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Mientras tantoAdiós, Mr. Chips (sobre el segundo debate electoral)

Adiós, Mr. Chips (sobre el segundo debate electoral)


 

Supongo que los equipos de debate trabajaron en las vergüenzas de la noche anterior. En Pablo Casado, desde luego, se notó. No hubo en él atisbo de dudas ni de ensimismamientos. La estrategia fue un poco la de las leonas: el ataque por los flancos. Rivera era el otro flanco, la otra leona, y en medio estaba lo que en apariencia parecía un búfalo, luego un ñu, luego una cebra y al final una pobre gacela herida: Sánchez.

 

En otro orden de cosas, en otra dimensión incluso, comparecía un Iglesias que profundizaba en el plan inicial. Si el primer día adoptó el aire de un político maduro, ex revolucionario con el corazón débil de tantas aventuras, el personaje de hoy era ese mismo, pero algo más dogmático. Como si fuera un debatiente externo, ajeno. Un sobresaliente. A veces parecía el profesor Higgins insistiendo en la educación de su querida señorita, y otras Mr. Chips con algo de jaqueca impartiendo clase de latín.

 

Fue una caracterización nostálgica (yo casi le veía la coleta encanecida), asombrosa por momentos en los que los contertulios lo miraban como preguntándose quién era ese hombre encogido que a cada ocasión los regañaba con delirantes formas conciliadoras.

 

Fue una actuación más conseguida y de más calidad y hondura que la de ayer de Ábalos. El ministro de Fomento debe de ser un actor de la vieja escuela e Iglesias uno del método, como si se hubiera pasado la semana anterior en casa y en bata fumando en pipa, diciéndole a su Irene: “Buenos días, señorita Montero. Buenas tardes, señorita Montero. Buenas noches, señorita Montero”, con una seria y cortés circunspección oxfordiana.

 

El que no parece estar para métodos es Sánchez, cuyas vergüenzas fueron tantas y tan sangrantes que sólo pudo salir a repetirse, convenientemente vendado, con la esperanza de mantenerse en pie, claro que él en esto es un experto. Casado lo noqueó al contragolpe un par de veces y Rivera se ensañó. Estaba tan cómodo el ciudadano que adoleció de lo de siempre: de superpoderes. Sentía que podía destrozar a Sánchez una y otra vez y disfrutó tanto que acabó como los niños después de un cumpleaños.

 

Casi pareció que De Páramo se acercó a él, no para felicitarlo, sino para ponerle los zapatos al salir del parque de bolas. Rivera se fue del escenario casi saltando, eufórico y congestionado, mientras de Páramo insistía en que se pusiera el abrigo para no coger frío. Sánchez abandonó el atril vapuleado pero entero, algo enteco, con el rostro enjuto, levemente cadavérico (muy al contrario de Casado, risueño y feliz con su esposa, que saludó a todos), de hombre que tiene el tiempo justo para conseguir llegar a casa antes de desfallecer.

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