, que lo llevaban unos españoles. Después en uno portugués.

Fui modelo en la escuela de Bellas Artes cuando estaba embarazada, e incluso vendía la orina para unos laboratorios mientras amamantaba a Emilio. Fui ama de leche. Emilio tiene una hermana de leche francesa, Michelle. Hice de todo, pero con el trabajo en los bares me fui arreglando. En aquellos días conocí a Dionisio, se hacía llamar Dennis, regentaba un bar al que solía ir a esperar a una amiga que trabajaba enfrente, me gustaba verle, era mayor, serio, responsable y griego. Allí tenía a mi griego. Estaba casado, su familia vivía en Grecia, él ahorraba para mandar dinero a su familia. A los dos meses de nacer Emilio volví a México, mi tío Fernando me acogió en su familia, fue mi protector durante muchos años. Mi papá no me volvió dirigir la palabra. A los once meses la llamada de la maternidad volvió y de nuevo viajé a Nueva York, esta vez a buscar a Dionisio. Atenea fue concebida en Nueva York, hija de Dionisio Magoulas. Le tuve que seducir, cumplió su papel. Esto sucedió un 20 de noviembre de 1965, poco antes de las 11 a.m., justo antes de que la sirena anunciara la partida del barco rumbo a Francia en el que iba a partir mi tutora de francés. Estuve cinco días. Un solo encuentro fue suficiente para concebir a Atenea. Al quinto día volví a México”.

 

Da miedo pensar que sea verdad esto que contaba Adela. Pero varias fuentes han confirmado la versión.

 

“Mi tío Fernando de nuevo aceptó el reto. Se hizo cargo de nosotros y de la griega que estaba por llegar. Donde come uno, comen diez. Atenea nació en 1966 en Ciudad de México. Cuando fui al registro civil a dar parte del nacimiento de mi hija le quise poner Atenea Fernández, pero el oficial del registro me lo impidió: en México todo el mundo tiene padre, así que ya está diciendo su apellido paterno, me dijo. Como no sabía cuál era el apellido de Dionisio la registré como Atenea Theodorakis Fernández. Ya tenía lo que quería, mi familia, mis hijos. Emilio no volvió a saber de su padre, pero Atenea, cuando cumplió los 28 años, tuvo la ocurrencia de buscar a su progenitor, del cual no habíamos vuelto a saber nada. Con la ayuda del cónsul griego lo encontró y fuimos a visitarlo, a él y a toda su familia. Dionisio tenía mujer y varios hijos en Grecia, en Kefalonia. Atenea tenía hermanastras que eran mayores que yo. Fue increíble, nos recibieron bien. En el libro Atenea relato con detalle este encuentro”.

 

 

*     *     *

 

Vinieron años de trabajo y nomadeo, de crianza de los hijos, que salieron adelante gracias a su esfuerzo, a la protección que le brindó la familia de su tío Fernando y al apoyo de amigos. Su padre desapareció de su vida.

 

En 1971 recaló por Ciudad de México Rosario Guillermo, escultora, que por entonces andaba picada por el teatro, soñaba con ir a California a hacer teatro. Una amiga, Elvia, que también era amiga de Adela, le convenció para quedarse: el teatro se hacía en México, en California se hacía cine. Fue su argumento. Elvia le presentó a Adela, que para la semana siguiente ya había organizado unas clases gratuitas para un grupo de aficionados, con María Alicia Martínez Medrano como profesora, persona muy conocida en el mundo del teatro. Conectaron tanto que después de una semana empezaron a concebir un plan más ambicioso: la formación de un laboratorio de teatro dirigido por María Alicia. Tenía que ser fuera de la ciudad, en una comunidad que formarían en medio de la naturaleza. La única que venía de la naturaleza, el campo, era Rosario.

 

“En septiembre ya nos encontrábamos instalados en el rancho Huaymitún, en las playas de Yucatán. Mi amigo Alonso Peón nos había prestado su propiedad para realizar nuestro proyecto llamado Laboratorio Experimental de Teatro Críslidos. Viene de crisálida, críslidos: salidos de la crisálida. Una ocurrencia de Adelita y María Alicia”. recuerda Rosario. “Durante septiembre y octubre el pequeño grupo (cinco) más los pequeños hijos de Adela dedicamos nuestros días a ejercitaciones teatrales por la mañana, lecturas y análisis de obras por las tardes y ensayos de las mismas por las noches. Nos conectamos con la escuela de teatro de Bellas Artes, así como con grupos de teatro independientes, y realizamos montajes en conjunto. Para noviembre ya teníamos listo un repertorio teatral: Los alaridos y ¿Quien soy?, de María Alicia Martínez; Los perros, de Elena Garro, y Ciborea, la madre de Judas, de Adela Fernández. Durante noviembre y diciembre estuvimos montando las obras en diferentes teatros de la ciudad de Mérida. Todas las representaciones tuvieron éxito y resonancia, creo que dejamos huella en la península. En enero del 72 el laboratorio se desintegró. Adela con sus hijos y yo nos quedamos dos meses más en Mérida y en marzo regresamos a Ciudad de México. Adela siempre recordó esta experiencia como una de las más queridas e inolvidables de su vida. Yo nunca la vi tan feliz y tan plena como en aquellos meses de intensa creación en las playas de Yucatán. En el 72 y 73 continuamos haciendo teatro a veces solas, a veces con otros grupos. En esos años repusimos Ciborea y montamos Sin sol ¿hacia dónde mirarán los girasoles?, ambos monólogos escritos por Adela. A mediados de 1975 nuestras vidas tomaron diferentes rumbos”.

 

En 1974 escribió y publicó su primer libro de cuentos, El perro o El hábito por la rosa, y varios ensayos sobre las drogas y el suicidio. También colaboró con Demetrio Sodi en el Instituto Indigenista. En el año 1976 entra en contacto con Beatrice Truebloods, ahora cónsul honorario de Letonia en México, una mujer de origen letón. Siendo niña, su familia tuvo que huir de los comunistas rusos que invadieron el país, y después de la Alemania nazi tuvieron que partir hacia Nueva York. Su madre le aconsejó que estudiara castellano. Ese consejo que ella siguió le cambió la vida. Tenía veinticinco años y trabajaba para una editorial en Nueva York. Allí conoció a los mexicanos Eduardo Terraza y Ramírez Vázquez, que le encargaron editar un libro sobre el Museo de Antropología y después la coordinación de todas la publicaciones que se generaron en torno al México 1968, ya no paró. Esta mujer define así a Adela:

 

“Tenía una inteligencia y sensibilidad profunda, un corazón que abrazaba el universo, y una capacidad de trabajo sin límite. Tomaba cualquier tema entre manos y lo volvía mágico o terrestre, según necesidad. En su vida profesional conmigo merecía cinco estrellas. Tenía un gran talento literario, y tuvo que aprender a sortear todas las piedras que su destino le puso en el camino”.

 

La primera colaboración con Beatrice se remonta a la campaña presidencial de José López Portillo en 1976. Le encargaron que preparara, en cuatro meses, un Códice de Tiempo, historia comparativa mundial (África, América, Asia, Europa, Oceanía – México). Constaba de unas 2.000 fotografías y unas 1.000 páginas de texto. El equipo estaba formado por 80 investigadores, escritores, fotógrafos, y Beatrice como diseñadora y directora. Adela se encargó de las introducciones a cada una de estas secciones, ubicando al lector en cada periodo de tiempo desde la prehistoria hasta el siglo 20. En 1976 decidió crear la empresa Studio Beatrice Trueblood, orientada a los grandes libros de regalo, en formato de arte, para clientes del más alto nivel. Eligio autores de primera línea. Pero muchos de ellos, que firmaban los libros, no tenían tiempo o talento para escribir. Allí estaba Adela detrás para solucionarlo, el oficio que adquirió trabajando de negro con los periodistas le sirvió de mucho. Las oficinas estaban en una pequeña casa con jardín, no muy grande, en la calle de Xicotencatl, en Coyoacán. Adela tenía su pequeña oficina al final del jardín en lo que había sido uno de los cuartos de servicio. Tenía ventanas grandes que daban al jardín. Allí escribía en paz y, muy importante, podía fumar sin molestar. Nunca abandonó el cigarrillo.

 

En 1977, siendo ya presidente José López Portillo, apareció con una pequeña novela que tenía ya escrita, Quetzalcoatl, y que quería ver impresa en edición de lujo. De eso se encargó Beatrice. Arropó la novelita con un estudio antropológico de Demetrio Sodi y un psicoanálisis de Quetzalcoatl (el principal dios azteca) realizado por el psiquiatra freudiano Fernando Díaz Infante, que gozaba de una imaginación desbordante, pero muy divertida. Adela hizo las veces de jefa de redacción de ese libro, que dejó muy satisfecho al excéntrico presidente.

 

Para el libro que hicieron sobre la cultura maya, en 1980, el autor fue de nuevo el arqueólogo Demetrio Sodi, pero la redacción y los pies de los grabados fueron obra de Adela. En el mismo año empezaron un trabajo de grandes dimensiones, El Códice de los Asentamientos Humanos, un libro épico sobre las ciudades del mundo desde el 4.000 A. C. hasta el siglo XX, también con redacción de Adela. En el año 1983 Adela se encargó de un trabajo bastante personal para la editorial: se encerró en la casa del pintor Enrique Delaunay, que vivía, cómo no, en Coyoacán. Era de  origen francés y se casó con una mexicana. De este hombre hizo Adela un relato de su vida y su arte. Lo curioso es que debía andar muy delicado, pero tuvo a bien esperar hasta ver publicado su libro para morirse. A los dos días de tenerlo en sus manos Delaunay se despidió del mundo.

 

Una muestra de su trabajo se puede apreciar en el libro La Tejedora de Vida (Colección de Trajes Mexicanos de Banca Serfin), de 1987, que fue escrito por Adela a partir de las investigaciones y asesoría de Carlota Mapelli Mozzi y Teresa Castello Yturbide. Ella contó a Beatrice que había hablado con una mujer indígena que le había transmitido el siguiente poema anónimo:

 

En este huipil llevo grabado

Todo lo que padecí y gocé

En los primeros 40 años de mi vida.

Estas seis flores rojas

Son los corazones de mis abuelas,

De mi madre y de mis tres hermanas

Que ya murieron.

Estos muñequitos son mis hijos,

Nueve que he tenido,

Y se distinguen

Los que no se lograron

Porque llevan una planta de maíz,

Es decir, que ya se fueron

A alimentar la tierra.

Y vea usted esta greca

Para que se dé cuenta

De lo difícil que ha sido mi vida

Que hasta remolinos de llanto hay ahí.

Éste es mi ángel de la guarda,

Y este otro el demonio que me tienta.

Los cocoles son mi marido

Que como me abandonó

No más me la paso pensando en él.

Éste es el árbol de la vida

Y de la muerte,

Y yo estoy en mi centro

Porque aquí ando cumpliendo

Mi destino.

Ya voy a labrar otro huipil

Con más cosas que he vivido,

Y cuando me muera,

Me vestirán con los dos,

Uno encima de otro.

Cuando suba al cielo,

No más de verlos

Ya sabrá Dios

De qué me ha de enjuiciar

 

Más adelante reconoció que no había hablado con esa indígena, que todo era producto de su imaginación, consiguió meterse en las mentes y corazones de las indígenas y a partir de ahí creó poesía.

 

 

Muere El Indio

 

Mientras Adela escribía, hacía teatro, trabajaba en la editorial de Beatrice y cuando podía se escapaba a ejercer de beat neck por México, su padre se iba apagando lentamente en la casona que levantó para poder soñar. Su concepto de hacer cine había periclitado y se le veía como un resto folclórico de un México que él en buena parte se inventó. Sobrevivía haciendo de malo en películas gringas. Las colaboraciones con Sam Peckinpah fueron espectaculares y las parrandas cuando acababan las jornadas de rodaje también. Poco a poco las fiestas terminaron y los amigos se esfumaron. Para más inri, en mayo de 1976, mientras trabajaba en localizaciones para la película México Norte mató a tiros al joven campesino Javier Aldecoa Robles, huyó a Guatemala, fue detenido, trasladado a Ciudad de México y acabó en la cárcel. Existe una entrevista que le hicieron en la cárcel, fiel reflejo de El Indio en aquella época. Le dejaron salir para acabar la película, y al poco recibió un polémico indulto. Pero ya todo estaba acabado para él. Sumando desgracias, ocurrió la tragedia de Jacaranda. Nacida en 1951, hija que tuvo de Columba. Murió en 1978 en circunstancias extrañas, posible suicidio, y dejando escrito en la pared: te quiero mucho, papá. Siguieron años de locura y delirio alcohólico. El día que murió El Indio, el 6 de agosto de 1986, Adela estaba trabajando en el desalojo de basuras en una comunidad que llamaban Macondo, en homenaje a la novela de Gabriel García Márquez, situada al borde del Desierto de los Leones, en Tetelplan. Allí le avisaron que su padre acababa de morir. Macondo está formado por un grupo de casitas con un jardín central en el que vivían veinte personas: pintores, escritores, músicos, investigadores de universidad y viajeros.

 

Contra todo pronóstico, Adela fue declarada heredera universal y con 44 años decide volver a la casa paterna. Tras un penoso litigio con Columba, el 23 de diciembre de ese mismo año llegó a la casa y allí se encontró el desastre con mayúsculas. Animales muertos casi momificados en las jaulas y todas las dependencias de la casa convertidas en basureros. Adela, estremecida, pidió ayuda a Beatrice para a poner orden en la casa. Así recuerda Beatrice aquellos momentos:

 

“Cuando murió su padre, me invitó a desayunar en el palacio casi medieval que era su casa en Coyoacán. Quería hablar conmigo. Adela tenía un estilo muy mexicano, popular-folclórico. Adoraba las artesanías, la comida mexicana, la manera de vestir. Sabía disponer una mesa en un  perfecto estilo mexicano. Esa mañana, en esa casa que era un caos total, había limpiado unos dos metros de un extremo de la gran mesa del comedor, donde había dispuesto dos sitios, de una delicadeza insuperable, para sentarnos nosotras. Una montaña de desperdicios ocupaba el resto de la mesa. Era una escena simbólica de su forma de ser, siempre tratando de hacer un lugarcito perfecto en medio del caos. Me pidió consejo. Adela me había contado mucho antes, alguna noche con copas de tequila y ambiente relajado, de su infancia en casa de su padre. Había sufrido mucho y había tenido experiencias monstruosas dentro del ambiente de vida de ese hombre monstruoso. Ahora tenía la oportunidad de recuperar esta casa. Le dije que para sanar un poco ese lado dañado primero había que poner la casa en orden, y luego que viviera en ella por lo menos dos años. Después la podía vender, o hacer lo que las circunstancias le permitiesen. Y así se hizo. Llegué con mi equipo de trabajo, llegaron mis hijos ya en de edad de poder arrastrar una escoba, y allí, sala tras sala, todas llenas, con perdón, de mierda, limpiamos el Palacio de El Indio para convertirlo en el Palacio de Adela. En años siguientes seguimos algo en contacto a través de algunos trabajos, y en los años noventa, en mi función como cónsul honorario de Letonia en México, Adela se convirtió en una de las joyas mexicanas para presentar a visitantes distinguidos de Letonia. Ella siempre fue muy generosa y nos abrió las puertas”.

 

 

El al-kukhul y la pausa

 

La muerte de su padre sacó a pasear a todos los demonios familiares. Le sobrevino la tristeza y se le agotaron las fuerzas. El alcohol también hizo su trabajo en este sentido. Bebió sin parar, se volvió irascible, se debatía entre la euforia y la depresión. Adela se alejó de la literatura por unos años, inició una pausa, estuvo siete años seguidos sin cruda, no daba tregua. En ese tiempo le devoró el ambiente que se movía en la casa, y el alcohol. Víctima de su adicción no sabía, no tenía fuerzas para salir de ese mundo. El tequila, el pulque, el alcohol han tenido una presencia brutal en su familia. Adela conoció de pequeñita el alcohol y el tabaco, la criaron como a los gallos de pelea que El Indio alimentaba a base de carne cruda picada con chile y pulque. A ella también, de vez en cuando, se lo daban. Le seguía gustando, a veces se preparaba carne tártara con chile.

 

Comenta Marysole Worner Baz:

 

“Dejarle la casa en herencia fue el último castigo que le impuso su padre. El mundo que la rodeaba era horrible, era de hurto, se aprovechaban de ella, la utilizaban como un souvenir y la dejaron pelona. Atenea llevaba la casa como podía, su madre era incapaz, por su lamentable situación. Después de mucho insistir su amiga Elisa y yo conseguimos ayudarle a salir de ese mundo. Aceptó acudir a un programa de rehabilitación. Tuvo catorce años en los que enderezo su vida, catorce años abstemia. Era otra mujer, una maravilla. Escribió mucho, cambió la casa. Después en los últimos años decayó, volvió a beber, estaba enferma”.

 

Entre 1994 y 2009, más o menos, consiguió mantenerse alejada del alcohol. Fueron buenos años, plenos de trabajo creativo, dio forma a la Casa Fortaleza, que se convirtió en una fuente de ingresos estable. Luchó contra la enfermedad, padeció y superó dos cánceres y tuvo que hacer frente a la muerte de su hija. En 2011 Adela tuvo el valor de hacer pública su adicción en un estremecedor programa de televisión, Intervención Latinoamericana: “Como decimos los alcohólicos pendejos, soy una alcohólica pura, nada de drogas”.

 

 

Marysole, siempre Marysole

 

La conoció siendo casi una niña, con quince años, la edad en la que El Indio tomaba como esposas a sus mujeres. Marysole le proporcionó la fuerza necesaria para salir de casa, se la llevó con ella, le acompañó su caballerango Santiago Ríos, que se convirtió en pintor surrealista. A este no le quedó otra alternativa que irse. Si se quedaba en la casa El Indio le hubiera matado por no cuidar a su hija. Al cabo de un tiempo se distanciaron por primera vez, se fue a viajar: “Me dejó porque era igual que su padre, me pasaba bebiendo todo el día”, recuerda Marysole.

 

Como contó al inicio de esta conversación-río, se conocieron en la Galería Proteo, donde exponía Marysole, que acababa de llegar de París, de un viaje que en parte hizo con Remedios Varo, y en el que se dedicó a visitar museos en diferentes ciudades europeas. Ella fue el vehículo que utilizó para salir de la casa-prisión.

 

“Marysole Worner Baz, desde la adolescencia, ha sido mi compañera. Hace poco estuvimos haciendo cuentas. Llevamos cincuenta y tantos años de relación. Tengo mucha pasión por su persona y por su arte. Yo he sido viajera. Me iba, regresaba… Ella siempre me ha aceptado. Ahora somos dos viejitas y estamos cuidándonos los achaques, seguimos como la pareja inicial, como si no nos hubiéramos divorciado cuarenta veces. La culpa de la última vuelta la tuvo Raquel Tibol. Esta mujer es una fiera como crítica de arte, sin compasión alguna, es muy atinada. Yo la admiro y la quiero. Pero descubrimos que era muy chismosa. Antes era muy técnica, ahora no. Habla de las pasiones, habla de lo humano, se mete con la vida de la gente. A mí me da gusto que vea al ser humano. Rosario Guillermo, una amiga que es escultora, le tenía pánico. Yo creía que era una señora criticona con muy mala leche, pero no, tiene una vida muy interesante. Total que un día me llamó Marysole y me dijo que fuera a visitarla. Le dije vale, voy a comer y me vuelvo. Mary estaba contenta, le contó a Raquel que había quedado conmigo y la buena de Raquel se lo contó a todo el mundo. Total, me empezaron a llamar los conocidos para felicitarme y de pronto nos vimos de nuevo enganchadas, de esto hace como diez años. Me apoya muchísimo emocionalmente, es mi muelle, siempre fue mi muelle, donde reposar, donde coger fuerza. Es la pareja de mi vida, adoro a Marysole, la adoro. Me acuerdo que tenía problemas con mis hijos, me decían: oye mama ¿por qué ese niño es viejito? Ni es viejito, ni es niño. ¿Y por qué es así? Porque es un gnomo. Iban donde Marysole y le decían: ¿Oye Marysole, es que tú eres gnomo? Aquí éramos amigos de Diego, no de Frida, creíamos que ella fingía, que se inventaba enfermedades para retener a Diego, para sacarle de las fiestas. Hasta que nos dimos cuenta que había una realidad dramática detrás. Nosotros defendíamos a Diego, cuando todo el mundo lo veía horroroso. Marysole era como la réplica en miniatura de Diego Rivera. Nosotros estábamos acostumbrados a la imagen de Diego, Marysole era como nuestro Dieguito. Era difícil presentarla socialmente, mi mamá casi se muere cuando la conoció. Mi papá fue feliz cuando le dije que era lesbiana, ya no tenía que preocuparse por mi himen, ni matar a quien me tocara. Pero cuando aparecí con mi hijo, entonces sí, entonces me convertí en una puta. Marysole y yo estuvimos una vez en tu ciudad, en Bilbao, visitando el Guggenheim. No me gustó el edificio, debo de estar chapada a la antigua, esos pasillos tan grandes, vacíos. No me gustó. En el avión el aeromozo nos miraba sorprendido, pensaría ¿que hacen estas dos viejitas haciéndose carantoñas? Nosotras íbamos encantadas volando hacia París”.

 

 

La pasión de escribir

 

Adela aprendió a escribir contestando cartas a las novias de su padre, imitaba su letra y se inspiraba en poetas famosos. Aprendió historias que le contaban sus nanas, oía las fantasías de su padre, las historias de Juan Rulfo y José Revueltas. Después pasó a contar sus sueños inventados en las reuniones de los surrealistas, a escribir cartas para enamorados en las cantinas y a trabajar de negro para periodistas. Esa fue su escuela. Estaba mordida por la pasión de escribir. Casi sin pretenderlo cuajó en una cuentista de primer orden. Alfonso Miranda, director del Museo Soumaya, ha publicado un recordatorio en su memoria que está pero que muy padre y con su permiso reproduzco un párrafo: “Sumergirnos en sus textos nos deja en el desamparo. Turbulencia de imágenes que desvelan la identidad mexicana, más allá de lo deseable. Adela escribió de a punto y seguido. Cala y cala hondo. Siempre desde la inclemencia de la razón y en el borde de la muerte”. 

 

Tuvo dos lastres que la persiguieron sin piedad: el alcohol y su padre. La sombra de su padre no dejó ver con claridad su aportación creativa, de alguna manera ocultó su obra. Y el alcohol, durante años, le impidió trabajar. A pesar de ellos consiguió completar once títulos, alguno magnífico, alguno muy inquietante y otros deliciosos, como los centrados en la cocina mexicana o los ritos que giran alrededor de la muerte. Le gustaba escribir sobre seres torturados y recetas de cocina, le gustaba describir con exactitud cómo se debe montar un altar en recuerdo de un ser querido y elaborar análisis sociológicos sobre las drogas o el suicidio, le gustaba escribir sobre arte y sobre tradiciones aztecas o mayas. Era versátil, pero por encima de todo era curiosa.

 

Tiene un monólogo, El sepulturero, que narra la historia de un niño que no sepulta muertos, sepulta recuerdos. Un niño precoz, incomprendido por sus padres. Hipersensible ante la crueldad de las guerras, reacciona iracundo, intolerante hacia todos menos con un viejo poeta, su único amigo. Al morir éste, el niño se desquicia aún más y es internado en un manicomio. En la acción dramática vemos su trayectoria de la esquizofrenia a la catatonia, o sea, renuncia al mundo. Escribió historias duras como Con los pies en el agua. En ella Simona nace y vive en un burdel y acaba teniendo a su padre como principal cliente, se hace amiga de una niña bien, Helena, a la que le gusta el sexo tumultuario, se sube a los andamios a provocar a los albañiles, que ejercen su papel de machos. Helena acaba con su vida jugando a la ruleta rusa en una orgía celebrada en una sucursal del infierno. En De todos los oficios el hijo castrado acaba relacionándose con su padre. El Fenicio es un tipo que vende de todo, incluso palabras: palabras curativas, palabras para enamorar, palabras para soñar. Y La jaula de la tía Enedina es una historia claustrofóbica. García Márquez dijo de este cuento que era uno de los diez mejores cuentos de la literatura suramericana, escrito por la serísima y tristísima Adela. Este cuento ahora se lee en las escuelas mexicanas. Son cuentos desasosegantes. Cuesta creer que la persona que hablaba de sus vivencias con tanta suavidad y tanto desparpajo sea la misma que escribió estas historias.

 

Fue una amante de la muerte, de las tradiciones que la rodean. Durante buena parte de sus vidas Adela y Marysole se dedicaron a buscar todo lo relacionado con la muerte, fue un tema donde se encontraron muy, muy de cerca, siempre trabajando con y sobre ella. “La muerte no es nada, es un paso, pero simbólicamente es muchísimo, trabajamos mucho juntas en este tema, nos unió”, dice Marysole. En Sabrosuras de la muerte Adela describe las creencias y ritos que tenían los nahuas sobre la muerte, da cuenta de cómo hay que armar un altar en honor a los muertos y de lo que acontece en esos altares. Adela se convirtió en una de las máximas expertas en este tema.

 

 

El Itzcuientlan, de Marysole Worner Baz

El Itzcuientlan, de Marysole Worner Baz.

 

El Itzcuientlan es el primer inframundo de los antiguos nahuas. Marysole hizo una pintura expresionista en la que se ve cómo cruzan los muertos a lomo de perro el mítico río caudaloso que lleva al segundo inframundo. En ese viaje póstumo de las ánimas que tiene nueve pasos, en busca de la paz final, en busca de la “obsidiana de los muertos”. Este cuadro era para Adela imprescindible a la hora de hacer presente la idea que los antiguos mexicanos tenían de la muerte. Una vez al año las ánimas que son recordadas, vuelven a la tierra para visitar a sus seres queridos, de ahí la importancia de los altares. Adela decía que sentía cuando llegaban, sentía su presencia.

 

En El Indio Fernández, vida y mito construyó una biografía de su padre a base de recuerdos suyos y prestados, una biografía temerosa, se nota el miedo, el freno que se autoimpone Adela. Su padre todavía estaba vivo cuando la escribió. Quería escribir una nueva versión, más libre. No lo consiguió. El Indio fue un personaje producto de su tiempo, de la revolución mexicana, era un tipo que lo mismo se quedaba extasiado escuchando el croar de las ranas, que al día siguiente se hartaba del concierto y se liaba a tiros con ellas. El libro de Adela describe un mundo que parece irreal, es el mundo en el que creció, tuvo una infancia dura. Confiesa que le costó escribirlo dado que El Indio trataba episodios de su vida como si fueran escenas de una película, iba cambiando el guión de la escena según veía el efecto que producía al contarlo. Si la nueva versión asombraba más al oyente, cambiaba la versión. En la biografía describe las dos personalidades de su padre. En la buena aparece una persona que se sentaba a soñar debajo de un árbol, que era capaz de regalarle una copa llena de luciérnagas a su diosa particular, Dolores del Río, porque andaba escaso de lana, que se levantaba a ver amanecer y que disfrutaba con los juguetes artesanales mexicanos: canicas de barro, el trompo, camioncitos de madera. Tenía barreños con agua perfumada distribuidos por toda la casa, como en las casas balinesas. Cada día obligaba a cambiar la presentación de la gran mesa. Odiaba poner marcos a los cuadros. En la versión mala aparecen momentos de extrema crueldad, como cuando fusiló a un mono araña, a los patos en presencia de Chavela, o a la pobre perra que tuvo la ocurrencia de quedarse preñada. Todo ello siempre aderezado con cantidades increíbles de alcohol. En la biografía pasa de puntillas por los acosos que sufrían las sirvientas que trabajaban en la casa. Y pasa de puntillas sobre las muertes que ocasionó: mató al menos a dos personas e hirió a varios, incluso le disparó a su hermano Fernando durante el rodaje de una película. En resumen El Indio fue una debilidad mexicana, un consentido.

 

El libro Atenea es una semblanza de su hija, escrita para que la parte griega de su familia conociera algo de su vida. Se echan en falta aspectos del último tramo, entreabre la puerta pero hay que saber mucho para comprender qué pasaba detrás de esa puerta. De nuevo aparece el freno. La última relación de Atenea fue pésima, se encerró en su mundo. Murió joven, con 36 años, abatida por un cuadro inmunodeficiente.

 

Adela tenía previsto publicar Voz de acanto, una novela casi terminada, pero desde hacía dos años no conseguía centrarse en el tema, quizá su hijo (declarado su heredero universal) decida publicarla.

 

 

La Casa Fortaleza, la otra gran obra de Adela

 

El Indio mandó levantar una casa para poder sentarse tranquilo y soñar. El arquitecto fue su amigo Manuel Parra. Era tan amigo de la casa que sus restos reposan en ella, junto al gran muro, cerca del pequeño mausoleo que instalaron el pasado verano para acoger los restos de El Indio y en donde también va a descansar Adela. Es una casa enorme con solo dos habitaciones y pasillos que parecen salones, escaleras de todos los tamaños que se entrecruzan como si hubiera sido el lugar en donde Escher, el dibujante de escaleras imposibles, encontró su epifanía. En la recámara se conserva su cama. ¿Qué cosas no habrá visto esa pequeña cama? Y muebles macizos, grandes, pesados, diseñados por el propio Parra y elaborados artesanalmente dentro de la casa. En esta casa se han rodado decenas de películas, entre ellas la escena final de Frida. Shakira y Thalia han rodado vídeos musicales. En la famosa escalera del salón principal Maria Félix le atizó una potente bofetada, de las que dejan marca, a Pedro Infante en una escena en la que El Indio pedía mucho realismo. También se han grabado telenovelas como Corazón salvaje. Pero la que más anécdotas generó fue el rodaje de Santa sangre, de Alejandro Jodorowsky: construyó un laberinto, lo llenó de enanos, amputados, cientos de gallos, los habitantes de la casa andaban perdidos. La casa tiene un estanque, un espejo de agua, para poder contemplarlo desde el salón. Diego Rivera le decía a El Indio que tenía que sacrificar niños, porque en los puentes se sacrifican personas y cuando es pozo o alberca son niños o doncellas los sacrificados así se creaban los mitos. El Indio distinguía entre mentira y mito, decía: las mentiras las inventan los pendejos y los mitos los genios. Adela huyó de esta casa con 16 años y volvió con 44. Lo intentó, pero no consiguió, no quiso, liberarse de su padre. Vivió los últimos años consagrada a su memoria. Al heredar la casa, su padre la encadenó: Sigo encariñadota de mi padre, le amo mucho, me dijo. Tiene razón Marysole Worner: el padre devoró a la hija. Constantemente le preguntaban por él, tenía que contar las mismas anécdotas una y mil veces. Al final inventaba anécdotas. Heredó una casa que se caía a pedazos y la ha dejado como un museo. Ha sido una de sus grandes obras, en detrimento de su labor como escritora. Pero ella era feliz con esa labor.

 

A mí me gusta más la otra Adela, la beat neck nómada, la que escribía historias, la que contaba con calma y con toda libertad sus vivencias, la que defendía sus ideales, la que cocinaba y montaba altares, la que acariciaba a Marysole la mano ese mañana de julio que las vi juntas. Al final acabaron unidas. Quizá haya llegado ya al lugar de la obsidiana.

 

 

 

Alejandro Ipiña es economista. Ha colaborado en las secciones de opinión de El Correo y El País (en especial en la edición para el País Vasco). Ahora mismo lo que más le gusta es contar historias reales o imaginadas. En FronteraD ha publicado ‘LArchiduc’, Bruselas y Brad PittDe paseo con Raquel Tibol (secretaria de Diego Rivera) por el arte mexicano 

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