Probablemente la lora Rosa no sabía que era una lora. Probablemente olvidó aquella infancia en las montañas de Estelí en Nicaragua donde la adoptaron dos misioneros a principios de los 90 y le buscaron un hogar mejor en la jaula preferente de casa de Alicia.
De Estelí, Rosa se trajo el nombre, que recitaba imitando la voz añosa de su anterior dueña (“¡Hola, Rosa; hola, Rosiiiita!”) y poco más. En Madrid se aficionó al jamón pata negra y al universo disparatado de Alicia. Nadie entraba en esa casa (y éramos legión) sin hacerle fiestas a Rosa, sin arrancarle un meneíto a golpe de palmas o acariciarle el cogote para que ronroneara como un gato. Si pasabas de ella montaba un griterío que alteraba a los vecinos. ¿Tienes un niño enfermo?, le preguntaron a Alicia recién llegada a un nuevo edificio. A ella le cabreó a pregunta, pero la realidad es que los gritos de Rosa eran insoportables.
Una vez, sólo una, Rosa quiso ser loro de nuevo y se tiró por la ventana pensando que aún podía volar. Un dragón de 500 kilos lo hubiera hecho muchísimo mejor. Al segundo batir de alas cayó en picado y se quedó enganchada al árbol de enfrente. Los bomberos la bajaron en brazos como si fuera un niño y estuviera enfermo.
La lora Rosa no volaba, pero tenía sentimientos y, sobre todo, emociones. Si ponías a todo trapo a Los Rodríguez ella bailaba y le hacía los coros a Calamaro. Si tenías un día más de fado ella se echaba a llorar como un recién nacido hasta que cambiabas de sintonía. Y lo entendía casi todo. Una noche en la que su recital de gritos no dejaba dormir a dos invitados ellos le amenazaron sin rodeos: “Rosa, como no te calles vas de cabeza al horno con un limón en el culo”. A partir de entonces bastaba con decirle las palabras limón y culo y Rosa se callaba, la muy pájara. También le gustaba terciar en nuestras broncas de periodistas. En el momento álgido y a punto de las manos ella exclamaba con esa voz tan impertinente: “¡Es la verdad!”. Y se acababa la discusión.
Y tanto fue el cántaro a la fuente, que Rosa se enamoró de su dueña. Si Alicia la sacaba de su jaula, la lora se trepaba a su muslo o a su hombro y protagonizaba una ceremonia de apareamiento que terminaba como todas las ceremonias de apareamiento. ¡Pregunten a los vecinos! Días después, Rosa ponía un huevo vacío. A los veterinarios les preocupaba que se descalcificara si ponía demasiados huevos, pero a mí ese fruto de amor entre un pájaro y un humano (bastante habitual por otra parte, siempre según los veterinarios) me parecía muy bonito y muy Guillermo del Toro.
El loro Rosa murió el pasado 28 de enero. Diez días exactos después que su dueña. Cuando Alicia salió de casa para (luego lo supimos) no volver, Rosa empezó a perder las plumas, a comer poco, a esconderse en el fondo sur de su jaula preferente.
Ojalá todos los que la rodeaban hubieran tenido su intuición y su devoción de pájaro.
Felices sueños, Rosa. Limón. Culo.