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Mientras tantoAdelfas, cipreses, teatro y desigualdad

Adelfas, cipreses, teatro y desigualdad


 

 

El teatro que se pierden los que piensan que no sirve para vivir.

 

Y acaso sea así. Si nos preguntáramos, ¿de qué podrías prescindir? ¿Del pan? ¿De los periódicos? ¿Del teatro? ¿De los libros? Muchos han tenido que hacerlo para ajustarse a la carencia brutal de dinero. Hace tiempo que cuando bajo la basura, en mi calle, perpendicular al madrileño bulevar del alcalde Sainz de Baranda, alguien espera para expurgar en el cubo donde los vecinos del inmueble nos desprendemos de lo indeseable. Pero es que la otra noche, después de ese minero de nuestros desperdicios, llegó otro que recogió lo que el primero había desechado. Recuerdo el furor que desató en algunos sectores españoles aquella fotografía de Samuel Aranda que ocupó la portada del New York Times: se veía a un muchacho flaquísimo con medio cuerpo en un contenedor para reciclar papel. Muchos lo consideraron como una manipulación y una afrenta. ¡Como si solo nos pareciera bien cuando el magazine del Times le dedicaba su portada a un cocinero de renombre! España era mucho más que eso. Pero yo los veo deslizarse por la ranura del contenedor de papel de mi calle para hacerse con la mercancía, casi siempre de noche, a la hora en que bajo la basura.

 

De la creciente desigualdad habla Zygmunt Bauman: “La distancia entre pobres y ricos está agrandándose a un ritmo sin precedentes”. Y de eso habla también el libro de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, un superventas en Francia y en el mundo anglosajón, que en otoño llegará a las librerías españolas. El suplemento ‘cultura/s’, de La Vanguardia, le dedicaba ayer su portada y seis páginas. Allí se podía leer, en una entrevista que le hacía Andrew Hussey al investigador francés: “Existe entre los capitalistas una creencia fundamentalista según la cual el capital salvará al mundo y no es así. No por lo que dijo Marx acerca de las contradicciones del capitalismo, sino porque, como he descubierto, el capital es un fin en sí mismo y nada más”. En su crítica del libro, titulada ‘Una admirable aventura’, escribe José Enrique Ruiz-Doménec: “El libro de Piketty no juzga, sólo sondea los problemas suscitados por el capital a través de dos principios de método complementarios: primero, la historia del reparto de riqueza es en toda circunstancia un hecho político; segundo, la dinámica del reparto de riqueza es un mecanismo creador de desigualdades”.

 

No es fácil contar la realidad. 

 

No siempre resulta fácil escribir. No sabía cómo seguir escribiendo este post que empecé esta mañana de junio (en realidad, ayer: hace más de una hora que atravesamos el meridiano del miércoles al jueves), antes de que se oscureciera el cielo y se desatara la tormenta y la lluvia grávida negra como los nubarrones, pero limpia al tocar el suelo se estrechara como un gran abrazo horizontal contra la superficie del mundo. Ahora, en el autobús que me lleva de regreso a casa (copio de la ficha del libro que estoy leyendo), entre voces que parlotean alegres al final de la jornada laboral (los que vamos en él tenemos suerte: trabajamos), me refugio con Rabindranath Tagore en mi asiento, sin dejar de estar apasionadamente en el mundo, entre los otros, como uno más, pero al mismo tiempo a solas conmigo mismo. Anoto este poema de la edición del Gitánjali que ha traducido mi amigo Manuel Díaz Gárriz, jesuita que lleva toda una vida en la provincia india de Gujarat:

 

Si el día ha terminado ya,

las aves no cantan

y el viento amaina de pura fatiga,

extiende sobre mí

la manta de densa oscuridad

al igual que has cubierto la tierra

con una sábana de sueño

y has cerrado con ternura los pétalos

de la flor de loto al caer la tarde.

 

¿Es esta la historia que querías contar? No, quería hablar del teatro, de lo que se están perdiendo los que piensan que no sirve para vivir. De lo que sentí y deseé compartir después de ver Carne viva, escrita y dirigida por Denise Despeyroux, en La pensión de las pulgas; o Misántropo, de Moliére, en versión de Miguel del Arco, en el Teatro Español; o Le voci di dentro (Voces desde dentro), de Eduardo de Filippo, protagonizada y dirigida por Toni Servillo, en los Teatros del Canal, o… Pero eso será otra noche, que ahora ya me vence el sueño, más allá del quicio de las sombras que han caído sobre la realidad y el deseo de asomarse a ella a través de un túnel de palabras que atraviese este silencio de la ciudad que duerme después de la lluvia limpia y negra. Estoy seguro de que estos teatros que arden en la noche de Madrid están diciendo algo que todavía no sabemos interpretar, como la densa oscuridad que desciende sobre las matas de adelfas y cipreses de la plaza, cuando los que tenemos suerte estamos a punto de subir al autobús que nos ha de llevar a casa. Como si así estuviéramos a salvo.

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