Después de meses de miedo y amargura, el 13 de junio fue un día grande para Abdul Karim Ibrahim. Llegó hace tres años desde Níger a Libia como trabajador inmigrante y volvía a su país como refugiado de guerra. Abdul, de 32 años, estaba a punto de subir al barco que lo sacaría del cerco de Misrata y lo llevaría a Bengasi, la capital de la revolución libia, a un día de navegación. Desde allí, junto a otros 180 viajeros nigerinos, unos 30 chadianos y dos o tres nigerianos que al mediodía esperaban para embarcar en el Azzurra, fletado por la Media Luna Roja Libia, los conducirían por tierra a Egipto para volar desde El Cairo a sus países en aviones fletados por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
En su casa de Agadez, en Níger, su madre, Mariam, no sabía si estaba vivo o muerto. “La última vez que hablé con ella fue en febrero”, antes de la insurrección contra Gadafi y el corte de los teléfonos móviles. “Mi madre no sabe cómo estoy. Se va a poner muy contenta cuando la llame”. El hijo prodigo tenía suerte, porque no le habían robado y podía volver a su país con sus dos maletas. Llevaba sin cobrar su sueldo como ayudante mecánico en una fábrica desde que empezó la guerra. Ganaba 400 dinares al mes, unos 165 euros.
Se iba porque el conflicto lo había dejado sin trabajo, pero también porque temía que lo confundieran con un mercenario subsahariano de Gadafi. Habían capturado entre las filas gadafistas a combatientes de Níger, aunque él sostenía que a sus compatriotas los habían reclutado a la fuerza. “Nos dicen que no hay peligro ya, que podemos quedarnos”, relataba Abdul en la cola del muelle en referencia a los nuevos gobernantes rebeldes.
No se fiaba. Después de meses en medio de la guerra, ya solo pensaba en el retorno. Los libios han ganado su libertad pagándola con su sangre, pero los hombres que forman la mano de obra barata subsahariana, como él, han sido solo víctimas sin causa ni recompensa. Así que la liberación, para él, era simplemente salir con vida y regresar a su tierra. “Quiero volver a mi casa. Es lo mejor. No voy a volver a Libia, me quedaré en mi país. Seré comerciante en Agadez. Hoy estoy verdaderamente contento”.
Desde el casco urbano de Misrata hasta el puerto habían traído a los inmigrantes/refugiados, a los negros, como simple y despectivamente llaman muchos aquí a los trabajadores del África subsahariana, montados en camiones, como una mercancía más. Ser negro extranjero en Libia implica en muchos casos ser tratado como un hombre de tercera categoría. Muchos libios se quejan además de que el ahora fugitivo Gadafi, que soñaba con ser el rey de África, invirtió grandes cantidades de petrodólares en países subsaharianos y corrompió con sus dádivas a numerosos gobernantes para tender así su red clientelar continental, mientras en Libia seguía habiendo nativos hundidos en la miseria.
Ese sentimiento de agravio y el hecho de que el régimen haya reclutado como carne de cañón a miles de mercenarios negros de países subsaharianos para reprimir la revolución popular han agravado la pulsión racista y han convertido al negro en sospechoso. Flaco favor les ha hecho el tirano derribado con su retórica africanista a los inmigrantes negros que aún siguen atrapados en la liberada Trípoli y expuestos a que los acusen injustamente de ser esbirros suyos.
De otro camión descargaban en el muelle de Misrata sus bolsas y maletas. Los voluntarios de la Media Luna Roja ordenaban a los viajeros e iban pasando lista con un megáfono. “¡Amadu Rabe!”, y Amadu, que llevaba dos años aquí y trabajaba en una fábrica embotellando agua, levantaba la mano y arrastraba sus bultos y un televisor hasta la fila donde esperaban a que rebeldes armados registrasen sus pertenencias antes de dejarlos subir a bordo.
Algunos voluntarios los recibían con mascarillas, como si estuvieran apestados, sin estarlo. Como si su piel o su pobreza estuviesen infectadas. Una imagen, la de las mascarillas absurdas, que se repite a menudo también al otro lado del Mediterráneo, en las costas de España o Italia, entre muchos de los que reciben allí a los emigrantes africanos llegados en pateras.
Zied Adreoui, un joven voluntario libio que era de los que no usaban mascarillas para tratar a estos viajeros, explicaba que los 200 pasajeros de aquella mañana eran los primeros de un total de mil que rescatarían en varios viajes de la misma manera. Eran los últimos en ser evacuados. Los más pobres. Antes que ellos, ya habían salido de Misrata desde febrero 16.000 extranjeros, de China, Marruecos, Filipinas, Bangladesh, Egipto, Túnez, Níger, Ghana, Nigeria, Sudán, Argelia o Malí, detallaba Zied. El voluntario de la Media Luna Roja recordaba a los cinco refugiados africanos que murieron en el puerto cuando las tropas de Gadafi lo bombardearon con cohetes Grad.
Hay una crucial diferencia en el éxodo de los refugiados africanos que han huido de Libia desde la zona controlada hasta la semana pasada por Gadafi y los que lo han hecho desde el territorio gobernado desde febrero por los rebeldes. Éstos se han esforzado por organizar la evacuación junto con la OIM hacia sus países de origen, por barco y avión y en condiciones de relativa seguridad, mientras que en el territorio gadafista han permitido, alentado o empujado a decenas de miles de hombres, mujeres y niños a embarcarse hacia la isla italiana de Lampedusa, puerta de entrada de la Unión Europea, a bordo de embarcaciones atestadas y ruinosas, usándolos como arma de guerra para explotar la paranoia europea a la supuesta invasión de negros, tal como había amenazado Gadafi, antiguo socio bueno en la represión y contención de la inmigración irregular, cuando la OTAN lanzó en marzo su campaña militar.
Lo criminal no ha sido dejar que los inmigrantes convertidos en refugiados de guerra busquen refugio en las costas europeas (en expediciones que partían de Zlitan o Zuara, al este y al oeste de Trípoli), sino embarcarlos deliberadamente como sardinas en lata en barcos con riesgo mortal de naufragio. Así, ahogados, o por sed y hambre, han perdido la vida cientos de prófugos en estos seis meses de conflicto en la travesía desde Libia a Italia, a los que hay que sumar muchos otros que partieron de Túnez tras la revolución tunecina de diciembre. En total, no menos de 1.500 muertos, según ACNUR, el organismo de la ONU para los refugiados.
Apenas dos semanas antes del comienzo de la evacuación en Misrata del pasado junio, un barco que había partido no lejos de aquí desde Trípoli, entonces controlada por el régimen de Gadafi, y que se dirigía hacia Lampedusa, naufragó frente a la costa tunecina, a la altura de Sfax. De los más de 850 refugiados africanos y asiáticos que se hacinaban en él se ahogaron más de doscientos. Desde el estallido de la guerra libia, han huido del país más de 700.000 extranjeros, según el cálculo de la ONU. La evacuación se reanudó la semana pasada desde Trípoli.
En el puerto de Misrata, antes de subir a bordo del Azzurra, Abubakar Sani, de 26 años, contaba en junio que regresaba a Nigeria con lo puesto y dos bolsas pequeñas. Ése era todo su patrimonio después de dos años trabajando en Libia. “Los soldados de Gadafi me robaron. Estoy feliz de volver”, decía en voz muy baja, solo en el muelle. Su madre, Bauma, que vive en el estado de Kebbi, no sabía si estaba vivo. Él no había podido llamar a nadie. “No tengo ningún número de teléfono”.
Tras atravesar el Sáhara, vivir dos años como emigrante, sufrir una guerra civil en tierra extraña y retornar en otro largo viaje, llamaría a la puerta de su casa con las manos vacías. Pero vivo.
Eduardo del Campo es periodista. Su último artículo en FronteraD se titulaba Turquía, a la caza de sus periodistas. Está al cuidado de la sección Maestros del periodismo. Sus últimas entregas fueron Ramón J. Sender en Casas Viejas y ¡Qué persona Carmen de Burgos, Colombine!