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Adiós a Matiora

 

Esta es una confesión. Sobre lo que ocultan las aguas de los pantanos.

Yo ya sabía entonces quién era Elem Klimov. Había visto en un cine de Madrid Ven y mira. Solo. Salí de la sala conmocionado. No podía parar de llorar. Era como si el director ruso hubiera incrustado una cámara en la cabeza de un niño y hubiera contado la invasión nazi desde sus ojos: sin intentar descifrar ni entender lo que él y su hermana experimentaban, sólo mostrando el horror sin rebajarlo un ápice. Sin compasión y sin alivio.

Por eso, cuando estrenaron Adiós a Matiora en los cines Renoir no lo dudé ni un instante. Invité a una amiga camerunesa a que me acompañara. La película narraba la historia de una isla rusa llamada Matiora que iba a ser anegada debido a la construcción de una presa. Era un proyecto imprescindible para los planes quinquenales de la Rusia soviética, para el desarrollo de la URSS: perjudicar a unos pocos para beneficiar a muchos. Tal vez me equivoque. No voy a comprobarlo: Lo que estoy haciendo aquí es vaciar esa presa para ver qué aspecto tienen los recuerdos. Era por su bien. Así lo decían las autoridades rusas. Y tal vez fuera cierto. Frente a los postulados trascendentes de Tolstói, Chéjov trataba de no engañarse, de no hacerse ilusiones: “La razón y el sentido común me dicen que hay más amor a la humanidad en la electricidad y la máquina de vapor que en la castidad y en la negativa a comer carne”. Sin ser socialista, yo también lo creo. A Chéjov, como al doctor Astrov de Tío Vania, le podían sus simpatías hacia los árboles y la educación para cambiar una micra el estado de las cosas. ¿Acaso no quedan más opciones que el pantano o la miseria?

Entonces, yo estaba sin lugar a dudas de parte de los vecinos de la isla, elegidos por el director para relatar aquel sacrilegio. Se negaban a abandonar las tierras en las que habían vivido durante generaciones, donde yacían sus antepasados, habían plantado sus árboles, arado los campos, reído y llorado desde que tenían memoria. Las casas son seres vivos, una extensión de nuestra propia condición, raíces invisibles que se entrelazan con las de los árboles, las plantas y el curso subterráneo de las aguas. Lo que somos. Una anciana en particular, que no aceptaba las razones del progreso, me recordaba a mi abuela Emilia. Pensé que ella hubiera reaccionado de la misma manera si hubiera estado condenada por un pantano para fabricar electricidad la finca donde pasé buena parte de mi infancia y aprendí a hablar con el cerdo, subir a los árboles, sembrar patatas, hacer vino y morcillas, besar a mi prima en los labios, aplastar caracoles para dárselos de comer a las gallinas, pasar miedo con la matanza, jugar en veranos sin fin y hacerse preguntas metafísicas bajo el cielo estrellado, como de hecho ocurrió en Castrelo de Miño y en otros embalses con los que anegaron hermosas tierras de labranza durante el tiempo de Franco y los tecnócratas.

Aquella mujer, como mi abuela, no necesitaba muchas palabras para decir lo que pensaba y lo que sentía. Sus manos y su rostro, tallados por el trabajo al aire libre, por décadas a la intemperie, acostumbrada al cierzo, al hielo, al fuego, a los sinsabores y las dulzuras de la vida, hablaban por ella. No podía irse de allí sin traicionar todo lo que era, sin perder una mínima patria irracional de pura tierra, pura sombra, el sonido del viento, la curvatura del sol, las ramas enrevesadas de los árboles y las cepas, el sabor de las ciruelas, las manzanas y las peras, el rumor del viento en el maizal, las voces quedas del ganado. Era mejor dejar de vivir que permitir que aquella isla llamada Matiora, que suena a madre tierra, desapareciera, fuera condenada para siempre.

La película no me conmovió tanto como Ven y mira. Tal vez porque no estaba solo, o porque las imágenes no eran tan devastadoras como las de la guerra sobre la carne y los ojos vulnerables de los niños. Pero se me grabó en la memoria. Y no sólo por la sobriedad con la que Klimov había narrado su historia y la verdad de los personajes (no parecían seres de ficción: Tal vez no lo fueran. Hay personajes de Chéjov que parecen más reales que los que comparten nuestra vida), sino porque durante la proyección sortearon un viaje para dos personas a la Unión Soviética -todavía existía la URSS- y yo fui el afortunado.

En aquella época salía con una compañera del diario El País. Hicimos planes para viajar juntos. Pero mientras esperábamos el momento propicio, su amor -o lo que fuera- se desvaneció. Los del cine me apremiaban a hacer las maletas si no quería perder el premio. Opté por hacer el viaje solo y convertir el otro pasaje en efectivo. Me empotraron en un grupo heterogéneo con el que no tenía aparentemente nada en común y del que no guardo apenas recuerdos. Perfectos desconocidos con los que nada me unía aunque luego, como sabe bien Chéjov, de esos encuentros insospechados surjan escenas que explican quiénes somos. Nos reímos mucho.

Pasé una parte de la etapa moscovita tratando de conseguir un visado polaco para cruzar el país en tren -comprobé lo difícil que era en aquella época hacerse un simple retrato en la capital rusa, e imaginé un fantástico negocio de fotomatones-, porque mis planes no eran regresar a Madrid con el resto de la partida, sino hacerlo a ras de tierra en un convoy a través de media Europa. Tras disfrutar de la decadencia de Leningrado -en aquel momento nadie imaginaba que la ciudad recuperaría al cabo de pocos años el nombre imperial de San Petersburgo-, la última etapa del viaje compartido terminaba en Kiev, la capital de una Ucrania que también parecía entonces firmemente sometida al diktat del Kremlin.

Recorriendo las aguas del parsimonioso Dniéper, acabé de intimar con la guía de Intourist, la empresa estatal de turismo, que nos explicaba en impecable español lo que era preciso saber de la historia, la arquitectura y el arte kievitas. Era un hermoso día de verano. Nos olvidamos del resto y empezamos a hablar febrilmente de literatura en la popa del transbordador en el que, le confesé, me gustaría seguir con ella río abajo hasta Odessa. Se llamaba Anna Z. Antes de despedimos, con sendos besos en la mejilla, nos intercambiamos las respectivas direcciones. Al día siguiente, volvimos a Moscú. Mientras el grupo emprendió camino del aeropuerto de Sheremetyevo, yo me dirigí a una de las siempre abarrotadas y bulliciosas estaciones moscovitas (¿a dónde iba tanta gente todo el tiempo?), y emprendí un largo viaje en tren. En mi última noche de Kiev, le escribí a Anna Z. mi primera carta. A los hoteles para turistas no podía acceder ningún ciudadano soviético:  en cada piso siempre había apostada una vieja y malencarada cancerbera del Partido Comunista que se encargaba de velar por la castidad socialista, no fuera a extraviarse a manos de la famosa molicie moral de Occidente.

 

El largo viaje de regreso me llevó a través de los infinitos campos polacos, el Berlín dividido, el Canal de la Mancha, Londres, Dublín y, finalmente, Madrid. Con un fervor que yo mismo me encargaba de atizar de forma absurda con cada nueva carta, como un hincha de mí mismo, en cada etapa del camino volvía a escribirle a Anna Z. Si la fe consiste en creer en lo que no vemos y la religión necesita del rito, escribir a Kiev se convirtió en una costumbre. Como cuando de niño, antes de acostarme, rezaba mis oraciones. No había semana en que dejara de escribir a Kiev. El camino a la estafeta y los sellos eran parte de una ceremonia íntima. Pero no había respuesta. ¿Qué pensar? Tras seis meses de intensa devoción empecé a pensar que tal vez las cartas no llegaban a sus manos o que en realidad Anna Z. no quería saber nada de mí. La conclusión parecía evidente. Desistir. Ya había tomado esa decisión cuando un editorialista del departamento de opinión de El País, donde entonces trabajaba, gritó: “¡Una llamada desde Kiev!”.

Parecía increíble, pero era ella. En un instante se resolvieron los enigmas. O así me lo pareció. Dijo que había recibido todas las cartas -¿cómo saberlo?-, pero, pese a lo que yo pensaba, no en su casa. Los empleados de la empresa oficial soviética de turismo no estaban autorizados a facilitar su domicilio particular a corresponsales extranjeros. Las cartas llegaban puntualmente a su oficina en el centro de Kiev. Pero no sólo eso, ella misma debía traducirlas al ruso y entregárselas al delegado del KGB. Imagino sus esfuerzos para sortear y trasvasar los delirios líricos y fantasías eróticas que yo volcaba en aquel torrente semanal de palabras.

La llamada rompió el maleficio. A partir de entonces, hubo cartas más o menos frecuentes de Kiev a Madrid y de Madrid a Kiev, y, de vez en cuando, conversaciones telefónicas. Concertamos una cita el verano siguiente en Leningrado. Llegué en tren, desde Helsinki, acaso imitando a un Lenin que había hecho el mismo trayecto en otra época de la historia y con otras intenciones mucho más vastas. Para mi desazón, ella seguía sin poder ingresar en un hotel reservado para turistas, y para colmo había desafiado a sus jefes para escaparse apenas un par de días de Kiev. Visitamos la tumba de Dostoyevski, recorrimos las orillas del Neva, hablamos por los codos y nos besamos ante la mirada reprobadora de los camaradas… pero me dejó una semana solo en San Petersburgo, rumiando mi melancolía por las dificultades de un sistema pantanoso como pocos. La última tarde, en un jardín junto al río, mientras nos intercambiábamos ropa -mi cazadora vaquera por su jersey blanco de punto-, como Lenin, empezamos a pensar qué hacer.

Había pocas opciones. La invité a venir a España, pero ella no quería abandonar su país, su trabajo, a su familia, el mundo que conocía sin alguna garantía, alguna certeza. Y así llegamos a las Navidades de aquel año. Recuerdo que cuando el tren Moscú-Kiev hizo su entrada en la estación ucraniana, entre la nieve pisoteada, por los altavoces del convoy daban la noticia de la muerte de Nicolae Ceausescu y su esposa. Yo llevaba los papeles por si finalmente dábamos el paso de contraer matrimonio. Pasé quince días en su pequeño apartamento en un suburbio de Kiev. Todas las mañanas me apresuraba para ser de los primeros en irrumpir en el mal llamado supermercado del barrio, para poder hacerme con una barra de pan, kefir y alguna fruta. En las estanterías oxidadas dormían el sueño de los justos envases con legumbres y hortalizas que parecían fetos de la Revolución de Octubre, envejeciendo año tras año, vestigios de un país sumergido en el líquido amniótico y las algas del realismo socialista. Pese a las dudas que me atenazaban, no hice caso a la razonable sugerencia de su mejor amigo: hacer dos listas con las ventajas e inconvenientes de casarnos. Me parecía un atentado al amor, una obscena aplicación del materialismo histórico al deseo. Chéjov todavía se debe estar riendo en una taberna de Kiev. Llamé a mi casa para avisar de que la ceremonia se celebraría un mes después en el palacio de las bodas de la capital de la República Socialista Soviética de Ucrania. Mi padre trató de disuadirme.

Volví a Madrid, y al cabo de cuatro semanas, mientras la economía soviética se desplomaba y por un puñado de dólares te convertías en millonario, regresé a Moscú acompañado de dos de mis mejores amigos (Juan Antonio y Marta, la madrina) y Eduardo, el cuarto de mis hermanos, los únicos que se atrevieron a apurar mi aventura hasta el final y ser testigos del disparate. Los fajos de rublos eran tan desmesurados que no conseguíamos gastarlos a pesar de que en restaurantes como el Nacional sólo encargábamos caviar a espuertas y champagne. Las controversias a la hora de pagar se volvieron épicas, y las propinas superaban con creces la minuta. Los camareros soviéticos, famosos por su olímpico desdén, practicaban al despedirnos el arte de la bisagra.

Cuando aterrizamos en Kiev bajo una campana de frío mis acompañantes captaron enseguida el tamaño de mi error. La víspera de la boda fue una de las noches más extrañas que recuerdo. Estaba angustiado. Me daba cuenta de que yo mismo me había metido en Matiora, una Matiora a mi medida. Celebramos conciliábulo de madrugada, en mi habitación, donde no conseguía conciliar el sueño. Me dijeron que eran mis amigos y me habían acompañado hasta Kiev para casarme, pero que si en el último momento decidía dar marcha atrás ellos estaban conmigo y lo comprendían. Pero yo ya tenía tomada mi decisión. Tenía que apurar la copa hasta el final. Dar la espantada sería una cobardía.

Una limusina soviética de las que solían trasladar a los miembros de la nomenklatura a las reuniones del politburó nos recogió a la puerta del hotel. Como manda la tradición, llamamos a la puerta de la novia: Abrieron los amigos con un cuenco, había que comprarla. Como éramos millonarios, nuestra generosidad desbordó todas sus expectativas y la cotización del novio español subió como la espuma. A continuación nos trasladamos al palacio de las bodas, un mastodonte de hormigón y cristal, un bodrio arquitectónico con pretensiones y forma de estrella que parecía formar parte del glacis soviético. Ante un gigantesco busto de Lenin pintado de blanco primera comunión, una funcionaria con el pelo lacado al soplete y un medallón al cuello en el que destacaban la hoz y el martillo nos hizo la pregunta de rigor. Sin titubear, respondí da. Sí. El siguiente paso estaba inscrito en ese terreno en el que tradiciones soviéticas y rurales habían encontrado fácil acomodo: fue el incauto del novio el que pisó primero un pañito bordado extendido en el suelo a modo de meta volante. La superstición indica que el primero que pone su planta sobre la tela será el que lleve sobre sus hombros el peso del matrimonio. El banquete se celebró en una de las primeras cooperativas que, a semejanza de los paladares cubanos, empezaban a florecer en el subsuelo de Kiev. Con un violinista venezolano y un pianista cubano (o un violinista cubano y un pianista venezolano) como contrapunto sonoro, la copiosa cena se vio constantemente interrumpida por tantos brindis con vodka y otras agüitas milagrosas que a punto estuve de perder la cabeza. Al reiterado grito de “¡gorska! ¡gorska! ¡gorska!., los invitados hacen saber a los recién casados que la bebida está demasiado amarga y los enamorados han de dar prueba de su buena disposición besándose a conciencia para endulzar la velada y la vida.

Al día siguiente partimos hacia Moscú para inscribir nuestra nueva condición civil en el registro de la Embajada de España. Tuve que emplearme a fondo, bordeando la grosería, para que los displicentes empleados del hotel donde nos alojamos dejaran entrar a la renegada soviética que se había casado con un extranjero. Al amanecer, mientras contemplábamos una plaza cubierta de nieve en la que daban la vuelta los tranvías, ella comentó:

 

—La verdad es que resulta de lo más excitante estar casada con un desconocido.

 

Por falta de los visados necesarios para salir del paraíso socialista, volvimos a España sin ella. Anna Z. llegaría a Barajas tres meses más tarde. El matrimonio apenas sobrevivió un año a los embates de la realidad. Pero esa es otra historia. Otra Matiora. Otro pantano.

 


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